“¡Cuelga tu abrigo!”, “¡guarda tus zapatos!”, “¡mete los deberes en tu caja!”, “¡siéntate bien!”, “¡no pegues a tu hermana!”, “¡mete tu plato en el lavaplatos!”... Podría seguir así hasta el infinito. Muchos dicen que la educación es repetir y repetir... pero os reconozco que me parece un tostón esto de ser la 'madre bucle'. Tengo una amiga muy divertida que ha puesto la directa: ha grabado todas esas órdenes que repite unas trescientas veces a diario y las va reproduciendo con el móvil cuando llega la necesidad para no dejarse la voz, al menos, y no decirlas a gritos... pero es que incluso eso me parece agotador. Y yo pienso, ¿no hay un modo más fácil? No, ya lo sé. Es lo que hay. El cerebro no termina de desarrollarse completamente hasta los 25 años, más o menos, así que no, no debe haber un modo más fácil. Al fin y al cabo, la educación es un proceso: no podemos esperar resultados inmediatos. Pero sí estoy empeñada en que haya un modo más efectivo. Mínimamente. Lo que tengo claro es que no me apetece nada pasarme la vida repitiendo una y cien veces frases como esa: ¿a alguien le apetece realmente? Noooooooo. Es más desesperante que la condena de Tántalo. Y tampoco pretendo renunciar a que mis hijos hagan lo que tienen que hacer. Me da algo.

Así que he decidido cambiar de técnica: “no hagas valoraciones, describe lo que ves”, aconsejan los autores del libro Hermanos, no rivales. Si la ropa está tirada en el suelo, tengo dos opciones:

Opción A: “te he dicho mil veces que la ropa se tira en el canasto”.

Opción B: “está la ropa tirada en medio del pasillo”.

Es un rollazo igual, pero al menos el niño tiene que hacer un proceso mental y sacar sus propias conclusiones de lo que debe hacer y cómo.

En esta línea, el otro día estuve en una charla en la que el ponente destacaba la importancia de los encargos con esta interesante afirmación: “un niño que obedece cuando le decimos que ponga la mesa es un niño bueno; un niño que pone la mesa sin que se lo tengamos que decir es un niño responsable”. Lo cierto es que el niño bueno es monísimo y encantador. Pero el niño responsable es ¡la paz asegurada! Así que he pensado que, aparte de describir y poner encargos para ir estableciendo en las cabezas de nuestros hijos esas obligaciones, también será bueno dejar de repetir las cosas y probar otra técnica.

Yo lo que quiero no es que mis hijos dejen cada cosa en su sitio al llegar a casa, que también, sino que lo hagan sin tener que decírselo, que adquieran esos hábitos de manera un tanto natural. Me da mucha pereza mental pensar que cuando tengan quince años voy a seguir diciendo la misma frase que ahora... ¿en serio voy a hacerme vieja al son del “termina tus deberes”, “haz tu cama”, “no se come con la boca abierta”? De verdad, hay algo que no está funcionando. Y, cuando algo no funciona, ¿qué es lo que hay que hacer? ¿Darse cabezazos contra una pared? Mejor no. Probemos a cambiarlo. Y si cambiándolo tampoco funciona pues ya nos vamos a buscar la pared en cuestión...

Ya sé que tampoco es bueno hacer muchos experimentos con nuestros propios hijos; pero es que ¡no funciona! Si no sienten la necesidad de que las cosas estén bien, si no hay un motivo detrás de eso, nos va a tocar esperar a que se casen y quieran vivir en una casa decente para que empiecen a hacerse la cama nada más levantarse, o ni eso.

Así que, últimamente, (cuando me acuerdo...) estoy probando lo siguiente:

En vez de decir: “hija, ¡recoge tus deberes, por favor!” y autocondenarme a repetir esa frase al menos una vez al día durante los próximos quince años (lo cual equivaldría a un total mínimo de 5.475 veces, eso si contamos con que solo se lo decimos a un hijo al día, que si lo multiplico por mis cinco serán 27.375; os lo digo, ni la condena de Tántalo era tan escabrosa...), pruebo a decir (modo conversación, no orden unilateral; y no porque sea contraria a las órdenes, sino por lo que decíamos de inculcar la responsabilidad): “hija, ven, mira el escritorio, ¿así es como te gusta que esté, o crees que podrías dejarlo de una manera que fuera más agradable?”, por ejemplo.

