“En una época tan tecnológica como la nuestra, tan abundante de hechos y tan escasa de poesía, el niño superinformado puede terminar con la cabeza atiborrada de conocimientos, pero con el corazón vacío de sabiduría verdadera”.
No es la cita de un filósofo célebre ni de algún gran político; es un extracto del libro Relato de una madre, título cuyo atractivo es inversamente proporcional a la magnífica calidad des sus páginas.
Esta madre de diez hijos, inglesa, fue la portavoz de la lucha en Inglaterra contra las primeras políticas de intervencionismo estatal para corromper sexualmente a los menores, entre las que se incluía el aborto, la contaminación informativa sexual o el reparto de la píldora a menores sin conocimiento de sus padres. Es un tema interesantísimo, de plena actualidad en España y que habría que tratar a fondo, para no dejar entrar en nuestras casas a los intrusivos creadores de la ideología de género. Pero hoy, me apetece centrarme en ese hermoso párrafo que da para una sesión entera acerca de cómo educar a nuestros hijos.
Solo quiero aquí darle la razón a Victoria Gillick. Recordarnos, a los padres y madres de hoy, que nuestros hijos no necesitan llenarse la cabeza de contenido, que también, hasta cierto punto, sino aprender a usar de lleno las capacidades del alma, esas que nos diferencian de los animales y que nos permiten alcanzar una felicidad mucho mayor que la que implica cubrir las necesidades básicas: la capacidad de disfrutar, de sentir, de relajarse, de meditar, de saborear, de observar, de contemplar, de admirar, de alabar...
Este texto, escrito hace casi cincuenta años, no ha perdido hoy ni un ápice de su sentido. Al contrario, probablemente tenga más impacto ahora que el hombre pleno ha sido abducido por las pantallas y que muchos padres han perdido la capacidad de mirar a sus hijos a los ojos o de mirarse entre sí.
“Mientras haya unos ojos que reflejen/ los ojos que los miran (...)/ habrá poesía”, escribió el gran poeta romántico de nuestra lengua. Nunca habría podido Bécquer imaginar que esa mirada reflexiva pudiera llegar a estar en peligro de extinción.
Tenemos que enseñar a nuestros hijos a gozar con el alma, no solo con el cuerpo o la inteligencia. Tenemos que permitirles correr debajo de la lluvia, envolverse entre ramas en la naturaleza, tirarse en el campo boca arriba a contemplar las estrellas en medio de la noche. Tenemos que enseñarles a parar, a levantar la mirada, a contemplar la hermosura del movimiento de las nubes. Tenemos que animarles a afrontar el frío del invierno con las mejillas levantadas y enseñarles a disfrutar del roce de los rayos del sol en nuestro cuerpo. Tenemos que dejarles mezclarse con la arena en la playa o en las montañas y confundirse con ella. Tenemos que ayudarles a suspenderse en el agua, cerrar los ojos, y disfrutar de ese sobrecogedor silencio que se siente al sumergir los oídos en el mar. Tenemos que mostrarles cómo contemplar la grandeza de la naturaleza que nos señala a Dios en cada una de sus pequeñas maravillas. Tenemos que inspirarles para que observen con placer el valle que se hace hueco entre dos enormes montañas y el río que lo atraviesa. Tenemos que enseñarles a levantar la cabeza y mirar hacia el horizonte, hacia esa linea delicada que separa el Cielo del mar. Tenemos que mostrarles la grandeza del Cielo, del universo y ayudarles a redirigir la mirada, a llevarla lo más lejos posible, hasta el infinito. Y a necesitar poco. Y a disfrutar mucho. Y a amar más. Y a descubrir el valor de una amistad, de una risa, de un hermano en el que se apoyan, de una conversación, de una llorera, incluso, de un baile, de un amor. Y a sentir con los otros, y a sentir por los otros. Y a servir, y a trabajar con alegría. Y a valorar cada minuto de sus vidas y toda la belleza que hay en ellas.
Y tenemos, sobretodo, que hacerlo con ellos. Tenemos que contemplar, los “perfumes y armonías” que, decía Bécquer, el aire lleva en su regazo. Tenemos que aprender a sonreír con el alma. A jugar. A parar. A disfrutar. A sentir el placer de sentarnos y charlar. A no hacerles esperar para esos momentos porque siempre hay algo más urgente. (Y todo eso es difícil hacerlo mientras se contesta un whatsapp o se cuelga una foto en instagram).
Hay que recoger, hay que ordenar, hay que aprender, hay que estudiar, hay que trabajar. Pero también hay que parar. Hay que mirar a la estantería desde la barrera y ser capaces de decirle: ahí te quedas, desordenada, que hoy estoy jugando al lince. O silenciar el móvil, meterlo en un cajón, y desafiarle a encontrar, en ese rato, algo más interesante que un paseo en bicicleta.
Tenemos que aprender a empantanarnos. A meternos en esto hasta el fondo. A no quedarnos a medias. A no dejar que la vida pase sin más. A no ser de esos que te dicen: “disfrútalos, ¡que pasa muy rápido!”. Pasará, pero pasará despacio, muy despacio. Eso sí, solo si aprendemos a priorizar: a tener presente que, lo más importante, a pesar de ser lo menos urgente, es, como recuerda Gillick, la poesía.