Nos has dado pan del cielo, Señor, que brinda toda delicia y sacia todos los gustos (Sal 17,20).

El salmista expresa en este versículo una experiencia, la vivencia que han tenido en su camino por el desierto hacia la tierra prometida. Este hecho, el que Dios alimentara a su pueblo, era una profecía de lo que había de ocurrir.

En el momento de la comunión, estas palabras del salmista cumplen una función distinta o en distinto grado según sea la situación de madurez espiritual de quien se acerque a comulgar. Pueden seguir siendo una promesa. Dios mismo me va a alimentar con el pan celeste que me brindará toda delicia y saciará todos mis gustos y los de todos. Pero también es una interrogación. El salmo nos narra una experiencia, el pueblo de Israel, al comer el maná, ha constatado que era así. La gran cuestión es si el pan eucarístico realmente es para mí un deleite y sacia todos mis gustos.

Si realmente esto fuera así, ¿por qué buscamos gustos en otras cosas? ¿Por qué mi atención se deleita con mil pensamientos e imágenes? ¿Por qué busco que mi vida quede llena por otros sitios? Esto puede llevarnos a pensar si es el Señor el que me da ese pan, si le dejo que me lo dé, o, en algún grado, lo vivo como una conquista; si sigo creyendo aún, por muy inconscientemente que sea, que la iniciativa está en mí. Y también a preguntarme si es realmente al pan del cielo al que me abro o mi expectativa va por otro lugar.

Seguramente me autoconvenzo de que voy a comulgar a Cristo y de que es Dios mismo quien me da ese pan; los conceptos seguramente los tendré claros; quizás me espolee para que ese sea mi deseo. Pero la antífona de este domingo tal vez me hable de mi fracaso. Todo eso es verdad, pero es algo muy superficial, mi corazón se sigue agarrando a otras muchas cosas y, por eso, no quedo saciado y sigo buscando en otros sitios.

Y la antífona se puede convertir de nuevo para mí en una promesa. Eso puede llegar a ser verdad en tu vida. Y eso debería de despertar en mí el deseo de comulgar desde el centro de mi mismo. Ese pan celeste me alimenta para hacer el camino a ahí, de la superficie, de lo externo, a la morada central del castillo. Pero, con ese manjar que me da fuerzas para caminar, tengo que hacerlo, tengo que emprender la marcha hacia lo más entrañado de mi interior y dejar de dar vueltas en la superficie. Por muchas fuerzas que me dé para andar, el alimento no lo va a hacer por mí.

Ahí, en el centro de mí, en el centro de mi humildad, el pan celeste que el Señor me da brinda todo deleite y sacia todos los gustos, no como una suma de ellos, no como yuxtaposición de fragmentos, sino como Aquel que da la unidad a todo y lleva a su plenitud todo. En ese centro, mi gusto no está divido ni sometido por mil solicitudes y, entonces, unificado en Aquél que me sacia, todo, hasta el sufrimiento más hondo, es deleitoso en el deleite del pan del cielo. En la unidad de su fruición, todo cobra un nuevo gusto y todo resulta sabroso. Todo deseo es pacificado y el deseo del cielo crece a la par que crece el sosiego. Saciando da deseo, pero no insatisfacción, pues el deseo de los bienes eternos es nuevo deleite que mueve siempre a más, a más cielo.