Lo cierto es que el otro día una de mis hijas llegó de casa de una amiga fascinada porque, en palabras textuales:

-“Tenían todo súper ordenado, mamá”.

Fue como una sacudida entrar en conciencia de que el orden es un bien y, como tal, a los niños también les gusta disfrutarlo:

-“O sea, ¿que te gusta que las cosas estén ordenadas?”.

-“Sí”.

Debió pensar: “¡vaya pregunta!”.

-“¡¡¡¡¿¿¿¿Entonces por qué carajo siempre dejas tus juguetes por en medio????!!!!”.

No, no pregunté eso... me controlé, ¡oh, milagro! Esto fue lo que le dije:

-“Pues, nosotros, si nos esforzamos, también podemos tener la casa tan ordenada como la de Blanca; ¿te gustaría?”

-“Sí”.

-“¡Pues zumba a guardar tus zapatos en su sitio!”. No, es broma, tampoco le dije eso, aunque era lo que me pedía el cuerpo...

-“Pues, es bastante fácil: cada vez que terminamos de usar algo lo volvemos a guardar y lo dejamos bien colocado”. Os prometo que no es la primera vez que le hago ese razonamiento, pero sí la primera vez que no es parte de una charla, sino de un diálogo. Parece que, al menos, la idea le gustó. Lo que significa que la captó.

Lo cierto es que mi casa sigue igual de desordenada desde ese día, ¡no os vayáis a pensar! La cosa no ha cambiado mucho, de momento... Pero, ahora, yo confío en el método (hasta que se me demuestre lo contrario, como en el caso de la repetición indefinida): como mínimo, pienso que así, por lo menos, hay una parte de su cerebro que también trabaja en la respuesta, y no es una respuesta automática, sin filtro, como ocurre cuando repetimos hasta la extenuación.

Otro día, María, que estos días tiene el encargo de recoger el baño después de las duchas, lo había recogido ya, supuestamente. Tres veces volví al baño y tres veces le repetí:

-“Mary, este baño no está bien recogido; recógelo, por favor”.

A la tercera, el baño seguía dando pena. Así que me acordé de la técnica gallega, la llevé conmigo al baño y le pregunté: “Mary, ¿así es como te gusta que esté el baño? ¿crees que hay algo que puedas recoger para que esté un poco más ordenado?”. (Léase: rollo de papel en el suelo). Al rato, por cuarta vez, volví a acercarme a revisar el baño y, oh, Dios mío: el rollo de papel ya no estaba tirado en el suelo y, además, la toalla de los pies había dejado de estar hecha un lío en el borde de la bañera para pasar a estar bien recta y estirada.

En otra ocasión, entré en el cuarto donde las mayores hacen deberes y, de paso, cortan y pegan y colorean cien mil papeles que acaban desperdigados por toda la habitación. Les pregunté:

-“¿Os gusta ver todos estos papeles tirados por el suelo?”

-“No”.

-“Pues, ¿qué os parece si dejáis este cuarto como os gustaría que estuviera para poder trabajar a gusto?”. 

La idea les debió gustar, porque también me llevé una sorpresa cuando volví a entrar: la mesa estaba completamente despejada.

Y, viendo estos pequeños resultados, pienso: a lo mejor no es que nuestros hijos son desobedientes, o desordenados, o perezosos; a lo mejor es que les hablamos en un idioma que está basado en nuestros parámetros mentales de lo que son las cosas y que, en su cabeza, esos parámetros, todavía están por desarrollar. A lo mejor, esta forma de preguntarles o animarles a recoger, hace que esos parámetros se vayan asentando en sus absorbentes cabecitas de una manera mucho más rápida y productiva que si simplemente les decimos lo que consideramos que tienen que hacer en cada momento.

Y, además, les estamos dando el mensaje de que no ordenamos porque sí. Ordenamos porque el orden nos ayuda a estar cómodos, nos da tranquilidad, nos resulta agradable. El orden tiene un fin, no es un fin en sí mismo, no es una obsesión de mamá o de papá, es algo que nos hace bien a todos. Y no solo el orden, sino todo aquello que intentamos que hagan como es debido.

En el fondo, lo que los padres, como educadores, queremos, no es que nuestros hijos hagan lo que les decimos, sino que hagan lo que está bien, lo que es bueno para ellos. Y será más fácil que asimilen esos conceptos si previamente los han entendido y visualizado en sus pequeñas cabezas en desarrollo.