1 Samuel 3,3b-10. 19; 1 Corintios 6,13c-15a.17-20; Juan 1,35-42
«¿Qué buscáis? Ellos le contestaron: -Rabí, ¿dónde vives? Él les dijo: - Venid y lo veréis. Fueron y vieron dónde vivía y se quedaron con Él»
«Me callo para oír su voz. Y saber qué dicen sus palabras. Quiero oír su amor hecho palabra. Quiero saber que Él es mi salvación, mi único camino. Me callo para que me hable y pueda entender»
«¿Qué buscáis? Ellos le contestaron: -Rabí, ¿dónde vives? Él les dijo: - Venid y lo veréis. Fueron y vieron dónde vivía y se quedaron con Él»
«Me callo para oír su voz. Y saber qué dicen sus palabras. Quiero oír su amor hecho palabra. Quiero saber que Él es mi salvación, mi único camino. Me callo para que me hable y pueda entender»
Cada vez me encuentro con más personas que viven insatisfechas. Sienten que la vida es injusta con ellos. Han perdido la ilusión. Deja de motivarles lo que hacen. Se enredan y pierden la alegría. Dejan de luchar. Tal vez esperan una revelación que les aclare el camino a seguir. Una voz que desde lo profundo del alma les marque el camino. No lo sé. Busco tener una vida satisfactoria. En la que mis deseos se hagan realidad. En la que mi amor sea pleno, largo, eterno. En la que poder disfrutar la vida. Una vida plena, en la que me sienta realizado. Es el sueño del hombre. Quiere que Dios aparte de su objetivo los aparentes obstáculos. Aquello que pueda ser una barrera entre el presente y el objetivo a lograr. Comenta el P. Kentenich: «Toda nueva conquista tiene el efecto connatural a todo lo terrenal y creado: nos deja una profunda insatisfacción. El hombre vuelve a buscar, a investigar; y finalmente se estanca en lo material»[1]. Quiero llegar más lejos. Lograr más metas. Realizar más deseos. Lo consigo y me veo de nuevo atrapado en mi insatisfacción. No me siento pleno, ni feliz con lo que conquisto. Aunque sienta que avanzo. Pero no logro la plena satisfacción. ¿Es esa la meta de mis días? ¿Vivir satisfecho? No lo creo. Después de lograr la meta soñada, atisbo otra meta en el horizonte. Después de un logro, el siguiente. Siempre puedo tener más, ser más, lograr más. Esa cadena de deseos me lleva a vivir inquieto. Siempre en tensión. ¿Cuándo aprenderé a vivir con más paz? Tengo prisa. A menudo mis prisas me hacen daño. Porque corro y paso por delante de la vida sin prestar atención. Pero es bueno que no deje pasar el tiempo. Porque la vida en la tierra es corta. Estoy de paso. Mario de Andrade escribía: «Lo esencial es lo que hace que la vida valga la pena. Quiero rodearme de gente, que sepa tocar el corazón de las personas. Gente a quien los golpes duros de la vida le enseñaron a crecer con toques suaves en el alma. Sí, tengo prisa, tengo prisa por vivir con la intensidad que sólo la madurez puede dar. Pretendo no desperdiciar parte alguna de los dulces que me quedan. Estoy seguro que serán más exquisitos que los que hasta ahora he comido. Mi meta es llegar al final satisfecho y en paz con mis seres queridos y con mi conciencia. Tenemos dos vidas y la segunda comienza cuando te das cuenta que sólo tienes una». Estoy en esa segunda vida. Me doy cuenta de que tengo sólo una y quiero vivirla plenamente. Aunque no estén satisfechos todos mis deseos. Aunque no haya logrado todo lo que me he propuesto. No importa. Sigo adelante con lo que tengo. Decido vivir el instante presente. En lugar de proyectarme en el tiempo futuro que desconozco. Decido vivir cada día. Sin hacer tantos planes. Sin ponerme tantas metas imposibles que no logran dejarme satisfecho. Miro en mi corazón. ¿Por qué estoy inquieto? ¿Qué me falta? Quiero mirar mi vida hoy. ¿Qué me gusta? ¿Qué me falta? Soy realista y sincero. Hay muchas cosas que no puedo cambiar. Las acepto. Hay otras muchas que no puedo lograr. Le doy el sí a la realidad. Y miro la parte que está en mi mano. ¿Qué puedo cambiar? Hay muchas cosas susceptibles de mejora. Eso seguro. Pero tal vez aun cambiándolas seguiré insatisfecho. Puedo vivir con insatisfacciones. Puedo aceptar que no todo sea perfecto. Me gustan mis perfectas imperfecciones. Me hacen más humano. Y me hacen más necesitado de Dios. Sólo en Él descansaré un día ya satisfecho. Dejaré a un lado el cansancio. Y Jesús me dirá: «Bien hecho». Y yo preguntaré confuso: «¿A qué te refieres? ¿A mis logros, a mis éxitos, a mis méritos?». Y Jesús me dirá: «No. A eso no. Me refiero a tu sí fiel y sencillo repetido en tus fracasos. Sostenido en tus derrotas. Pronunciado en tus renuncias. Asumido bajo el peso de la cruz. Cuando no estabas satisfecho. Cuando pensabas que no habías hecho nada valioso. Tu sí sencillo fue una luz en medio de la noche». Y descansaré tranquilo, junto a su costado abierto. Porque mi vida habrá merecido la pena. Sólo Él sabe lo que de verdad necesito. Lo que de verdad importa. Yo acepto sus deseos como un camino de felicidad. Mi vida tal como es hoy es mi mayor regalo. La segunda vida que me queda es un nuevo comienzo. Al mirar hacia atrás los años recorridos tengo paz. Y quiero vivir con más pasión lo que me queda. Sin pretender lograr todo lo que el mundo me pide que logre. Y acepto ser sólo un peregrino. Enamorado de la vida. Con el don de saber echar raíces en tantos corazones, en tantas vidas.
