Estoy en blanco. Llevo dos semanas intentando escribir algo sin ningún éxito. Me he tenido que poner una copa de vino. Y aquí estoy, sentada en el sofá del salón a las ocho y cuarto, decidida a terminar, por fin, un artículo. Ojo, no os asustéis ni penséis que algo hacéis mal, que tengo a los cinco ya plácidamente dormidos. Para nada. Los míos también están aún dando la matraca. No worry.
Hoy ha sido un día de lluvia. Hemos venido a casa casi directos del cole y los chicos no se han pegado las carreras habituales..., así que para compensar la falta de oxígeno y de cansancio los he metido en la bañera a las seis de la tarde y allí han estado quemando sus energías prácticamente hasta las siete... a cada ratito les iba metiendo un chute de agua caliente para recuperar la temperatura (venían helados de los diez minutos que han corrido debajo de la lluvia, con revolcones en los charcos incluidos). El método parece haber sido poco eficaz, porque aquí los tengo corriendo como locos por toda la casa con un cojín en la boca partidos de risa (aún no he pillado el quid del juego). Las chicas, menos mal, se han sentado a leer en mi cama. Es lo que tiene la lluvia. Todo se hace con muuuuucha calma, porque te tiras tres horas con deberes, duchas y cenas. Y lo cierto es que he empezado a dar vueltas pensando: “bueno, pues mientras no se acuesta ni el tato, voy a ver qué puedo hacer...”. Lo reconozco, tengo una tendencia hiperactiva que a veces se me descontrola... “¿Recoger los restos de la cena?” Manos a la cabeza: “menos mal que aquí, supuestamente, cada uno se recoge lo suyo...”. “Paso, la verdad, ya lo recogeré cuando estén todos fritos que tardo menos y nadie entra corriendo en la cocina metiendo los calcetines en un chorro de crema que se ha derramado por el suelo”. Vuelvo a mirar alrededor. Vuelven a pasar los chicos, corriendo. Los cojines siguen en sus bocas. Echo una mirada al cielo; bueno, al techo... qué paciencia... “¿y este es el que tiene otitis?”. Siguen corriendo y desaparecen de mi vista, pero no de mis oídos... “Podría aprovechar para guardar esta montaña de leotardos que he doblado por la mañana”. Una vez más desisto: soy incapaz de hacerlo a estas horas. Ya mañana, a primera hora, café en vena.
Se me acerca Jose con un cuento. Podría aprovechar para hacer eso con lo que os di la chapa hace unos días: sentarme, contemplarles, disfrutarles... Pero es martes a las ocho de la tarde, así que decido a hacerme la sueca con este tema y acabo de pasar del del cuento: “Jose, estoy escribiendo, léele a tu hermano, seguro que le encanta”. Debe ser frustrante que tu propia madre te diga algo así, pero llevo tooooodo el día con él; es el de la otitis, así que hoy está más que cubierto de atenciones, os lo aseguro. Aquí se me acerca mi Mary. Mira atentamente el ordenador y me suelta con indisimulada admiración: “¡mamáaaaa! No sabía que podías escribir tan rápido”. “Poderes ocultos, hija, poderes ocultos; como tantos otros que ya irás descubriendo”. Se parte. Está en una edad bonita, receptiva. Todo lo contempla con fascinación. O casi todo... De pronto, un estrépito. El enano llora con fuerza. Se ha tropezado y caído de bruces. Podría haber sido peor... Nada. Un rasguño. Pero este es el momentazo: de pronto se ha hecho el silencio y todos miran muertos de miedo esperando la tormenta perfecta. “Esta es la mía”. Cojo al peque en brazos. Todos siguen muy tensos y muy quietos. “¡A la cama!”. Todos, de uno en uno, desfilan sin decir ni pío. El pobre Pablo ha sido el chivo expiatorio. Bien sabía yo que esto tenía que pasar. “Les rialles acaben en ploralles”, decía siempre mi madre emulando a su abuelo. Lo cual, traducido, vendría a ser algo así como: “aquí alguien acaba matándose hoy...”. Bueno, no exactamente, pero os facilito la traducción más literaria que es la más acorde con la situación que hoy os describo.
