Revisando, rompiendo y clasificando papeles me encuentro con un artículo que lleva por titular Los mártires de la Cruzada. La fecha es del 8 de febrero de 1985. Publicado en El Alcázar... conservo el recorte desde entonces: ¡hace 34 años! El artículo lleva la firma de ¡¡¡Francisco José Fernández de la Cigoña!!! Es Paco Pepe en estado puro. No tiene desperdicio. El artículo va ilustrado con la foto del beato Ricardo Plá que fue beatificado el 28 de octubre de 2007.
La prensa de hoy, miércoles 30 de enero, publica unas fotografías estremecedoras. En un ataúd, un esqueleto revestido de la casulla sacerdotal. La calavera fija enseguida la atención del lector en dúas en los que la tradicional imagen de la muerte es tan inusual en los periódicos. Porque a los hombres de hoy no les gusta el recuerdo de algo tan inevitable y tan sin sentido cuando no se cree en el más allá.
El diario madrileño que tengo a la vista, y de cuyo nombre prefiero no acordarme, hace amarillismo sobre el caso. Un joven sacerdote de 38 años “asesinado por los republicanos en Toledo el 30 de julio de 1936”. Por lo menos se reconoce el asesinato. Y también que “se trataba de una persona muy apreciada por su bondad y su valía intelectual”. Eso dice al menos el periódico nada sospechoso de simpatizar con los ideales del muerto. Asesinato, pues, gratuito y repugnante.
De este sacerdote acaba de abrirse el proceso de beatificación. Juan Pablo II ha puesto fin a aquella vergonzosa claudicación que tras el Concilio pretendió olvidar una de las gestas más gloriosas de la historia de la Iglesia Católica. Miles de mártires -¡se dice pronto, miles!-, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares, por puro odio a Dios y a la religión, en aquella segunda mitad trágica de 1936. Ni las persecuciones romanas conocieron algo parecido.
España llenó entonces el Cielo de santos. Y así como se habla de los innumerables mártires de Zaragoza, era incomprensible el silencio de la Iglesia universal sobre aquella hazaña de fe que escribieron con su sangre los innumerables mártires de la España de 1936. Y si el silencio de la Iglesia universal era incomprensible, el de la Iglesia española constituía una verdadera traición a Dios y a los santos. Desde aquella malhadada Asamblea Conjunta, que quiso pedir perdón porque la una Iglesia mártir no había sabido ser “ministro de reconciliación”, la Iglesia española ha vivido en este pecado. Porque quienes escupen la memoria de los mártires lo hacen también lo hacen también al rostro de Cristo crucificado.
Y así nos fue. Los años vergonzosos de nuestra Iglesia, desde los tiempos de Oppas -que hoy se llama Tarancón o Gabino-, nos ha tocado vivirlos como castigo de Dios al desprecio y al olvido de los mártires.
Pero por gracia divina y de Juan Pablo II, el silencio ha terminado y de todos los puntos de España están surgiendo hermosas historias de amor, de fidelidad y de muerte. De amor a Dios, evidentemente, pero también de amor -ante el asombro de muchos- a los mismos verdugos. La mano que bendecía a los asesinos en su supremo gesto de perdón del obispo de Cuenca es todo un símbolo. De santidad, de heroicidad cristiana. Y hubo majaderos que pretendieron negar que había sido verdadero ministro de reconciliación.
Las carmelitas de Guadalajara, las salesas de Madrid, este joven sacerdote valenciano asesinado en Toledo, los claretianos de Barbastro… El renacer de los mártires no fue, no podía serlo, la reaparición del odio. Eso sólo podían suponerlo mentecatos aunque fueran obispos. Es, en cambio, un soplo de aire fresco que tal vez pueda despertar a una sociedad que parecía dormir para siempre en el olvido de Dios y de lo noble, lo bello y lo bueno.
En el martirologio español de 1936, uno no sabe qué admirar más. Si a los ancianos sacerdotes o religiosas que marchaban al encuentro del Señor cantando himnos eucarísticos o a los jóvenes seminaristas, con toda una vida por delante, y que se les ofrecía a cambio de una blasfemia o de irse con una mujer. Ni una apostasía. Parece increíble pero, entre miles, ni una. La Iglesia de España no conoció los lapsos de Roma. Todos fueron héroes. Todos fueron santos.
Y volviendo al periódico que, pese a su intención, hoy miércoles 30 de enero, confirmó la fe de muchos católicos, una última consideración. El arzobispo de Valencia, Miguel Roca, no se había distinguido nunca entre los obispos que aman los católicos. Sin llegar a los extremos de un Tarancón, un Cirarda o un Díaz Merchán, estaba a años luz de don Marcelo o de monseñor Guerra. Era abúlico, pusilánime y en la duda se inclinaba hacia lo fácil. Que en estos años tristes de nuestra Iglesia era siempre lo malo, lo sucio, lo feo.
Pues bien, el no nombrado periódico nos le presenta inclinado sobre el ataúd en una actitud humanamente macabra pero trascendida de significado espiritual. El arzobispo de Valencia besaba, con unción religiosa, la calavera del sacerdote mártir.
Creo que en todo su pontificado, hasta hoy bien mediocre, en su sede valentina, nunca fue más grande monseñor Roca Cabanellas. ¿Se ha despertado su fe dormida o se ha convertido? ¿Es un milagro del sacerdote mártir? Ni lo sé, ni me importa. Hoy he amado al arzobispo de Valencia. Como padre, maestro y pastor. Hoy le sentido obispo. Hoy he rezado por él la vieja y olvida colecta et fámulos para que le guarde Dios de toda adversidad. Lo que ya me parece un milagro de Ricardo Pla Espí, sacerdote y mártir.