Creo que llevo un año sin tocar el teclado del ordenador. Así que me siento ante él simplemente, para recuperar la confianza que antaño nos unió. En cuántas cosas he pensado durante estos meses. Cuántos temas han surgido en mi cabeza mientras me decía: “este podría ser un buen asunto para escribir”. Cuántas historietas he vivido que hacían bailar en mi cabeza frases como: “aquí habría salsa para un buen artículo”. Cuántos libros he leído deteniéndome en alguna frase para formular mentalmente el inicio de un pensamiento escrito… pero finalmente, life happens. Unas veces me pilla el toro; otras me pongo a leer y, cuando voy a pasar de página viene un hijo y me interrumpe para algo tan importante como deshacer el enredo de su comba de saltar; casi todas, el día a día es tan intenso que cuando llega el momento de coger el ordenador que me está poniendo ojitos le miro con sonrisa socarrona y le susurro, incluyendo palmadita simbólica: “mañana ya, si eso, campeón, te hago un rato de caso”.
Tengo una amiga que dice que las mañanas hasta que llega al cole a dejar niños son tan intensas que valen por una jornada laboral entera. Yo le echo todavía más cara al asunto: la jornada de una madre, sea cuál sea su ocupación a lo largo de la misma, computa por tres.
La primera, desde que se levanta, hasta que los niños salen por la puerta de la casa/coche para llegar al colegio:
“Vístete, ponte los zapatos, ven que te peino, recoge tu taza, te olvidas de hacerte la cama…”
“Mamá, me duele la garganta, no encuentro mis zapatos, ¡me quiero duchar!, ¡Pablo me ha pegado!, tengo que llevar al cole una notita de que me he portado bien, ¿me das agua?…”
La siguiente sería la de cualquier persona adulta libre de las llamadas cargas familiares (lo cierto es que así planteado el que está libre de las mismas debería ser el más afortunado, o el que mejor se lo monta…); pero con un añadido: haz todo lo que puedas ahora, porque a partir de las cinco, lo que se te haya quedado en el tintero será para la cuarta jornada, si la hubiere: las horas extra; es decir, sacrificando horas de sueño/descanso.
Finalmente, nos queda el tercer intensivo: desde que los niños salen por la puerta del colegio hasta que en casa solo se oye alguna tos otoñal como ruido de fondo. Esta sesión ya es de campeonato: si la superas sin pegar un solo grito te llevas el trofeo de madre modelo o mujer coraje, en el mejor de los casos, aunque no sé quién se va a molestar en dártelo; quizás, simplemente, viene el gracioso del cuarto y te pregunta dónde te compras la marihuana. Esta última -salvo imprevistos- jornada es inclemente por naturaleza: tú, después de tus dos jornadas anteriores, estás para el arrastre, literalmente; y los niños, entre cansancio y emociones contenidas o pendientes de gestionar, se han convertido en pequeñas criaturillas difíciles de dominar (creo que aquí más de una madre podría acusarme de falta de precisión en la descripción, de haberme quedado corta o haber sido poco concreta; le doy la razón: no sabéis la de calificativos que he borrado antes de dejar esa suave palabreja… pero podréis imaginar que tampoco quiero cebarme con los pobres angelitos).
Estas últimas horas de la jornada -de los niños- son devastadoras, no solo a nivel físico: sube al coche, baja del coche, sal un rato a la calle a que desfoguen, vuelve a entrar, prepara cenas, quítale a este el juguete para que se duche porque no hace ni caso, coge al pequeño en brazos, lávalo enterito, ponle el pijama, ¡sujétale que se larga con el pañal a medio poner!, vuelve a tumbarle para acabar lo que has empezado, pon cenas (si te ayudan los niños, mejor, que son ellos los que van a comérselo todo porque tú al fin y al cabo igual ni pruebas bocado porque estás a dieta y te conformas con una maravillosa y apetecible manzana…).
