Los últimos días del mes de julio han sido sofocantes hasta el extremo. En Calahorra y los pueblos de su contorno rondan los 40 ºC; esto en La Rioja es demasiado. No estamos acostumbrados a tanto calor, pero pasan los días y al fin respiramos, sopla el viento y llega el fresco. Esas jornadas tórridas, asfixiantes y abrasadoras me hacen ir a otro mes de julio, a otro año, a otras circunstancias. Vámonos a los días finales del mes de julio de 1936. España arde en llamas, no sólo por el elevado calor en los termómetros, sino también y sobre todo por el fuego que devora muchos lugares donde se da culto al Rey de reyes. Todo es muy distinto entonces y ahora, pero el calor desmedido es el punto de unión.
Hace mucho calor porque la temperatura es muy elevada, porque el fuego toma muchas poblaciones y también porque algunos hermanos nuestros, llenos del fuego del amor de Dios, son asesinados por vivir de un modo concreto, por ser religiosos, por decir que creen en Dios y a Él dedican su vida. Es la pura verdad que no se puede ni ocultar ni olvidar ni tergiversar.
Y como estamos hablando de Calahorra vamos a recordar a algunos de ellos que nacen a este mundo en esta comarca riojana, pero nacen a la vida eterna en otros lugares lejanos de sus pueblos natales y donde ahora, en la mayor parte de los casos, reposan sus cuerpos, sus restos, sus reliquias. ¡Son beatos mártires riojanos! Vamos a recordar a Ramón de la Virgen del Carmen, carmelita descalzo de Calahorra, mártir en Toledo, a Germán de Jesús y María, pasionista de Cornago, mártir en Madrid, a Julián Benigno Moreno, agustino recoleto de Alfaro, mártir en Motril, a Tirso Manrique Melero, dominico de Alfaro, mártir en Calanda. A estos cuatro añado a otros dos que tienen la misma vocación de derramar su sangre por amor a Cristo pero ya en los primeros días de agosto: Leoncio Pérez Ramos, claretiano de Muro de Aguas, mártir en Barbastro y Manuel Moreno, dominico de Rincón de Soto, mártir en Madrid.
Todos ellos sufren los calores del estío aragonés, manchego o andaluz en sus conventos, más tarde se suma el incendio de muchos conventos por media España hasta llegar el momento decisivo: el martirio. A ese calor natural que de por sí ya cuesta soportar en estas fechas del calendario, más aún si se viste como en su caso el hábito religioso, hay que añadir los días que algunos de ellos viven en cárceles sin apenas higiene y mínima ventilación esperando que llegue el día y la hora de ver cara a cara a su Amado, al Rey, al Salvador. Alguno no experimenta el calor nauseabundo de salones donde son encerrados sin poder salir, sino que habita en sótanos donde algunos amigos íntimos, asumiendo con heroicidad el peligro de acabar como ellos, les han escondido en sus propias casas para evitar el trágico final. Pero una mirada indiscreta por las noches, un comentario que sale del ámbito familiar y termina en otros oídos da paso al registro de casas hasta encontrar lo que se busca: hombres de Dios.
Hay que fusionar esa doble fuente de calor: la propia de la estación veraniega y la de vivir durante los últimos días de su existencia en lugares cerrados, sin mucho aire fresco. Además saben que todavía queda otra fuente que es la definitiva, la que sale de las armas de fuego que terminan con sus vidas y dejan sus cuerpos ensangrentados por calles y plazas hasta que son enterrados.
A ese fuego tenemos que llegar para darnos cuenta que no es como los otros dos. Es muy distinto, totalmente diferente, nada que ver ni sentir. Es un momento, no es una semana o diez días de espera, no. ¡Son segundos donde la vida cambia para siempre! Se deja este mundo para ser acogidos en las puertas del Paraíso donde les espera el Rey de los Mártires en compañía de la Reina de los Mártires. Lo saben, lo han leído, lo han rezado, lo han hablado, ¡y ahora lo viven! ¿Cuántas vidas de mártires habrían leído estos hermanos nuestros sobre todo en su tiempo de formación religiosa? ¿Cuántas veces han celebrado la misa y rezado el oficio de lecturas de Santa Águeda, San Lorenzo, Santa Cecilia o San Cipriano? ¿Cuántas veces han intuido y hablado en voz alta que podían acabar como estos primeros cristianos de Roma?
¡Vamos más adelante!, vamos a las calles y plazas que son testigos mudos de lo que va a suceder, o vamos a unirnos a aquellos que ven la escena final o los que acuden a recoger lo que pueden una vez martirizados. ¡Vamos a dar un paso en nuestra vida interior! Vamos a dejar de lado muchas historias de ficción y vamos a leer la historia de España para darnos cuenta que Dios siempre está con nosotros y nos muestra el camino para ir al cielo. Hay muchos caminos y muy diversos, entre ellos encontramos algunos que son así de cruentos. ¡No es el único camino, pero es uno de ellos!
Las casas, no todas, siguen en pie, de los que fueron testigos directos muy pocos pueden quedar aún con vida. Ahora nosotros recogemos esa herencia impresionante gracias al testimonio de ellos, de los que lo han contado después de verlo, o lo que es mucho más conmovedor cuando uno tiene la dicha de poder vivirlo: ¡escuchar de viva voz lo que la sangre viva pone en boca de los familiares de aquellos que ahora interceden por nosotros desde el cielo! Sentimientos que se transmiten de generación en generación para dejar claro que este mundo pasa y que allí, en el cielo, nos esperan, nos cuidan y nos alegran siempre cada jornada, sobre todo el día de su aniversario de entrada en la patria celestial si de verdad los recordamos con el corazón, nos unimos a ellos en la oración y celebramos la eucaristía ese día concreto que ellos viven con toda intensidad y que ahora nosotros podemos y debemos conmemorar.
Cada año cuando llega el 23, 25, 29 y 31 de julio y el 2 y 5 de agosto ¡tenemos que dar gracias todos unidos aunque haga muchísimo calor!, como el pasado 31 de julio en Calahorra, que a pesar de ello unos pocos, menos de una docena, nos reunimos en el Santuario del Carmen para hacer memoria y honrar en la fecha de su martirio al beato Ramón de la Virgen del Carmen. Hacía excesivo calor, una tarde como pocas he vivido, pero en esa tarde me acordaba de otros días, aquellos del año 1936, cuando no sólo agobiaba el calor, sino que había edificios en llamas y sobre todo se propagaba un calor muy especial que aquellos que hoy recordamos recibían, sufrían y ofrecían para bien de todos. Un calor singular, el ardor de una bala que en un instante consuma la ofrenda de amor plena y hace posible el gran milagro, el que todo esto se vive en amor y por amor; un amor que va más allá del calor del mes de julio, del calor de las calles, del calor de una guerra entre hermanos: el amor que asciende hasta el infinito, se difunde por toda la humanidad y se perpetúa durante la eternidad cuando lo que arde es el corazón.