A todos nos han pasado cosas terribles alguna vez, tan duras que nos dejan sin respiración y nos hacen preguntarnos “Pero ¿cómo es posible que el mundo no se pare?”.
Durante el último adviento a mí me pasó una de esas cosas y llegué a sentirme tan mal, tan impotente, tan incrédula… que me pregunté eso mismo, ¿cómo es posible que el mundo no se pare?
Las cosas que llamamos “malas” nunca vienen de 1 en 1 sino en racimo, como las cerezas. Pero entre ellas, o mejor dicho, a pesar de ellas pueden surgir cosas buenas inesperadamente. Y en este caso también han brotado flores preciosas en medio del erial.
Pero cuando me encontraba más hundida y dolorida estábamos esperando el nacimiento del Niño Jesús y yo no pude concentrarme apenas en eso. Me tocaba preparar la cena de Nochebuena y fue un desastre, ni bandejas bonitas ni entrantes especiales…: no tenía cabeza ni ganas. Pero mi familia es estupenda y nadie protestó, es más, me ayudaron en todo lo que pudieron y supieron.
Los días pasaban y yo seguía fatal pero recibiendo el cariño y el apoyo de personas reencontradas a raíz del suceso. Y whatasppeando con una de ellas me di cuenta de que no me apetecía nada estar de fiesta por mucha Navidad que fuera.
No tenía ni media gana de cenas, comidas, regalos ni reuniones… Lo que de verdad quería era esconderme en el portal de Belén donde nadie me viera y desde donde yo pudiera verlo todo: al Niño Jesús dormidito, a sus padres cuidando de Él, a los pastores llevándole cosas, a los Reyes Magos adorándole… Pero sobre todo anhelaba el silencio y la contemplación, estar a solas con mi Señor y vaciar mi corazón.
Como no podía hacer pararse al mundo quería pararme yo y tratar de asimilar todo lo que me estaba sucediendo. Porque el sol se ocultó el día D y salió al día siguiente, y al otro, y al otro… y la vida seguía a pesar de estar yo rota por dentro y muy cansada… Pero claro, ¿quién soy yo para que el mundo se pare por mí? ¿Quién eres tú para que el mundo se pare por ti?
El caso es que a ratitos sí pude tener momentos de contemplación ante el belén y como no soy ni una santa ni una mística, sino una madre y esposa normal y corriente, lo que me venía a la cabeza era: ¡qué bonito es el Niño Jesús! Ojalá siempre fuera Navidad, ojalá siempre fuera un bebé al que achuchar y al que mirar embobada. Y de ese pensamiento pasaba a este otro: ojalá nuestros hijos siempre fueran pequeños, ojalá no crecieran nunca, ojalá siempre pudiéramos protegerlos de todo dolor, ojalá siempre fueran tan inocentes, tan limpios como ahora que son pequeños…
Porque parte de la tragedia es que al crecer podemos estropearnos, podemos convertirnos en personas malas o equivocadas que, por lo que sea, acabemos haciendo daño a otros. ¡Y eso es terrible!
Cuando veo un documental sobre investigación criminal, que me encantan, me sorprende muchísimo ver alguna foto del malo en cuestión cuando era niño, sonriendo, soplando las velas de la tarta de cumpleaños o jugando con su perro. ¿Cómo es posible que ese niño tan niño se haya convertido en un criminal?
Vale, este ejemplo es ciertamente extremo pero ilustrativo. ¿Cómo es posible que naciendo todos inocentes, algunos acaben haciendo daño a otros? Bueno, es la pregunta del millón.
Pero ahora que han pasado varias semanas desde el día D y las cosas se van templando y yo me voy recuperando, he caído en la cuenta de que el mundo tampoco se paró para Cristo. Y Él sí que es Alguien. ¡Vaya si lo es!
Pero nació y con el paso del tiempo fue creciendo. Dejó de ser un bebé para convertirse en un niño pequeño, en un preadolescente, adolescente y joven. Y finalmente en un adulto. Y el sol salió y se puso cada día, las estaciones se sucedieron sin interrupción y la vida siguió su curso con normalidad.
Ni siquiera en el momento de su muerte en la Cruz se paró el mundo. Sucedieron cosas inusuales como un terremoto, el oscurecimiento del sol, el desgarramiento del velo del Templo… pero el mundo no se paró. Ni siquiera tras la muerte del Hijo de Dios.
¡Y menos mal! Porque esa bendita “normalidad” del “la vida sigue” hizo que el sol saliera y se pusiera otros 3 días y Jesús resucitó.
¿Qué tiene esto que ver con todo lo que te he contado? ¡Pues todo!
Cuando se nos rompe la vida por una tragedia o una desgracia o cualquier suceso doloroso sentimos que no podemos ni respirar, ni movernos, ni comer, ni dormir, ni pensar; sólo queremos que el mundo se pare para poder recobrar el aliento. Pero es precisamente el seguir hacia adelante lo que nos permite recuperarnos aunque nos duela tanto que creemos que nos vamos a romper.
Cristo pasó por esa experiencia antes que nosotros y por eso sabe mejor que nadie lo que se puede llegar a sentir y a sufrir. Se sintió solo, abandonado, traicionado, herido, insultado, despreciado, atacado injustamente, vendido….
Pasó por todo antes que nosotros para que cuando nos tocara pudiéramos acudir a Él en busca de la fuerza y el consuelo que nos harían falta.
Y también se sintió acompañado, amado y consolado por su Madre y por los amigos que le fueron leales, pocos pero de lo mejorcito. Las flores en medio del erial.