Tal vez mi problema es que me fijo sólo en lo que no hago bien. Resalto más mi pecado, mi debilidad, mi carencia. Me enfrento con furia a mi realidad para intentar cambiarla. Porque no me gusta. O porque no le gusta al mundo. Me he sentido rechazado o no querido. A veces simplemente me entristece la vida como es y no avanzo, no sonrío, me lleno de amargura. Y en mi desánimo no logro cambiar nada de cuanto toco. Quizás me falta una mentalidad más positiva. Mirar más alto por encima de mis miserias. Mirar el bien que puedo hacer y hago, más que el mal en el que caigo. Decía el P. Kentenich: «La historia del seminarista que realizaba su examen de conciencia ya no desde el punto de vista negativo: ¿En qué me equivoqué? ¿En qué pequé?, sino desde el positivo: ¿Qué conseguí, qué logré, qué quiero alcanzar? Suscitó así el enojo de su acompañante espiritual. Éste lo increpó: - ¡Usted tiene que enmendarse! El seminarista respondió imperturbable: - Sí; pero lo hago positivamente, haciendo que lo positivo exceda en brillo a lo negativo»[2]. El P. Kentenich acentuaba siempre lo positivo en la autoeducación. La luz del sol no deja ver las estrellas con su resplandor. El bien resalta por encima del mal. El poder de Dios es siempre más fuerte que el del demonio. El triunfo final de Jesús en la cruz es más poderoso que las muchas derrotas vividas en el camino. El amor tiene más fuerza que el odio. El bien que realizo más influencia que el mal, porque cambia el mundo. La luz que me deja ver la vida es más que la oscuridad. Siempre lo veo así. La mirada es la que cambia la realidad que me rodea. Puedo ver un campo baldío y no ver nada más que desolación. Puedo ver ese mismo campo vacío y ver en él ciudades, campos de cultivo, triunfos, logros. Puedo ser audaz y soñar con algo nuevo. O quedarme atado de manos en la esclavitud a la que me he acostumbrado. En la película «The greatest Showman» comentan: «Para hacer algo nuevo hay que romper con lo convencional». Para hacer algo nuevo en mi vida tengo que salir de lo que me ata. Cuando aquello que me ata no lo he elegido libremente. Quiero hacer algo nuevo desde el sí que le he dado a Dios. Pero siendo creativo en mi forma de darme, de entregarme. Miro la fuerza oculta detrás de mis límites y torpezas. Detrás de mis cadenas y caídas. Lo sé muy bien, la mirada lo cambia todo. Tal vez no basta con operarme los ojos para cambiar un poco mi forma de ver la vida. Quizás tendré que sacarme los ojos y buscar otros que tengan más hondura, más claridad. Unos ojos que sean como los de Dios. Cambio mi forma de mirar. Quiero mirar como mira Jesús. Viendo lo bello en el corazón. Haciendo que su amor cambie a las personas. En la misma película decía P.T. Barnum: «El arte más noble es el de hacer felices a los demás». A veces pongo mis fuerzas en sueños que no me llenan el corazón. El arte más noble, la misión más grande, consiste en hacer felices a otros. No quiero vivir preocupado de no cometer errores. No pretendo hacerlo todo bien. Tengo pecados. Sé que no puedo llevar una vida inmaculada. Soy frágil. Pero sé que sí puedo luchar por hacer la vida más feliz a los que me rodean. Puedo hacer que su vida sea más fácil, más plena. Eso es posible. Pero tantas veces amo mal. Me amo a mí mismo. Sólo sueño con mis logros, con mis éxitos, con mi fama. Busco ser yo reconocido y querido. Quiero tener un lugar en la lista de los que destacan. Por eso me empeño en hacerlo todo bien, puliendo los defectos de mi alma. Pero hoy me detengo ante Jesús que pasa. Y miro la fuerza que brota en mi interior. Y dejo que salga de mí ese fuego, ese amor. Estoy llamado a mirar así mi vida y la de los demás. A mirar en ellos su luz, su fuerza. A mirar como mira Jesús al pasar ante mí. Quiero ser un educador santo capaz de educar hombres santos. Dice el P. Kentenich: «Yo, como padre, soy el sacerdote. Debo ser el maestro, que culmine la obra, que, de la ‘madera’ que tengo ‘en mis hijos’, talle auténticas figuras de santos. Se trata de la creación de valores nuevos. Hemos de ir a la soledad y allí dejarnos formar: estar abiertos a Dios y después, una vez llenos de Dios, salir afuera»[3]. Educo desde el corazón de Dios. Desde el silencio y la escucha donde me encuentro con mi verdad, con mi original forma de amar y mirar la vida. Y desde lo que soy puedo educar a quien Dios pone en mis manos. Dejo que mi corazón se llene de Dios para poder entregarlo a los que más lo necesitan. Cambio la mirada que tengo sobre mí. Cambio la mirada que proyecto sobre los demás. Quiero ser más humilde para mirar desde abajo a las personas, nunca desde arriba. Y ver su belleza oculta, su grandeza, su fuerza interior, su verdad más ignorada por los que miran mal. Esa misma luz que yo no veo en mí tantas veces. Por eso hoy lo decido. Cambio mis ojos. Los llevo al taller de Dios. En Él quiero empezar a mirar a los demás como Él me mira a mí. Puedo hacerlo si me dejo cambiar.
Es difícil entender lo que Dios quiere que haga. No es fácil descifrar sus silencios cada día. Interpretar sus palabras. Distinguir si es Dios quien me habla o soy yo que deseo muchas cosas. Y sueño. Y es verdad que en mis sueños está Dios escondido. Pero no es fácil optar, decidir el camino a seguir. Atravesar una puerta o pasar de largo. Decir que sí o guardar silencio evitando el compromiso. «¿Qué quieres de mí, Jesús? ¿Qué quieres qué haga? ¿Qué quieres que deje? ¿Qué quieres que elija?». Es el grito en tantos hombres que buscan hacer la voluntad de Dios en sus vidas. Esa es la historia de Samuel quien, siendo joven, cuando aún no conocía la voz de Dios, escucha en su interior una llamada. Escucha su nombre: «En aquellos días, Samuel estaba acostado en el templo del Señor, donde estaba el arca de Dios. El Señor llamó a Samuel, y él respondió: - Aquí estoy». Pero en su confusión pensó que era su maestro quien le hablaba. Porque aún no conocía al Señor: «Aún no conocía Samuel al Señor, pues no le había sido revelada la palabra del Señor. Fue corriendo a donde estaba Elí y le dijo: - Aquí estoy; vengo porque me has llamado». Pero no era Elí quien lo llamaba: «Respondió Elí: - No te he llamado; vuelve a acostarte». A veces en el camino me confundo. Interpreto mal las voces que escucho. Creo que me llama Dios y me pide algo. Pero tal vez no es Él. O creo que son otras invitaciones las que cuentan. Y sigo otros caminos confundido. Samuel tardó en comprender. Y al final fue Elí quien comprendió lo que sucedía y le explicó todo: «Elí comprendió que era el Señor quien llamaba al muchacho, y dijo a Samuel: - Anda, acuéstate; y si te llama alguien, responde: - Habla, Señor, que tu siervo te escucha». En la vida me viene bien encontrar a personas que me ayuden a interpretar las voces del alma. Los sonidos que surgen en lo profundo del corazón. Necesito a alguien que se ponga en mi piel y sepa discernir conmigo. Alguien que no decida por mí. Pero me ayude a tener más claridad. No siempre, pero a veces me hace bien dejarme aconsejar. Escuchar más voces en la maraña que se forma en mi interior. Alguien que con una cierta distancia sepa aconsejarme en mi búsqueda de Dios. A veces dicen algunos que ya no hay vocaciones a la vida consagrada. A la vida célibe como sacerdote, o como religiosa. Y me dicen que es en parte porque se presenta muy atractivo el matrimonio como camino de santidad. O tal vez es porque Dios llama menos. O porque los jóvenes han dejado la iglesia y la fe. Puede haber muchas razones. No lo sé. Pero yo pienso que hoy Dios sigue llamando y sigue habiendo jóvenes que se deciden por Él. Jóvenes que escuchan la voz de Dios y saltan de su cama con entusiasmo como Samuel, dispuestos a hacer lo que Dios les pide: «El Señor se presentó y le llamó como antes: - ¡Samuel, Samuel! Él respondió: - Habla, que tu siervo te escucha». Me gusta la actitud de Samuel. Aún no conoce a Dios, pero ya Dios lo conoce a Él. Y encendido por esa llamada, salta de su lecho para seguir sus pasos. Me gusta Samuel. Su inocencia. Su hondura. Su búsqueda. Su deseo de tocar y ver a Dios. Escucha