Pues, como digo, eso no es todo. Hay también un factor psicológico que es todavía más intenso: peléate con el pequeño que no quiere irse a casa porque quiere quedarse en el parque hasta que anochezca y vuelva a ser de día, camélatelos para los baños, estate bien atenta, no vaya a ser que alguno te quiera contar algo y te encuentre absorta pensando en que se quema la sopa pero no puedes ir a apagarla porque el pequeño se acaba de hacer pis en medio del pasillo mientras se daba a la fuga para no meterse en la bañera, convénceles de que se coman todo lo que hay en el plato, que es importante para el crecimiento, el fortalecimiento de los músculos y bla, bla, bla…, pon cara de bruja unas cincuenta veces hasta que las mayores se pongan a hacer los deberes y, para no herir su autoestima, acuérdate de que debes centrarte en el refuerzo positivo y centrarte más en lo que hacen bien que en sus meteduras de pata; y, mientras tanto, puedes ir pensando mentalmente un castigo que de verdad le funcione al hijo que se pasa las tardes dando guantazos a diestro y siniestro porque está aburrido, estresado o vete tú a saber. Acuéstales con cariño, ¡vamos! no lo estropees ahora que solo te quedan quince minutos… has aguantado bien toda la tarde… “vete-a-la-camaaaaaaaaaaaaa!!!!!!!!”. “Mamá, solo te quería decir que se me acaba de caer el diente…”. Angustia máxima. “¿Y cómo aviso yo ahora al Ratoncito Pérez…?”. Si eres lo suficientemente rápida harás la pregunta en voz alta y escribiréis una nota (diez minutos más…) para decirle al dichoso ratón que no pasa nada si trae el regalo al día siguiente. Si no, la nota igual la escribe el ratón diciendo que ha ido de bólido y que necesita los encargos al menos con un par de horas de antelación. Al final, cuando todos duermen, haces balance de algunas cosas que te han pasado por delante sin tiempo para observarlas y apuntas notas mentales para el día siguiente: “tendré que decirle a Susi que ha puesto preciosa la mesa, que no se lo he valorado cuando lo hacía; y contarle a Jose para que sirve el brócoli, que me lo ha preguntado tres veces mientras yo le decía a Cata que era precioso su dibujo…”.
Todo esto, en la mente de una madre, sería el equivalente físico a una montaña rusa mezclada con un cóctel molotov, una noche de juerga con unas cinco copas de acompañamiento, correr dos veces la San Silvestre y participar en un concurso de Master Chef incluyendo las cariñosas valoraciones del jurado. ¡¡¡Y solo en un día!!! Una vez leí en un artículo que las madres vivimos en un estado del cerebro semejante al de los soldados en zonas bélicas: constante hipervigilancia. Incluso cuando duermes. Por lo que, para más inri, la calidad de tu sueño es inferior a la de una persona adulta de tu misma edad con una décima parte de consumo de energía. Y eso contando con que duermes toda la noche...
Después de toda esta disertación pseudo filosófica (filosofía de la barata, eso sí…), solo puedo llegar a una conclusión: somos la bomba. (O, como cantan mis hijas en el cole, “somos la leche… con cola cao…”). Da igual la expresión. Lo que hacemos es insuperable, impagable y heroico. Pero lo es, sobretodo, por una razón: porque, gracias a todo esto, somos felices. No a pesar de todo, sino precisamente por esto. Eso solo tiene un nombre: ¡milagro! Pues eso somos: un milagro. Gracias, Dios.
PD: me vais a perdonar si se me ha ido un poco la olla. Me ha salido así, espontáneo. Espero que os guste, ¡madres milagro!
PD2: así que no vayáis pidiendo perdón por coger una salus para que atienda a vuestro bebé por las noches, o por pedir ayuda a vuestros padres cada dos por tres, o por llorar de vez en cuando de puro cansancio secandóos las lágrimas prudentemente para no hacer un drama, o por pegar tres gritos cuando le dices cinco veces al niño que se abroche el cinturón en el coche y no le da la gana, o por largaros de vez en cuando a la pelu a sentaros a no hacer nada o, como mucho, a hojear una revista frívola, o por soñar algunas veces con que llegue el fin de semana para largaros al bar de enfrente a tomar una coca cola. Recordad que vuestra jornada es tan agotadora que podríais dormir tres siestas entre medias y seguir agotadas. Así que a caminar con la cabeza bien alta.