La edición dominical del diario madrileño ABC, del 18 de enero de 1997, publicó el comentario del Evangelio que hizo don Marcelo, se trata del mismo que corresponde al de este domingo.
 

Las lecturas de este domingo nos invitan a una reflexión sobre la llamada del Señor. Llamada personal a cada uno, que exige de nuestra parte actitud de apertura, de escucha, de seguimiento. Creo que no hay ningún ser humano que no haya recibido una llamada de Dios, consistente al menos, en una invitación a ser mejor, que nos llega por medio de otras personas o como un requiebro del Espíritu Santo, dulce huésped del alma.

En el Antiguo Testamento la vocación del pequeño Samuel nos conmueve. Es un relato vivo y lleno de sentimiento. La apertura de Samuel con Elí, de total confianza y disponibilidad a lo que cree ser su llamada una y otra vez, le ha preparado para oír la voz del Señor. Y emociona escuchar la respuesta en boca de Samuel niño: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”. Nosotros aprendemos humildemente de ese niño a orar, y podemos responder al Padre con una variante: “Habla, Señor, que tu hijo escucha”. Tu hijo, porque Cristo nos enseñó que éramos hijos, no siervos. Para hacerlo así, con sinceridad de corazón, tenemos que buscar tiempo de estar con Dios. La oración como diálogo de amistad con quien sabemos nos ama, según dice santa Teresa de Jesús, es fundamental en nuestra vida, y nos servirá de gran consuelo, y de luz interior.

Para adquirir hábito de oración, que nos ayude en nuestra debilidad, se levanta hoy la voz de San Pablo en su primera carta a los corintios, avisándonos contra el vicio de la fornicación. Nada hay tan eficaz para aborrecer toda llamada de Dios, y para hundirnos en las tinieblas de una vida sin sentido, como el manchar nuestro cuerpo, que habría de ser templo del Espíritu Santo, con la sucia torpeza de la lujuria. Muchas, muchísimas crisis de indiferencia religiosa, de olvido de Dios, de huida de cuanto pueda llevarnos a Él, tienen su raíz y desarrollo en la esclavitud de tantos y tantas que sucumben a la pobre tiranía de los vicios de la carne.
 

La llamada de los apóstoles de Domenico Ghirlandaio
 
En el fragmento del Evangelio que leemos este día, nos encontramos con una página encantadora. Un día, estando Juan el Bautista con dos de sus discípulos, Andrés y Juan, vieron pasar a Jesús. El Bautista clavó en Él su mirada y dijo: ¡He aquí el cordero de Dios! Fue suficiente para que se produjera el primer seguimiento de Jesús en toda la historia. Al ver Jesús que le seguían se volvió y dijo: ¿Qué buscáis? A lo que ellos contestaron con otra pregunta que iba mucho más allá de lo que el desconocido esperaba que respondiesen. ¡Maestro! ¿Dónde moras? Era el ansia de saber de Él más viva que la de escuchar lo que Él les dijera. Jesús les contestó: Venid y lo veréis. Fueron, vieron dónde moraba y se quedaron con Él todo el día. ¡Qué hubiéramos dado por poseer hoy una transcripción de lo que se habló allí, en aquella jornada inolvidable! Era la Iglesia la que empezaba a existir. La Iglesia de Jesús. La Iglesia con Jesús y con Pedro también. Porque cuando le vio Jesús, al día siguiente, le miró fijamente y le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú serás llamado Cefas, que quiere decir Pedro.

Maestro, ¿dónde habitas? Si hiciéramos esa pregunta humildemente, estad seguros de que el Señor nos respondería, para indicarnos el lugar donde podríamos encontrarle con certeza.