la voz de Dios en el silencio de su alma. Se pone en camino y Elí le ayuda a comprender. No me es tan sencillo a veces escuchar a Dios porque no hago silencio. El corazón de los jóvenes tal vez está demasiado atado a la tierra y a sus propios planes. Hay demasiado ruido. Tal vez prefieren no escuchar. Además hay poca capacidad para la renuncia y la entrega de la vida. Se apega el corazón al propio sueño, al proyecto dibujado en la imaginación. Y hay miedo a confundirse tomando un camino que pueda no ser el propio. El alma se ha atado en exceso al mundo. O puede que el hombre no vea más caminos que los que la vida le ofrece. Puede ser también que no escuche porque hay poca hondura en su alma. Porque hay poco silencio y hay en cambio demasiados ruidos. Demasiadas voces que gritan. Leía el otro día: «De la noche a la mañana, y de la mañana a la noche, el silencio ha perdido cualquier derecho: el ruido quiere impedir que Dios hable»[4]. Demasiado ruido en el alma. ¿Cómo voy a saber lo que Dios quiere de mí? Sobre todo si lo que quiere es algo que rompe con el curso normal de mi vida. Y me pide Dios una locura. Sobre todo si seguir a Jesús supone dejarlo todo por tomar un camino distinto al que antes recorría. Cuando ese camino que seguía era perfectamente válido. ¿Cómo saber cuándo Dios quiere algo especial de mí, algo distinto, algo aparentemente imposible, una locura, un exabrupto en mi vida, en mi camino? ¿Cómo entender que sea necesaria una ruptura en la senda recta por la que discurría la vida? ¿Por qué tengo que renunciar a lo que deseo para abrazar otros deseos que aún no tengo? Tal vez falta silencio interior. No me callo. Dios sí que habla: «Dios tiene un lenguaje secreto, a muchos les habla al corazón. Y hay un potente sonido en el silencio del corazón: - Yo soy tu salvación»[5]. Me callo para intentar oír su voz. Para intentar saber qué dicen sus palabras. Para escuchar mi nombre pronunciado con ternura. Quiero oír su amor hecho palabra. Quiero saber que Él es mi salvación, mi camino, mi vida. Me callo para que Él hable, para entender. Como Samuel. Escucho atento.
Jesús es reconocido en el Jordán. Es necesario que Juan señale quién es Él: «En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: - Este es el Cordero de Dios. Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús». ¡Cuántas miradas hay en este pasaje! Miran y se reconocen. ¡Cuántas veces no miro en la vida! Dejo pasar a otros ante mi puerta sin ver su corazón, su belleza, su dolor. Todo empieza por la mirada de Juan a Jesús. Jesús pasa a mi lado. Pasa al lado de esos hombres sencillos, de Juan. Es un hombre más. Ese es el misterio de la Encarnación. Lo más importante de mi vida sucede en lo cotidiano: Dios camina a mi lado, pasa junto a mí. Juan lo ve. Sabe quién es. Lo reconoce. Tanto habló de Él, tanto lo anunció. Llega el momento de desaparecer. Deja que sus seguidores se vayan detrás de Jesús. Este momento es tan importante que se recuerda en la misa cada día. Al igual que Juan levanto la Hostia y digo en alto: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Me gusta mirarlo un momento, callado. Me conmueve. Él me salva. Lo reconozco. Como Juan ese día cuando se lo cuenta a sus discípulos. El evangelio dice que eran dos, uno era Andrés. Juan señala a Jesús que pasa. Camina delante de ellos en medio de su día. No quiere que aleje. Yo tampoco quiero. Siempre me da miedo ese Jesús que pasa de largo si no lo veo. Necesito que alguien me lo señale. Me diga que está ahí. ¿Quién es ahora esa persona? ¿Quién me muestra a Jesús pasando junto a mí, en mi rutina, en mi historia? Juan se fija en Jesús que pasa. Y lo señala. Y los discípulos siguen a Jesús. No saben quién es pero se fían de Juan. Me conmueve mucho esa confianza humana en Juan. ¡Cuánto se fiaban de él! Se fiaron de ese hombre que amaba la verdad. Lo escucharon, y se fueron con Jesús. No le dejaron pasar. No siguieron su vida contemplando de lejos. Dieron un paso al frente, sin saber muy bien a donde. Así suele ser en la vida. Me fío de aquel a quien amo. El amor me da confianza. Ellos creen en Juan que lo señala porque lo han amado antes. Creen en sus palabras. Se fían de él. Yo también me fío de algunas personas. Porque me parece bien su forma de vivir y pensar. Creo en sus capacidades. Creo en su verdad. No hay engaño en sus labios. Me gustaría pecar de confiado y no de desconfiado. Pero con frecuencia no es así. No me fío de algunos. Tal vez me han defraudado. Me han engañado. ¡Cómo seguir confiando! Muchas decepciones. El corazón no quiere más. Ha sufrido mucho. No quiere volver a confiar de nuevo. Creo que tener un corazón confiado es un ideal. Aunque me hayan defraudado. Aunque haya sido engañado. Una relación sana de amor se construye sobre la confianza. El otro día leía: «Confianza no es saberlo todo del otro. Es no necesitar saberlo». Cuando amo a alguien confío en él. No lo disculpo de todo lo que hace. Pero creo en su buena intención. No sospecho. No hay nada más peligroso que la sospecha. Surge cuando dudo de aquel a quien digo seguir. Me recreo en los escándalos de otros. Pongo en duda la pureza de intenciones de los demás. Nunca nadie es digno de mis elogios. Siempre sospecho, dudo, desconfío. No creo en la bondad de las personas. Veo sombras que oscurecen el brillo. Me gusta resaltar sus debilidades. Y desconfío de su fidelidad aparente. Como pensando que no hay nada oculto que un día no llegue a descubrirse. Desconfío también de los más cercanos. No me fío de sus criterios, de sus decisiones, de sus opciones. ¿Por qué dudo tanto? Tal vez por mis heridas. He sufrido. Me han hecho daño. Ya no creo en el amor puro. En la belleza sin mancha. En la pureza sagrada. No creo, porque me han decepcionado. Tal vez yo mismo he decepcionado a otros o a mí mismo. No creo en mis fuerzas y por eso tampoco creo en las de los demás. Como dice un dicho popular: «Cree el ladrón que todos son de su condición». Para confiar de nuevo tengo que hacer un proceso de conversión. Tengo que sanar mis heridas. Y recuperar la inocencia perdida. La ingenuidad robada. Volver a ser como niño. Confiar de nuevo en quien me ha defraudado. Volver a creer en quien me ha fallado. Hace falta un milagro de conversión. Quiero empezar de nuevo. Creer de nuevo. ¿Cómo hago para confiar? Es necesario el amor para que haya confianza. Amar a aquel en quien confío. Amor y confianza van de la mano. Pienso en las personas que forman parte de mi vida. ¿Confío totalmente en ellas? ¿O creo que me pueden engañar y fallar? Surge la duda, la sospecha. No quiero que se introduzca ese sentimiento en mi amor. No quiero desconfiar de los que Dios ha puesto en mi camino. Los dos discípulos se fiaron de Juan. Y lo dejaron para seguir al Cordero. Creyeron en la promesa de sus palabras. El salvador del mundo. Se fiaron. Me impresiona esa confianza ciega. Cuentan que en una ocasión quisieron gastarle una broma a Santo Tomás de Aquino. Él creyó lo que le decían. Y al ver que era un engaño respondió: «Entre que un burro vuele y que unos religiosos mientan, me parece más imposible lo segundo que lo primero». Esa mirada inocente sobre la vida es una gracia. ¡Qué pocas personas hay hoy tan confiadas! El corazón desconfía. No quiere pecar de ingenuo. Lo malo es que la desconfianza es un veneno que me quita la paz. No creo en la palabra que me han dado. No me fío de los consejos que me dan. No creo en las promesas que me hacen en el mundo del trabajo. Pero tampoco a veces en las relaciones personales. Desconfío del amor eterno que me prometen. Dudo de la fidelidad eterna asegurada. No me acabo de creer lo que me dicen que piensan. No me creo que no haya segundas intenciones en comportamientos generosos. Busco verdades ocultas. El veneno está en mí. Desconfío del mundo. De todos. No tengo a nadie seguro. ¿Es así? Hago mi lista de personas dignas de confianza. Tengo bastantes. Me quedo tranquilo. Pondría la mano en el fuego por ellos. Creo en ellos. No dudo de sus intenciones ni de sus promesas. Me gusta mirar así.
