Uno siempre parte del famoso: "Sin Mí no podéis hacer nada", porque le parece tan divino como humano, tan elevado como de puro sentido común.
Si, como dice San Pablo, "en Dios vivimos, nos movemos y existimos", lo que sigue racionalmente a esto es que sin Él no podemos nada: no podemos respirar, digerir, gustar, hablar, oír... Vivir en una palabra.
Y también sigue que nuestra radical indigencia e impotencia –"Yo soy el Todo y tú eres nada", le dijo el Señor a una santa– nos impide cualquier progreso hacia la santidad. Ser santos es, pues, imposible para nuestra naturaleza humana, débil y caída.
Sin embargo, las llamadas de Jesucristo a "entrar por la puerta estrecha", "a arrebatar con violencia el Reino de los Cielos", a hacer "fructificar los talentos recibidos"... Todo eso, si lo pide, es porque nos lo puede dar y quiere darlo. En abundancia: "una medida colmada, remecida, rebosante"; "ni el ojo vio, ni el oído oyó, lo que Dios tiene preparado para los que le aman". Amar a Dios es ser santo. Punto. No hay más.
Y amar a Dios solo es posible con Su ayuda. Amarle como Él quiere ser amado, claro. ¿Cómo quiere ser amado? Como Él nos amó a nosotros: dando la vida por sus amigos. Dándose hasta el final. "Dándolo todo", como dicen los comentaristas deportivos sin valorar la amorosa profundidad de la frase.
De modo que solo tenemos que pedir para que se nos dé, llamar para se nos abra y buscar para hallar. Todo esto solo podemos hacerlo impulsados por el Espíritu Santo, por su Gracia, por sus dones. Hay que suplicarle que nos los envíe.
Tenemos que suplicar que nos ayude a suplicar.
Todo hay que pedírselo al buen Dios: todo es todo.
Desde el pan de cada día a la oración de cada día. "Sin Mí no podéis hacer nada".
¡Lo olvidamos con tanta frecuencia!
Y, claro, vienen las frustraciones, las depresiones, los agobios y las angustias cuando comprobamos, una y mil veces, que nuestra fuerza de voluntad es tan débil como el papel de fumar, hoy tan de moda.
Vayamos a lo concreto. Todos tenemos un punto débil y oscuro. Lo demuestra el hecho de que nos confesamos siempre de lo mismo durante años. Los sacerdotes pueden dar fe de lo que digo.
Siempre lo mismo. Y siempre, la enésima caída. El propósito de enmienda que, si existe, no se cumple. ¿Por qué? Porque no dejamos que Dios sea Dios y actúe como, cuando y donde le plazca. Él sabe lo que nos conviene y si permite que caigamos una y otra vez en eso que conocemos tan bien y tanto nos humilla cada noche, lo más probable es que esté limpiando el polvo de nuestra alma con la cola de su gato –el demonio– para que recibamos dones mayores y mejores.
Ese vicio no superado, reconocido y confesado una y otra vez, tiene en sí mismo –si lo reconocemos como tal vicio y no tergiversamos la verdad– la valiosa función de dotarnos de humildad: solo humillándonos seremos humildes, dijo el Papa Francisco no hace mucho tiempo.
La solución no es, desde luego, rendirse o abandonar. Ni mucho menos desesperar de la misericordia De Dios. No. Sin arañarse, sin fustigarse –señales de orgullo herido–, sin deprimirse ni angustiarse –señal de soberbia herida–, uno debe reconocer el pecado recurrente y confesarlo: cada día, cada semana, cada mes o cada dos horas, cuando y cuanto haga falta.
Y esperar en el buen Dios que permite esa humillación (esa "espina de Satán en mi carne", de la que se queja el propio San Pablo) para que, cuando nos libere, se muestre Su Grandeza y NO LA NUESTRA.
Cuando la gente que nos rodea nos vea cambiados a mejor, tendrán que alabar a Dios, no a nosotros. Y nosotros sabremos que ha sido el buen Dios quien ha obrado, no nuestra fuerza de voluntad.
¿Para qué se necesita la fuerza de voluntad? Para suplicar, para pedir, para orar sin cesar, sabiendo que, si no lo hacemos, caeremos irremisiblemente. Orar sin cesar. No hacer nada sin invocar al Espíritu, nada, recuerden: no podemos hacer nada BIEN sin la ayuda de Dios.
Aceptemos, pues, con paz las humillaciones del pecado constante y repetido. Dios nos cepilla y eso duele, pero lo hace porque nos quiere limpios. Aceptemos también que este cepillado dure lo que Dios quiera, si años, años; si décadas, décadas; y pensemos que la santidad consiste, por lo general, en un perpetuo suplicar salir de nosotros mismos para poder vivir la caridad, el amor al prójimo. La caridad es el don –regalo, gracia– más excelso de todos los dones. Es lo que debemos suplicar en toda hora, con cánticos inspirados, con himnos, con lágrimas, con gemidos, con palabras o sin ellas, con miradas o con los ojos cerrados, con gritos o con silencios.
Solo descansando en paz en Dios, EN EL MOMENTO PRESENTE, en cada sucesivo momento presente, se nos dará la gracia que necesitamos: ni la de ayer ni la de mañana, la de ahora mismo.
Apoyen la cabeza en el pecho de Jesús, con la imaginación, y no se preocupen de nada: abandónense, Él se ocupa de todo. "Señor, ocúpate tú de ello, de ese pecado, de esa enfermedad, de ese trabajo, de ese hijo o de aquella vecina que enviudó... Tú puedes todo. Yo, nada".
Amén.