En fin, que todos se han ido, con más o menos decisión pero conscientes de su también mayor o menor culpa, a la cama. Pero, como todos en la vida: cada uno es como es, de principio a fin. Uno, a pesar del miedito, cuestiona tu autoridad y pregunta por qué tiene que irse. El otro no dice nada, pero se queda por el pasillo, remoloneando, a ver si cuela y puede atrasar el momento. Un tercero mira de reojo y sonríe haciendo el payaso para ver si quita tensión al tema y se libra de la reprimenda... Cada uno con su carácter, su manera de ser, sus virtudes y sus defectos. ¡Viva la diversidad! El problema es que, en educación, la diversidad, además de maravillosa, es agotadooooora... porque implica que el que educa no puede actuar igual NUNCA. La misma circunstancia, con la misma edad, con la misma familia, con el mismo ambiente en dos niños diferentes, debe ser gestionada de maneras completamente distintas. A cada niño le funciona lo que le funciona. Y, entonces, cuando ya parece que todo se amansa y la paz empieza a hacerse hueco en las habitaciones, se oye el ruido de una llave y una puerta que chirría al abrirse: “¡papáaaaaaaaa!”. ¡Aaaaaaaa la porra! Ahora sí que la hemos liado: estampida en el pasillo, besos, abrazos, niños que hablan a la vez a voz en grito... Y nada, vuelta a empezar. Lo cierto es que le he dado un beso a mi marido y me he vuelto al sofá. A los niños los ha devuelto a la cama su padre y, más o menos, han claudicado.
Y diréis: “vaya con la tipa esta. Menuda irresponsable. Tomándose un vino ordenador en mano mientras los niños corren por la casa...”. Pues es que tengo una amiga, de esas que te cambian la vida, que hacen que no seas la misma persona desde que la conociste, que seas mejor, un poquito mejor, cada vez que la ves; y esta amiga siempre me da el mismo sencillo y valioso consejo; el mejor que me han dado nunca: “tienes que relajarte, Susana”. Me lo repite siempre cuando voy a llorarle con mis jaleos mentales. Y, os lo prometo, no hay consejo que me siente mejor: relajarte, tomártelo con calma, disfrutar, confiar. No siempre se consigue, pero es la clave. Y esto me recuerda que cuando salía del cole me he topado con otra amiga que tiene siete hijos, todos chicos, y he aprovechado, en mi inquietud ante la tarde que me esperaba, para preguntarle cómo hace en los días así con las tardes eternas en casa: “pues grito un poco más de lo normal”, me ha contestado con toda naturalidad. Así da gusto. Unas cuantas amigas como estas deberíamos tener todas las madres. Y hacernos terapia mutua. Un par de días a la semana. Con media hora de llamada telefónica sobraría.
Oye, que a las ocho no se duermen mis hijos en la vida, que lo tengo todo hecho y que llevo toda la tarde dedicándoles toda mi atención: pues es un momento perfecto para meterme en mi territorio y, de paso, mostrarles que no solo sus cosas son importantes; que no es necesario esperar a que se duerman para hacer otras cosas que no sean exclusivamente dedicadas a ellos. Y hay que respetarlas y valorarlas. Eso es vivir en familia. Supongo. No me puedo pasar el día con ‘la zapatilla’, como decían antiguamente; eso es agotador. A lo importante hay que ir. A los defectos de fondo. A lo que les cuesta, a lo que les hace incapaces de llegar, algún día, a ser personas íntegras, fuertes, de una pieza, capaces de perseguir sus ideales, de negarse a sus instintos e impulsos primeros, de racionalizar lo que quieren y lo que es bueno para ellos, de distinguir el bien del mal y de tener la fuerza, las ganas y la gracia de elegir el bien. Todo lo demás, lo circunstancial: lo que no es educación sino comodidad de los padres, no debería ser importante. Y, si alguna vez no consigues verlo claro, pues haz como yo: tómate un vino y trivializa.
PD: toda esta historia podría no estar basada en hechos reales. O sí.
PD2: este texto no está escrito bajo los efectos del alcohol. O sí.