La desconfianza en los hombres me hace también desconfiado ante Dios. ¿Cómo voy a darle mi sí a Dios? No me fío de Él. No sé cuáles son sus planes al mirar mi vida. No sé si seguirlo a Él me va a traer paz y alegría. Pienso en cómo es mi sí a Dios. Decía el P. Kentenich: «Mi sí es un sí filial y alegre a mi camino de vida más seguro. Recuerden que ese sí supone igualmente heroísmo y audacia. Sólo quien de alguna manera posea un máximo de amor filial será capaz de tal audacia»[6]. Necesito un profundo amor filial para seguir a Jesús. Para creer en Él como hoy los discípulos: «Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: - ¿Qué buscáis?». Jesús se vuelve y los mira. Es la mirada de Jesús a esos hombres que lo siguen porque han visto algo en Él que responde a su sed y a su anhelo. Esos hombres sencillos se han fiado de Juan y han comenzado a caminar con Él. Van detrás de Él, no se atreven a más. Se fían de Jesús y lo siguen. Son como niños. Confían. No saben bien qué buscan. No saben por qué se ponen en camino. Se fían de Jesús. Tienen alma filial. Jesús los mira. Mira su corazón de niño, su inocencia, su sencillez, su trasparencia. ¿Qué buscan estos hombres? Algo buscan, eso lo dicen sus ojos. No le preguntan a Jesús qué va a hacer en su vida, su proyecto, sus sueños. No le preguntan qué tienen que hacer ellos para ser sus discípulos. No quieren saber qué tienen que dejar para seguir sus pasos. Simplemente quieren estar con Él, a su lado: «Ellos le contestaron: - Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?». Quieren saber dónde está su hogar. Quieren vivir con Él. Ellos no lo saben, sólo quieren estar con Él. Es bonito lo poco que saben de Él y aun así, ya lo siguen. Jesús ve esa confianza y ya los quiere. Les invita a quedarse con Él: «Él les dijo: - Venid y lo veréis. Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día; serían las cuatro de la tarde». De nuevo la mirada. Los invita a ver por sus propios ojos. Los llama a ir con Él. Venid. «Ven». Esa palabra la he sentido en mi corazón muchas veces en mi vida. Y la he deseado otras muchas. Quiero que Jesús me diga: «Ven conmigo. Ven a mi lado. La vida merece la pena junto a mí. Ven, mira, no te quedes lejos». No quiero sólo contemplar en la lejanía. Quiero irme con Él, estar con Él. Jesús sólo les promete estar con Él. Y vivir juntos lo que toque, lo que Dios regale. Es una aventura. No les cuenta un programa, no les exige unos puntos a cumplir, no anuncia unos milagros que verán. Sólo les pide que vayan con Él. Y así empezó todo. Jesús invitó a unos amigos a vivir con Él. Día y noche. No un rato, sino siempre. Aún no sabía muy bien para qué. ¡Qué alegría para Jesús tener esa comunidad! Amigos en los que descansar. Para los que ser hogar. Ellos se quedan con Jesús. Lo que impacta siempre es el testimonio, no tanto las palabras. No importa tanto lo que piensa Jesús. Ni sus ideas. Están con Él todo el día y ven cómo actúa, qué hace, cómo vive. Comparten un día tan solo pero eso basta. ¿Qué harían aquel día? ¿Predicaría Jesús como tantas veces junto al lago? ¿Curaría enfermos, sanaría corazones rotos, mostraría su misericordia con los más débiles y heridos? No lo cuenta el evangelista. No se detiene en los detalles de aquel día. Me gustaría saberlo. Pero sólo sé que ese día cambió sus vidas. Se enamoraron. No sabrían mucho de Él. Fue sólo un día. Pero se acuerdan de la hora del encuentro. Fue el día más importante de sus vidas. Juan y Andrés se convierten en discípulos de golpe. En seguidores fieles. Hombres libres que se apegan a Jesús con voluntad libre. No tienen miedo de entregar su libertad por amor a Jesús. Él los acoge. Los cuida. Los ama. Y va formando en ellos un corazón valiente y libre. Decía el P. Kentenich: «La obra maestra consiste en educar hombres autónomos que abracen su ideal por convicción y acompañen en las buenas y en las malas, pero siendo autónomos y actuando por sí mismos»[7]. Ser discípulo de Jesús no es ser un borrego. Supone una madurez en la vida, en el amor, en la entrega, en la fe. El gran drama del hombre de hoy es su inmadurez afectiva. Una persona inmadura en su forma de amar y vivir, suele tener una fe inmadura. Una fe que desconfía del amor de Dios. Una fe que deja de creer cuando experimenta el dolor, la cruz, o la muerte. Una fe débil. Que deja de mirar a Jesús al experimentar la frustración. No quiero una fe inmadura que necesite milagros para seguir creyendo. Necesito una fe más honda, más madura, más verdadera. Una fe probada. Una fe que ha madurado en medio de la cruz y el sufrimiento. Una fe que se aferra a Jesús desde el dolor de la pérdida. Es un don que pido.
