Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado.»
Queridos hermanos, estamos en el Domingo XXX del Tiempo Ordinario, y hoy la Iglesia nos presenta una serie de lecturas que nos hablan de la gran misericordia y amor de Dios, especialmente hacia los débiles, los que sufren, los que se sienten desprotegidos. En la primera lectura, del libro de Jeremías, Dios nos invita a “gritar de alegría por los débiles”. ¿Y quién es Dios en esta perspectiva? Es el Dios de los débiles, no de los fuertes ni de los poderosos. Él es el Dios de los pobres y de los que tienen el corazón humilde, y se dirige a ese pequeño “resto” de Israel que se siente abandonado y sin fuerzas.
El Señor promete: “Os congregaré de los confines de la tierra, y entre ellos habrá ciegos, cojos, mujeres embarazadas y también madres recientes; una gran multitud retorna”. Este mensaje refleja la ternura de Dios, quien se preocupa y acoge a quienes están más necesitados. No los olvida; al contrario, los guía “entre consuelos”, y los lleva a “torrentes de agua”. Esta imagen de los torrentes de agua es una metáfora de la vida que Dios nos ofrece. Él mismo promete ser un padre para Israel, cuidar a su pueblo y guiarlo a la esperanza y a la plenitud.
¿Acaso no es un motivo de alegría, hermanos? ¿Acaso no sentimos la fuerza y el amor de Dios al ver cómo nos busca, incluso cuando nos sentimos débiles? Él es el Buen Pastor que no quiere que nadie se pierda. Por eso, en respuesta a esta lectura, proclamamos con el Salmo 125: “El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres”. ¡El Señor ha hecho maravillas en nuestras vidas! Este canto de agradecimiento expresa cómo la esperanza de Dios transforma la vida: “Los que sembraron con lágrimas, cosechan entre cantares”. Esta es la promesa divina; aunque sembremos en momentos difíciles, en algún momento recogeremos fruto con alegría.
Hermanos, esta confianza en Dios es lo que el pueblo de Israel experimentó. Dice el salmo que “al ir, iban llorando, llevando la semilla, pero al volver, regresan cantando, trayendo las gavillas”. Así también nosotros, aunque hoy suframos, con fe podemos esperar una cosecha de alegría. El Señor transforma el llanto en gozo, y nuestra debilidad en fortaleza.
La segunda lectura, tomada de la carta a los Hebreos, nos muestra a Jesús como el Sumo Sacerdote que se ofrece a sí mismo en sacrificio. ¿Cuál es la misión de Jesús, de este sacerdote que intercede por nosotros? Su misión es presentarnos a nosotros, con nuestras debilidades y pecados, ante el Padre. Jesús es el intermediario perfecto porque Él mismo ha asumido nuestra condición humana, nuestras fragilidades, y se ofrece al Padre en nuestro nombre. Él se convierte en nuestro sacrificio, dando su vida para que nosotros tengamos vida.
Esta misión de Jesús como Sumo Sacerdote nos muestra hasta qué punto Dios se ha comprometido con nosotros, cómo ha querido salvarnos y acompañarnos en nuestras pruebas y sufrimientos. Él nos ofrece al Padre con amor y nos invita a seguirlo, a cargar nuestras cruces y a poner toda nuestra confianza en Él, sabiendo que su sacrificio es nuestra redención.
Finalmente, el Evangelio de San Marcos nos presenta el encuentro de Jesús con un ciego llamado Bartimeo, que está al borde del camino mientras Jesús pasa. Bartimeo, al enterarse de que Jesús está cerca, empieza a gritar: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”. Los discípulos y las personas que estaban allí intentan callarlo, diciéndole que no moleste, pero Bartimeo insiste, gritando aún más fuerte.
Este ciego no se rinde, no se deja intimidar por los que le dicen que se calle. Al contrario, con cada intento de callarlo, su clamor es más fuerte. Jesús, al escucharlo, se detiene y pide que lo llamen. Es entonces cuando Bartimeo deja su manto y da un salto hacia Jesús, símbolo de su fe y de su deseo profundo de ser curado.
Este salto de Bartimeo tiene un significado profundo: es un salto de fe, un acto de confianza total en Jesús. Abandona su manto, que simboliza su vida anterior, sus cargas, y se lanza hacia la vida nueva que Jesús le ofrece. Cuando llega ante el Señor, Jesús le pregunta: “¿Qué quieres que haga por ti?”. Bartimeo responde: “Maestro, que vea”. Jesús, reconociendo su fe, le dice: “Tu fe te ha salvado”, y en ese mismo momento recupera la vista.
Hermanos, esta escena es una invitación para cada uno de nosotros. También nosotros, muchas veces, nos encontramos ciegos por nuestros pecados, nuestras dudas, nuestras heridas. Sin embargo, Jesús pasa por nuestro camino, y nosotros, como Bartimeo, debemos clamar con confianza: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”. No importa cuántas veces intenten callarnos, debemos insistir, debemos acercarnos a Él, dando ese salto de fe que significa dejar atrás nuestras viejas costumbres, nuestras ataduras, para recibir la nueva vida que Él nos ofrece.
El Señor quiere que, así como Bartimeo, seamos capaces de abandonarnos en sus manos y dejarnos transformar. Él quiere que, con fe, demos el paso hacia Él y le pidamos que sane nuestra ceguera, nuestras incomprensiones y el sinsentido que a veces sentimos en la vida.
Este domingo, hermanos, es un día de milagros. Es el día en que Jesús nos invita a recibir su gracia, su amor y su sanación. Dejemos que el Señor obre en nosotros, que nos devuelva la vista para ver con claridad el camino hacia el Padre, para encontrar el sentido de nuestra vida en Él y para seguirlo con todo nuestro corazón.
Que la bendición de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre todos vosotros. Y, por favor, no olviden rezar por mí. Muchas gracias.
Mons. José Luis del Palacio
Obispo E. del Callao