Y, tras la confesión de la soprano, el coro canta:
Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección. Si por Adán murieron todos, por Cristo volverán a la vida (1Cor 15,21s).
Los elementos compositivos acompañan claramente a los versículos paulinos. Tanto Adán como Cristo ejercen una mediación de carácter universal, aunque de signo distinto; al quedar todos por ambos afectados, es el coro el que canta. Por otra parte, el contraste entre muerte y vida queda expresado por los cambios de intensidad del sonido, alternando el  débil con el fuerte, y también por el menor o mayor acompañamiento de instrumentos a las voces.

La resurrección final está vinculada, como triunfo, a la victoria de Cristo, pero, como conclusión de una historia marcada por el pecado, lo está también a Adán. La resurrección lo será gracias a Cristo, pero lo será porque necesitamos resucitar por haber muerto. Y es que, por la elección de un hombre contra la voluntad divina, entró el pecado en el mundo y por éste la muerte (cf. Rm 5,12.18).

La lejanía de Dios, el pecado, es algo que afecta al hombre en la totalidad de lo que es. Por ello, la muerte del alma, que es estar al margen de la gracia de Dios, es un daño para todo lo que somos. El pecado de Adán, la frustración de su mediación para con todos sus descendientes por su negación voluntaria del designio de Dios para él, comprometió a la totalidad de la humanidad en la totalidad de lo que los hombres somos. Una de las consecuencias del pecado de Adán es la separación de alma y cuerpo. Lo cual contrasta con la Virgen Inmaculada; la que no tiene mancha de pecado original fue asumpta al cielo en cuerpo y alma.

Nos es difícil, desde nuestro individualismo exacerbado, consecuencia del pecado, comprender la dimensión comunitaria del hombre que, de forma dramática, se manifiesta en el misterio del pecado original. Esta dimensión la podemos palpar, en su vertiente positiva, no solamente en la esperanza de la resurrección final, mediante la obra salvífica de un solo hombre, Jesús, el Hijo de Dios, sino también, de manera especial, en la comunión de los santos. En ella, ya pregustamos la sociedad celeste, en la que, tras la venida en gloria del Señor, estaremos, Dios lo quiera para cada uno de nosotros, en comunión perfecta de unos con otros, con toda la creación, con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo y también con nosotros mismos, pues cuerpo y alma estarán en perfecta y gloriosa armonía. Lo que fracturó el pecado, será sanado y glorificado por Cristo.
Si el delito de uno trajo la condena a todos, también la justicia de uno traerá la justificación y la vida (Rm 5,18).