Cuando acaba el día Juan y Andrés van a contárselo a los suyos: «Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice: - Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)». Andrés se lo cuenta a Pedro, su hermano. Es la cadena de mirar y contar que dura hasta nuestros días. De persona a persona. El cristianismo se contagia por envidia. Te sigo porque envidio cómo vives tu vida. Miro tu fe y la deseo. Es así siempre. Es impresionante la fe de Andrés que le dice a Pedro que han encontrado al Mesías. ¿Qué vio Andrés en ese hombre de Nazaret? Tantos hombres vieron milagros más tarde, pero no creyeron. Tantos hombres fueron curados por Él, tantos comieron de la multiplicación de los panes, pero no lo reconocieron. Y ese pescador creyó, porque leyó en los ojos de Jesús un amor único, algo que llevaba buscando toda su vida. Entiendo que Jesús se conmoviera ante esta fe tan madura. Se reconocieron, sus discípulos y Jesús. Ya no era por lo que les había dicho Juan antes sobre Jesús. Ahora ellos lo habían visto. ¿Qué vieron? Un testimonio de vida. Andrés quería compartir con su hermano su tesoro: «Y lo llevó a Jesús». ¿A quién llevo yo a Jesús? ¿A quién le cuento lo que he encontrado? A veces el apostolado se convierte en una carga pesada. Como si tuviera que hacer cosas por Jesús. Pero no es así. Cuando amo, necesito contar que amo. El amor es expansivo. Me saca de mi interior, de mi comodidad. Andrés no puede contenerse. Había un fuego en su interior que Pedro supo ver. Una alegría profunda y auténtica. Era verdad. No dudó de su hermano. No le hizo preguntas. No quiso pruebas. Se dejó llevar. Y al llegar junto a Jesús, se sintió mirado: «Jesús se le quedó mirando y le dijo: - Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce Pedro)». No sería un encuentro corto. Sería algo más profundo. Y Jesús supo en seguida el verdadero nombre de Pedro. Él sería la piedra. La piedra rota pero firme. La piedra sobre la que Él descansaría. La piedra pequeña que un día se resquebrajaría pero volvería a ser su apoyo. Al darle el nombre, se pertenecieron para siempre. Jesús me mira a mí, se me queda mirando, y me llama por ese nombre que solo sabe Él. Como hizo Jesús con Pedro. Como hizo Dios con Samuel. Lo llamó y se quedó a su lado: «Samuel crecía, y el Señor estaba con él; ninguna de sus palabras dejó de cumplirse». Pienso a veces, cuando voy corriendo de un lado a otro, que Jesús me mira y me sonríe. Y me llama por mi nombre. Con ternura. No me grita. Lo hace con voz queda. Para que no me asuste. Y yo, es verdad, quiero estar con Él. Vivir este año con Él. Cada día, pase lo que pase. Junto a Él. Porque conoce mi nombre. Porque sabe lo que deseo. Porque ha mirado mis entrañas y me ama. Quiero estar con Él siempre. Cuando toque caminar, cuando toque comer, cuando toque amar, dormir cansado, cuando toque reír o llorar. Cuando toque descansar o dar la vida. Todo junto a Él. Bajo sus ojos oscuros siento su presencia en mi corazón. Quiero dar gracias a Dios porque se acerca y pasa a mi lado, porque me mira en profundidad. Porque conoce cómo soy de verdad. Porque me llama por mi nombre para que viva junto a Él. Porque ha puesto en mi camino personas que me lo señalan, que me llevan a Él. Porque Él, sólo Él, me llama por mi nombre. Y yo le digo conmovido: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad». De nuevo, me lo repito, quiero vivir a su lado. Sólo quiero eso.
Tal vez mi problema es que me fijo sólo en lo que no hago bien. Resalto más mi pecado, mi debilidad, mi carencia. Me enfrento con furia a mi realidad para intentar cambiarla. Porque no me gusta. O porque no le gusta al mundo. Me he sentido rechazado o no querido. A veces simplemente me entristece la vida como es y no avanzo, no sonrío, me lleno de amargura. Y en mi desánimo no logro cambiar nada de cuanto toco. Quizás me falta una mentalidad más positiva. Mirar más alto por encima de mis miserias. Mirar el bien que puedo hacer y hago, más que el mal en el que caigo. Decía el P. Kentenich: «La historia del seminarista que realizaba su examen de conciencia ya no desde el punto de vista negativo: ¿En qué me equivoqué? ¿En qué pequé?, sino desde el positivo: ¿Qué conseguí, qué logré, qué quiero alcanzar? Suscitó así el enojo de su acompañante espiritual. Éste lo increpó: - ¡Usted tiene que enmendarse! El seminarista respondió imperturbable: - Sí; pero lo hago positivamente, haciendo que lo positivo exceda en brillo a lo negativo»[2]. El P. Kentenich acentuaba siempre lo positivo en la autoeducación. La luz del sol no deja ver las estrellas con su resplandor. El bien resalta por encima del mal. El poder de Dios es siempre más fuerte que el del demonio. El triunfo final de Jesús en la cruz es más poderoso que las muchas derrotas vividas en el camino. El amor tiene más fuerza que el odio. El bien que realizo más influencia que el mal, porque cambia el mundo. La luz que me deja ver la vida es más que la oscuridad. Siempre lo veo así. La mirada es la que cambia la realidad que me rodea. Puedo ver un campo baldío y no ver nada más que desolación. Puedo ver ese mismo campo vacío y ver en él ciudades, campos de cultivo, triunfos, logros. Puedo ser audaz y soñar con algo nuevo. O quedarme atado de manos en la esclavitud a la que me he acostumbrado. En la película «The greatest Showman» comentan: «Para hacer algo nuevo hay que romper con lo convencional». Para hacer algo nuevo en mi vida tengo que salir de lo que me ata. Cuando aquello que me ata no lo he elegido libremente. Quiero hacer algo nuevo desde el sí que le he dado a Dios. Pero siendo creativo en mi forma de darme, de entregarme. Miro la fuerza oculta detrás de mis límites y torpezas. Detrás de mis cadenas y caídas. Lo sé muy bien, la mirada lo cambia todo. Tal vez no basta con operarme los ojos para cambiar un poco mi forma de ver la vida. Quizás tendré que sacarme los ojos y buscar otros que tengan más hondura, más claridad. Unos ojos que sean como los de Dios. Cambio mi forma de mirar. Quiero mirar como mira Jesús. Viendo lo bello en el corazón. Haciendo que su amor cambie a las personas. En la misma película decía P.T. Barnum: «El arte más noble es el de hacer felices a los demás». A veces pongo mis fuerzas en sueños que no me llenan el corazón. El arte más noble, la misión más grande, consiste en hacer felices a otros. No quiero vivir preocupado de no cometer errores. No pretendo hacerlo todo bien. Tengo pecados. Sé que no puedo llevar una vida inmaculada. Soy frágil. Pero sé que sí puedo luchar por hacer la vida más feliz a los que me rodean. Puedo hacer que su vida sea más fácil, más plena. Eso es posible. Pero tantas veces amo mal. Me amo a mí mismo. Sólo sueño con mis logros, con mis éxitos, con mi fama. Busco ser yo reconocido y querido. Quiero tener un lugar en la lista de los que destacan. Por eso me empeño en hacerlo todo bien, puliendo los defectos de mi alma. Pero hoy me detengo ante Jesús que pasa. Y miro la fuerza que brota en mi interior. Y dejo que salga de mí ese fuego, ese amor. Estoy llamado a mirar así mi vida y la de los demás. A mirar en ellos su luz, su fuerza. A mirar como mira Jesús al pasar ante mí. Quiero ser un educador santo capaz de educar hombres santos. Dice el P. Kentenich: «Yo, como padre, soy el sacerdote. Debo ser el maestro, que culmine la obra, que, de la ‘madera’ que tengo ‘en mis hijos’, talle auténticas figuras de santos. Se trata de la creación de valores nuevos. Hemos de ir a la soledad y allí dejarnos formar: estar abiertos a Dios y después, una vez llenos de Dios, salir afuera»[3]. Educo desde el corazón de Dios. Desde el silencio y la escucha donde me encuentro con mi verdad, con mi original forma de amar y mirar la vida. Y desde lo que soy puedo educar a quien Dios pone en mis manos. Dejo que mi corazón se llene de Dios para poder entregarlo a los que más lo necesitan. Cambio la mirada que tengo sobre mí. Cambio la mirada que proyecto sobre los demás. Quiero ser más humilde para mirar desde abajo a las personas, nunca desde arriba. Y ver su belleza oculta, su grandeza, su fuerza interior, su verdad más ignorada por los que miran mal. Esa misma luz que yo no veo en mí tantas veces. Por eso hoy lo decido. Cambio mis ojos. Los llevo al taller de Dios. En Él quiero empezar a mirar a los demás como Él me mira a mí. Puedo hacerlo si me dejo cambiar.
