Todos hemos conocido y tratado a personas que llevaban muchos años enfermas.
Una joven me escribía el siguiente testimonio:
-“He sufrido mucho. A los tres años enfermé de polio. Ahora tengo 18. Estoy sentada en una silla de ruedas. Estudio. Intento afrontar mi situación y, gracias Dios, he logrado darle sentido a mi vida: mentalmente, anímicamente, espiritualmente.
He descubierto que hacerlo y sufrirlo todo por amor a Jesús, me libera, me hace fuerte, estoy contenta, me ayuda, me sirve y después intento comunicarlo -ser pequeño fermento tal como nos pide Jesús en el Evangelio- hacia quienes están a mi lado, con una sonrisa y la sencilla alegría. Intento seguir aquello de santa Teresita: “Prodigaos a los demás. Ofreced vuestra tranquilidad. Regalad vuestro descanso. Quien se repliega en sí mismo esteriliza su alma. Desde que me propuse que no debo buscarme a mí misma, llevo una vida más feliz, de lo que se pueda imaginar”".
Jesús se identificó con los enfermos, con los pobres, con los que sufren y lloran. San Juan Pablo II afirmó:
-“Allí donde sufre una persona, allí está Cristo, quien ocupa su lugar”.
Y es que: “Desde la venida de Cristo, hemos quedado libres: No del mal de sufrir… sino del mal de sufrir inútilmente”.