Hace unos días hablábamos de cómo San Agustín buscaba una armonía entre nuestra fe y el conocimiento científico-filosófico. De hecho, respecto a las afirmaciones de los filósofos griegos, decía que “no hemos de temerlas, sino reclamarlas como injustos poseedores y adaptarlas a nuestro uso”. Así, abogaba por aprovechar el conocimiento humano e integrarlo con la fe cristiana, aunque con prudencia, sin socavar el depósito de la fe.
Un tema muy interesante que trata San Agustín en el libro undécimo de su obra Las Confesiones es el tiempo. Aunque reconoce que existen el pasado, el presente y el futuro, desde el punto de vista de nuestra mente, considera que todo es presente: presente de cosas pasadas (la memoria), presente de cosas presentes (visión) y presente de cosas futuras (expectación). Asimismo, reconoce su limitación a la hora de entender el complejo concepto del tiempo:
¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente. Pero aquellos dos tiempos, pretérito y futuro, ¿cómo pueden ser, si el pretérito ya no es él y el futuro todavía no es? Y en cuanto al presente, si fuese siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad.
San Agustín contrasta el tiempo con la eternidad; son dos conceptos incompatibles. Si viviéramos en la eternidad, ya no tendría sentido el tiempo. Por eso resulta errónea la reflexión de algunos que dicen que en el más allá nos aburriremos en una vida infinita en el tiempo. Es algo parecido a pensar que nos aburriríamos de estar todo el rato a la misma temperatura en un mundo donde no existe la temperatura. Lo mismo pasa con el tiempo en la eternidad: no existe. Lo que debe preocuparnos es que esa eternidad la vivamos en compañía de Dios.
Pero San Agustín no se queda solo en la cuestión de la eternidad. Profundiza aún más y hace un aporte muy importante en el ámbito del diálogo ciencia-religión. Argumenta que el tiempo comienza cuando Dios crea el universo:
Siendo Tú el obrador de todos los tiempos, si existió algún tiempo antes de que hicieses el cielo y la tierra, ¿por qué se dice que cesabas de obrar? Porque Tú habías hecho el tiempo mismo; ni pudieron pasar los tiempos antes de que hicieses los tiempos. Pues si antes del cielo y de la tierra no existía ningún tiempo, ¿por qué se pregunta qué era lo que entonces hacías? Porque realmente no había tiempo donde no había entonces.
Esta perspectiva conecta sorprendentemente con el concepto de espacio-tiempo en el que se basa la física para explicar la expansión del universo desde sus orígenes. Si el tiempo es una variable fundamental de la física y, según Agustín, el tiempo comenzó con la creación, entonces la física se encuentra en sus límites cuando trata de explorar lo que precede al tiempo. Así, la reflexión de San Agustín ofrece una perspectiva sobre la temporalidad que sigue siendo relevante en el debate contemporáneo sobre la naturaleza del tiempo y el espacio.