Es difícil entender lo que Dios quiere que haga. No es fácil descifrar sus silencios cada día. Interpretar sus palabras. Distinguir si es Dios quien me habla o soy yo que deseo muchas cosas. Y sueño. Y es verdad que en mis sueños está Dios escondido. Pero no es fácil optar, decidir el camino a seguir. Atravesar una puerta o pasar de largo. Decir que sí o guardar silencio evitando el compromiso. «¿Qué quieres de mí, Jesús? ¿Qué quieres qué haga? ¿Qué quieres que deje? ¿Qué quieres que elija?». Es el grito en tantos hombres que buscan hacer la voluntad de Dios en sus vidas. Esa es la historia de Samuel quien, siendo joven, cuando aún no conocía la voz de Dios, escucha en su interior una llamada. Escucha su nombre: «En aquellos días, Samuel estaba acostado en el templo del Señor, donde estaba el arca de Dios. El Señor llamó a Samuel, y él respondió: - Aquí estoy». Pero en su confusión pensó que era su maestro quien le hablaba. Porque aún no conocía al Señor: «Aún no conocía Samuel al Señor, pues no le había sido revelada la palabra del Señor. Fue corriendo a donde estaba Elí y le dijo: - Aquí estoy; vengo porque me has llamado». Pero no era Elí quien lo llamaba: «Respondió Elí: - No te he llamado; vuelve a acostarte». A veces en el camino me confundo. Interpreto mal las voces que escucho. Creo que me llama Dios y me pide algo. Pero tal vez no es Él. O creo que son otras invitaciones las que cuentan. Y sigo otros caminos confundido. Samuel tardó en comprender. Y al final fue Elí quien comprendió lo que sucedía y le explicó todo: «Elí comprendió que era el Señor quien llamaba al muchacho, y dijo a Samuel: - Anda, acuéstate; y si te llama alguien, responde: - Habla, Señor, que tu siervo te escucha». En la vida me viene bien encontrar a personas que me ayuden a interpretar las voces del alma. Los sonidos que surgen en lo profundo del corazón. Necesito a alguien que se ponga en mi piel y sepa discernir conmigo. Alguien que no decida por mí. Pero me ayude a tener más claridad. No siempre, pero a veces me hace bien dejarme aconsejar. Escuchar más voces en la maraña que se forma en mi interior. Alguien que con una cierta distancia sepa aconsejarme en mi búsqueda de Dios. A veces dicen algunos que ya no hay vocaciones a la vida consagrada. A la vida célibe como sacerdote, o como religiosa. Y me dicen que es en parte porque se presenta muy atractivo el matrimonio como camino de santidad. O tal vez es porque Dios llama menos. O porque los jóvenes han dejado la iglesia y la fe. Puede haber muchas razones. No lo sé. Pero yo pienso que hoy Dios sigue llamando y sigue habiendo jóvenes que se deciden por Él. Jóvenes que escuchan la voz de Dios y saltan de su cama con entusiasmo como Samuel, dispuestos a hacer lo que Dios les pide: «El Señor se presentó y le llamó como antes: - ¡Samuel, Samuel! Él respondió: - Habla, que tu siervo te escucha». Me gusta la actitud de Samuel. Aún no conoce a Dios, pero ya Dios lo conoce a Él. Y encendido por esa llamada, salta de su lecho para seguir sus pasos. Me gusta Samuel. Su inocencia. Su hondura. Su búsqueda. Su deseo de tocar y ver a Dios. Escucha la voz de Dios en el silencio de su alma. Se pone en camino y Elí le ayuda a comprender. No me es tan sencillo a veces escuchar a Dios porque no hago silencio. El corazón de los jóvenes tal vez está demasiado atado a la tierra y a sus propios planes. Hay demasiado ruido. Tal vez prefieren no escuchar. Además hay poca capacidad para la renuncia y la entrega de la vida. Se apega el corazón al propio sueño, al proyecto dibujado en la imaginación. Y hay miedo a confundirse tomando un camino que pueda no ser el propio. El alma se ha atado en exceso al mundo. O puede que el hombre no vea más caminos que los que la vida le ofrece. Puede ser también que no escuche porque hay poca hondura en su alma. Porque hay poco silencio y hay en cambio demasiados ruidos. Demasiadas voces que gritan. Leía el otro día: «De la noche a la mañana, y de la mañana a la noche, el silencio ha perdido cualquier derecho: el ruido quiere impedir que Dios hable»[4]. Demasiado ruido en el alma. ¿Cómo voy a saber lo que Dios quiere de mí? Sobre todo si lo que quiere es algo que rompe con el curso normal de mi vida. Y me pide Dios una locura. Sobre todo si seguir a Jesús supone dejarlo todo por tomar un camino distinto al que antes recorría. Cuando ese camino que seguía era perfectamente válido. ¿Cómo saber cuándo Dios quiere algo especial de mí, algo distinto, algo aparentemente imposible, una locura, un exabrupto en mi vida, en mi camino? ¿Cómo entender que sea necesaria una ruptura en la senda recta por la que discurría la vida? ¿Por qué tengo que renunciar a lo que deseo para abrazar otros deseos que aún no tengo? Tal vez falta silencio interior. No me callo. Dios sí que habla: «Dios tiene un lenguaje secreto, a muchos les habla al corazón. Y hay un potente sonido en el silencio del corazón: - Yo soy tu salvación»[5]. Me callo para intentar oír su voz. Para intentar saber qué dicen sus palabras. Para escuchar mi nombre pronunciado con ternura. Quiero oír su amor hecho palabra. Quiero saber que Él es mi salvación, mi camino, mi vida. Me callo para que Él hable, para entender. Como Samuel. Escucho atento.
