Nos quejamos. Mucho. Todos.
 
Yo, también; el primero.
 
Quejarse puede ser una forma de oración. De hecho, lo es. Con lágrimas o sin ellas; con gritos o sin ellos; con palabras o solo con silencios; con miradas o con los ojos cerrados al dolor que oprime el cuerpo y el alma.
 
Quejarse es un vicio cuando la queja incluye a ese estiércol del diablo que llamamos dinero.
 
¿De qué se quejan si pueden comer? ¿De qué, si duermen bajo techo? ¿De qué, si su cáncer no es aún terminal? ¿De qué se quejan si su marido o su mujer viven todavía con ustedes?
 
Mi madre, mi suegra, dos de mis hermanas son viudas.
 
Una tiene, además, una hija con discapacidad mental.
 
Yo sé lo que darían mi madre y mi suegra y mis hermanas por volver a abrazar a sus maridos: darían la vida. Y mil vidas más si las tuvieran.
 
Oigo quejas por ruinas, desempleos y estafas. Bien. Bueno. Hay un hombro sobre el que llorar. Mi madre no tiene aquel de la carne de su carne desde hace 40 larguísimos años.
 
-Papá, cojones, ¿cómo se te ocurrió morirte tan joven? Es una putada, ¿sabes?
 
Claro que lo sabes. No pudiste hacer nada. El buen Dios, ya lo sé: Aquel que no perdonó a su propio Hijo... Todo será para bien, papá. Son ya 40 años.
 
-No, no puede usted jugar al fútbol sin una pierna. Juegue al ajedrez.
 
Que se muera tu padre o tu marido es peor que perder un brazo o una pierna. Carne de tu carne. Una sola carne segada por la guadaña. No vuelve el brazo o la pierna. Eres un mutilado que puede jugar muy bien al ajedrez.
 
No se quejen. El niño vive. Sus nietos viven. Su mujer vive. Algunos amigos y amigas también viven.
 
Y la muerte no ha llegado aún.
 
Que la muerte no sea el final no la hace menos muerte. Que lo sepan.