“¿A ti por qué te compensa estar con tu marido?”. Me pregunta una amiga replicando, a su vez, la pregunta de otra amiga. Se me ha quedado cara de póker. ‘¿Ein?’. ¿Me compensa? ¿Me tiene que compensar?
Me gusta la pregunta, porque ella sola encierra toda una filosofía de vida, del por qué hacemos las cosas que hacemos. De la actitud imperante del ¿qué me aporta?.
En realidad, de entrada, me surgen montones de razones por las que me compensa. Montones de motivos por los que podría ‘cuantificar’, de alguna manera, la felicidad de mi matrimonio. Pero, me vais a perdonar, encuentro demasiado íntimo ponerme a hacer aquí una lista...
Además, tampoco creo que sea importante. Creo que la respuesta debe ir más allá: ¿por qué con nuestros hijos damos por sentada la gratuidad y lo consideramos algo hermoso, mientras que en el matrimonio nos parece que todo tiene que ser medido y calculado? ¿Porque podemos amar a nuestros hijos sin avergonzarnos pero debemos pedir perdón por querer a nuestros maridos (mujeres) más de lo que está convencionalmente estipulado? ¿Por qué tenemos que disculparnos por querer a nuestros cónyuges o disimular que cedemos o tenemos detalles con ellos, porque se recibe socialmente como un síntoma de debilidad? ¿Por qué lo socialmente aceptable es fardar de que él hace más que yo o de que en cuanto llega a casa le pongo a bañar niños para que no se columpie? ¿Y si, cuando llega a casa, le pregunto si está cansado y le ofrezco una cerveza? ¿Me van a condenar los adalides de la ideología de género por no vivir en mi hogar un auténtico plan de conciliación?
Yo estoy con mi marido porque le quiero, no porque me compense. Si fuera un asunto de cuantificación la cosa no sería muy seria, me temo. Del mismo modo que no me compensa tener hijos. Los tengo, les quiero, soy feliz así. No se me ocurre ponerlos en una balanza y ver qué aportan a mi vida para que esto valga la pena. Pero, incluso aunque los pusiera y el balance fuera negativo: esto es lo mío. Es mi vida. La he elegido yo. Con sus contras y sus pros. Por amor, en uso de mi libertad. Aquí ya no es un tema de compensación, sino de compromiso; de obligación, sí. Cómo duele hoy esa palabra. Cómo irrita a los oídos libertarios. Pero encierra una belleza enorme: la fidelidad. La gran virtud de Dios. La capacidad de ser fiel a una vocación, a una obligación contraída libremente, engrandece al alma que lo logra y da sentido al amor, magnificándolo. Es, precisamente, la falta de compensación, la que embellece el sentido de ese amor.
Y, sin embargo, en este mundo de hoy, el mensaje siempre va en la línea opuesta: el débil parece ser el fuerte, y el leal parece el pusilánime, el cobarde, el frustrado. El que cuantifica y elige el camino de la ganancia, del resultado, es el que no se reprime, porque hace lo que desea, incluso aunque no haga realmente lo que quiere. Así, las relaciones matrimoniales se convierten en una cuna de compensaciones, de medidas, en un foco de vigilancia dónde la medida del amor es el termómetro de la entrega y del cansancio. Y, entonces sí, es cuando nos encontramos con personas frustradas, porque no han encontrado lo que querían: seguir siendo yo mismo, y no perder mi identidad, en un matrimonio feliz. Pero, la Biblia lo dice clarito: “dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne”. Esta expresión implica la creación de una personalidad nueva. La muerte del yo. Por duro que suene, es lo único que permite una unión auténtica, intrínseca. Si queremos que nuestro matrimonio sean dos yos que viven juntos, entonces, deberemos preguntarnos en qué nos compensa. Pero el matrimonio cristiano es algo mucho más grande, mucho más pleno. En él no hay compensaciones, porque marido y mujer son una misma cosa: lo que compensa a uno compensa al otro, y el crecimiento de uno es también el del otro. No hay dos personalidades enfrentadas buscando beneficios y privilegios, hay una sola persona caminando en una dirección.
En el momento en que alguien te pregunta: ¿en qué te compensa tu matrimonio?, en ese momento te está pidiendo una renuncia a esa plenitud, a esa totalidad de la unión. Te está pidiendo un matrimonio triste. Inconscientemente, la pregunta pide que partas del planteamiento del que la hace, y que es desleal al concepto de unidad e indisolubilidad del matrimonio. Triste matrimonio el tuyo, si te tiene que compensar estar con tu marido. Yo no quiero un matrimonio que me compense, quiero un matrimonio feliz.