Jesús es reconocido en el Jordán. Es necesario que Juan señale quién es Él: «En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: - Este es el Cordero de Dios. Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús». ¡Cuántas miradas hay en este pasaje! Miran y se reconocen. ¡Cuántas veces no miro en la vida! Dejo pasar a otros ante mi puerta sin ver su corazón, su belleza, su dolor. Todo empieza por la mirada de Juan a Jesús. Jesús pasa a mi lado. Pasa al lado de esos hombres sencillos, de Juan. Es un hombre más. Ese es el misterio de la Encarnación. Lo más importante de mi vida sucede en lo cotidiano: Dios camina a mi lado, pasa junto a mí. Juan lo ve. Sabe quién es. Lo reconoce. Tanto habló de Él, tanto lo anunció. Llega el momento de desaparecer. Deja que sus seguidores se vayan detrás de Jesús. Este momento es tan importante que se recuerda en la misa cada día. Al igual que Juan levanto la Hostia y digo en alto: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Me gusta mirarlo un momento, callado. Me conmueve. Él me salva. Lo reconozco. Como Juan ese día cuando se lo cuenta a sus discípulos. El evangelio dice que eran dos, uno era Andrés. Juan señala a Jesús que pasa. Camina delante de ellos en medio de su día. No quiere que aleje. Yo tampoco quiero. Siempre me da miedo ese Jesús que pasa de largo si no lo veo. Necesito que alguien me lo señale. Me diga que está ahí. ¿Quién es ahora esa persona? ¿Quién me muestra a Jesús pasando junto a mí, en mi rutina, en mi historia? Juan se fija en Jesús que pasa. Y lo señala. Y los discípulos siguen a Jesús. No saben quién es pero se fían de Juan. Me conmueve mucho esa confianza humana en Juan. ¡Cuánto se fiaban de él! Se fiaron de ese hombre que amaba la verdad. Lo escucharon, y se fueron con Jesús. No le dejaron pasar. No siguieron su vida contemplando de lejos. Dieron un paso al frente, sin saber muy bien a donde. Así suele ser en la vida. Me fío de aquel a quien amo. El amor me da confianza. Ellos creen en Juan que lo señala porque lo han amado antes. Creen en sus palabras. Se fían de él. Yo también me fío de algunas personas. Porque me parece bien su forma de vivir y pensar. Creo en sus capacidades. Creo en su verdad. No hay engaño en sus labios. Me gustaría pecar de confiado y no de desconfiado. Pero con frecuencia no es así. No me fío de algunos. Tal vez me han defraudado. Me han engañado. ¡Cómo seguir confiando! Muchas decepciones. El corazón no quiere más. Ha sufrido mucho. No quiere volver a confiar de nuevo. Creo que tener un corazón confiado es un ideal. Aunque me hayan defraudado. Aunque haya sido engañado. Una relación sana de amor se construye sobre la confianza. El otro día leía: «Confianza no es saberlo todo del otro. Es no necesitar saberlo». Cuando amo a alguien confío en él. No lo disculpo de todo lo que hace. Pero creo en su buena intención. No sospecho. No hay nada más peligroso que la sospecha. Surge cuando dudo de aquel a quien digo seguir. Me recreo en los escándalos de otros. Pongo en duda la pureza de intenciones de los demás. Nunca nadie es digno de mis elogios. Siempre sospecho, dudo, desconfío. No creo en la bondad de las personas. Veo sombras que oscurecen el brillo. Me gusta resaltar sus debilidades. Y desconfío de su fidelidad aparente. Como pensando que no hay nada oculto que un día no llegue a descubrirse. Desconfío también de los más cercanos. No me fío de sus criterios, de sus decisiones, de sus opciones. ¿Por qué dudo tanto? Tal vez por mis heridas. He sufrido. Me han hecho daño. Ya no creo en el amor puro. En la belleza sin mancha. En la pureza sagrada. No creo, porque me han decepcionado. Tal vez yo mismo he decepcionado a otros o a mí mismo. No creo en mis fuerzas y por eso tampoco creo en las de los demás. Como dice un dicho popular: «Cree el ladrón que todos son de su condición». Para confiar de nuevo tengo que hacer un proceso de conversión. Tengo que sanar mis heridas. Y recuperar la inocencia perdida. La ingenuidad robada. Volver a ser como niño. Confiar de nuevo en quien me ha defraudado. Volver a creer en quien me ha fallado. Hace falta un milagro de conversión. Quiero empezar de nuevo. Creer de nuevo. ¿Cómo hago para confiar? Es necesario el amor para que haya confianza. Amar a aquel en quien confío. Amor y confianza van de la mano. Pienso en las personas que forman parte de mi vida. ¿Confío totalmente en ellas? ¿O creo que me pueden engañar y fallar? Surge la duda, la sospecha. No quiero que se introduzca ese sentimiento en mi amor. No quiero desconfiar de los que Dios ha puesto en mi camino. Los dos discípulos se fiaron de Juan. Y lo dejaron para seguir al Cordero. Creyeron en la promesa de sus palabras. El salvador del mundo. Se fiaron. Me impresiona esa confianza ciega. Cuentan que en una ocasión quisieron gastarle una broma a Santo Tomás de Aquino. Él creyó lo que le decían. Y al ver que era un engaño respondió: «Entre que un burro vuele y que unos religiosos mientan, me parece más imposible lo segundo que lo primero». Esa mirada inocente sobre la vida es una gracia. ¡Qué pocas personas hay hoy tan confiadas! El corazón desconfía. No quiere pecar de ingenuo. Lo malo es que la desconfianza es un veneno que me quita la paz. No creo en la palabra que me han dado. No me fío de los consejos que me dan. No creo en las promesas que me hacen en el mundo del trabajo. Pero tampoco a veces en las relaciones personales. Desconfío del amor eterno que me prometen. Dudo de la fidelidad eterna asegurada. No me acabo de creer lo que me dicen que piensan. No me creo que no haya segundas intenciones en comportamientos generosos. Busco verdades ocultas. El veneno está en mí. Desconfío del mundo. De todos. No tengo a nadie seguro. ¿Es así? Hago mi lista de personas dignas de confianza. Tengo bastantes. Me quedo tranquilo. Pondría la mano en el fuego por ellos. Creo en ellos. No dudo de sus intenciones ni de sus promesas. Me gusta mirar así.
