Entre todos los vestidos que yo he visto poner al orgullo,
el que más me subleva es el de la humildad.
Henry Mackenzie
En un elegante restaurante un matrimonio maduro, cuarenta y tantos años, está cenando tranquilamente. La mujer, aparentando cierto nerviosismo, pero muy alagada en el fondo, dice a su marido:
─Pepe, no te incomodes ni montes el numerito, pero aquel elegante caballero que está en la mesa de la esquina, no me ha quitado la vista de encima ni un momento desde que llegamos.
El marido, sin dejar de comer, giró la cabeza y dijo:
─¡Ah, sí! Le conozco. Es un anticuario.
Dice Santo Tomás que la soberbia, el orgullo, consiste en el desordenado amor de la propia excelencia. La soberbia es la afirmación aberrante del propio yo.
Donde hay un orgulloso, todo acaba maltratado: la familia, los amigos, el lugar donde trabaja... Exigirá un trato especial porque se cree distinto, habrá que evitar con cuidado herir su susceptibilidad. Su actitud dogmática en las conversaciones, sus intervenciones irónicas ─no le importa dejar en mal lugar a los demás por quedar él bien─, su tendencia a poner punto final a las conversaciones..., son manifestaciones de algo más profundo: un gran egoísmo que se apodera de la persona cuando ha puesto el horizonte de la vida en sí misma.
El egoísmo ciega y nos cierra el horizonte de los demás; la humildad abre constantemente camino a la caridad en detalles prácticos y concretos de servicio. Este espíritu alegre, de apertura a los demás, y de disponibilidad es capaz de transformar cualquier ambiente. La caridad cala, como el agua en la grieta de la piedra, y acaba por romper la resistencia más dura. Como decía Santa Teresa: «Amor saca amor».
Qué bien estaría que, cuando el orgullo se nos suba a la cabeza, alguien nos recordase nuestros fallos y miserias. Pero como no siempre vamos a tener a nuestro lado alguien que nos recuerde nuestras limitaciones, qué sabio sería que nos acostumbrásemos a hacerlo por nosotros mismos.
Útil, práctico y asequible es el consejo de San Josemaría Escrivá: Cuando percibas los aplausos del triunfo, que suenen también en tus oídos las risas que provocaste con tus fracasos (Camino 589).
El orgullo, la soberbia, la vanidad son tan antiguos como el hombre mismo; por eso, cuando estos defectos nos envuelvan en sus redes, será muy efectivo pensar que hemos caído en manos del anticuario.