El maestro Figueredo tocaba el arpa de maravilla. En el llano de Colombia no se celebraba fiesta alguna, sin que él y su arpa acudiesen. Él iba encima de una mula y sobre otra mula llevaba su gran arpa. Un día se dirigían a un pueblo para alegrar con su música, un casamiento.
Unos ladrones le asaltaron, hiriéndole de gravedad. El día siguiente, una persona, que pasaba por allí, vio un hombre tumbado en el camino. Se acercó y vio que estaba mal herido, más muerto que vivo. Le auxilió como pudo. Entonces, el músico, con un hilo de voz, dijo al buen samaritano:
- «Se han llevado las mulas. También se han llevado el arpa…» Siguió un silencio. Tomando aliento, primero… sonrió y después… se echó a reír. Con voz audible, dijo:
- «Pero, lo que no se han llevado, lo que no han podido robarme… ¡es mi música!»
-Nadie podrá robarnos nuestra buena música: el bien hecho, las virtudes adquiridas, el don de la fe y del amor.
-Nadie podrá quitarnos la esperanza, ni el haber cumplido y aceptado la voluntad de Dios.
-Nadie podrá robarnos el “gran tesoro” de nuestra “espiritualidad cristiana”, que tiene la “capacidad” -en momentos cruciales de la vida- de darnos la paz interior y hacernos primero sonreír y después reír.
¿Sabría Figueredo que la bella imagen imponente del Cristo Crucificado que hay en la capilla del Castillo de Javier… sonríe? ¡La mejor música!