La desconfianza en los hombres me hace también desconfiado ante Dios. ¿Cómo voy a darle mi sí a Dios? No me fío de Él. No sé cuáles son sus planes al mirar mi vida. No sé si seguirlo a Él me va a traer paz y alegría. Pienso en cómo es mi sí a Dios. Decía el P. Kentenich: «Mi sí es un sí filial y alegre a mi camino de vida más seguro. Recuerden que ese sí supone igualmente heroísmo y audacia. Sólo quien de alguna manera posea un máximo de amor filial será capaz de tal audacia»[6]. Necesito un profundo amor filial para seguir a Jesús. Para creer en Él como hoy los discípulos: «Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: - ¿Qué buscáis?». Jesús se vuelve y los mira. Es la mirada de Jesús a esos hombres que lo siguen porque han visto algo en Él que responde a su sed y a su anhelo. Esos hombres sencillos se han fiado de Juan y han comenzado a caminar con Él. Van detrás de Él, no se atreven a más. Se fían de Jesús y lo siguen. Son como niños. Confían. No saben bien qué buscan. No saben por qué se ponen en camino. Se fían de Jesús. Tienen alma filial. Jesús los mira. Mira su corazón de niño, su inocencia, su sencillez, su trasparencia. ¿Qué buscan estos hombres? Algo buscan, eso lo dicen sus ojos. No le preguntan a Jesús qué va a hacer en su vida, su proyecto, sus sueños. No le preguntan qué tienen que hacer ellos para ser sus discípulos. No quieren saber qué tienen que dejar para seguir sus pasos. Simplemente quieren estar con Él, a su lado: «Ellos le contestaron: - Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?». Quieren saber dónde está su hogar. Quieren vivir con Él. Ellos no lo saben, sólo quieren estar con Él. Es bonito lo poco que saben de Él y aun así, ya lo siguen. Jesús ve esa confianza y ya los quiere. Les invita a quedarse con Él: «Él les dijo: - Venid y lo veréis. Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día; serían las cuatro de la tarde». De nuevo la mirada. Los invita a ver por sus propios ojos. Los llama a ir con Él. Venid. «Ven». Esa palabra la he sentido en mi corazón muchas veces en mi vida. Y la he deseado otras muchas. Quiero que Jesús me diga: «Ven conmigo. Ven a mi lado. La vida merece la pena junto a mí. Ven, mira, no te quedes lejos». No quiero sólo contemplar en la lejanía. Quiero irme con Él, estar con Él. Jesús sólo les promete estar con Él. Y vivir juntos lo que toque, lo que Dios regale. Es una aventura. No les cuenta un programa, no les exige unos puntos a cumplir, no anuncia unos milagros que verán. Sólo les pide que vayan con Él. Y así empezó todo. Jesús invitó a unos amigos a vivir con Él. Día y noche. No un rato, sino siempre. Aún no sabía muy bien para qué. ¡Qué alegría para Jesús tener esa comunidad! Amigos en los que descansar. Para los que ser hogar. Ellos se quedan con Jesús. Lo que impacta siempre es el testimonio, no tanto las palabras. No importa tanto lo que piensa Jesús. Ni sus ideas. Están con Él todo el día y ven cómo actúa, qué hace, cómo vive. Comparten un día tan solo pero eso basta. ¿Qué harían aquel día? ¿Predicaría Jesús como tantas veces junto al lago? ¿Curaría enfermos, sanaría corazones rotos, mostraría su misericordia con los más débiles y heridos? No lo cuenta el evangelista. No se detiene en los detalles de aquel día. Me gustaría saberlo. Pero sólo sé que ese día cambió sus vidas. Se enamoraron. No sabrían mucho de Él. Fue sólo un día. Pero se acuerdan de la hora del encuentro. Fue el día más importante de sus vidas. Juan y Andrés se convierten en discípulos de golpe. En seguidores fieles. Hombres libres que se apegan a Jesús con voluntad libre. No tienen miedo de entregar su libertad por amor a Jesús. Él los acoge. Los cuida. Los ama. Y va formando en ellos un corazón valiente y libre. Decía el P. Kentenich: «La obra maestra consiste en educar hombres autónomos que abracen su ideal por convicción y acompañen en las buenas y en las malas, pero siendo autónomos y actuando por sí mismos»[7]. Ser discípulo de Jesús no es ser un borrego. Supone una madurez en la vida, en el amor, en la entrega, en la fe. El gran drama del hombre de hoy es su inmadurez afectiva. Una persona inmadura en su forma de amar y vivir, suele tener una fe inmadura. Una fe que desconfía del amor de Dios. Una fe que deja de creer cuando experimenta el dolor, la cruz, o la muerte. Una fe débil. Que deja de mirar a Jesús al experimentar la frustración. No quiero una fe inmadura que necesite milagros para seguir creyendo. Necesito una fe más honda, más madura, más verdadera. Una fe probada. Una fe que ha madurado en medio de la cruz y el sufrimiento. Una fe que se aferra a Jesús desde el dolor de la pérdida. Es un don que pido.
Cuando acaba el día Juan y Andrés van a contárselo a los suyos: «Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice: - Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)». Andrés se lo cuenta a Pedro, su hermano. Es la cadena de mirar y contar que dura hasta nuestros días. De persona a persona. El cristianismo se contagia por envidia. Te sigo porque envidio cómo vives tu vida. Miro tu fe y la deseo. Es así siempre. Es impresionante la fe de Andrés que le dice a Pedro que han encontrado al Mesías. ¿Qué vio Andrés en ese hombre de Nazaret? Tantos hombres vieron milagros más tarde, pero no creyeron. Tantos hombres fueron curados por Él, tantos comieron de la multiplicación de los panes, pero no lo reconocieron. Y ese pescador creyó, porque leyó en los ojos de Jesús un amor único, algo que llevaba buscando toda su vida. Entiendo que Jesús se conmoviera ante esta fe tan madura. Se reconocieron, sus discípulos y Jesús. Ya no era por lo que les había dicho Juan antes sobre Jesús. Ahora ellos lo habían visto. ¿Qué vieron? Un testimonio de vida. Andrés quería compartir con su hermano su tesoro: «Y lo llevó a Jesús». ¿A quién llevo yo a Jesús? ¿A quién le cuento lo que he encontrado? A veces el apostolado se convierte en una carga pesada. Como si tuviera que hacer cosas por Jesús. Pero no es así. Cuando amo, necesito contar que amo. El amor es expansivo. Me saca de mi interior, de mi comodidad. Andrés no puede contenerse. Había un fuego en su interior que Pedro supo ver. Una alegría profunda y auténtica. Era verdad. No dudó de su hermano. No le hizo preguntas. No quiso pruebas. Se dejó llevar. Y al llegar junto a Jesús, se sintió mirado: «Jesús se le quedó mirando y le dijo: - Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce Pedro)». No sería un encuentro corto. Sería algo más profundo. Y Jesús supo en seguida el verdadero nombre de Pedro. Él sería la piedra. La piedra rota pero firme. La piedra sobre la que Él descansaría. La piedra pequeña que un día se resquebrajaría pero volvería a ser su apoyo. Al darle el nombre, se pertenecieron para siempre. Jesús me mira a mí, se me queda mirando, y me llama por ese nombre que solo sabe Él. Como hizo Jesús con Pedro. Como hizo Dios con Samuel. Lo llamó y se quedó a su lado: «Samuel crecía, y el Señor estaba con él; ninguna de sus palabras dejó de cumplirse». Pienso a veces, cuando voy corriendo de un lado a otro, que Jesús me mira y me sonríe. Y me llama por mi nombre. Con ternura. No me grita. Lo hace con voz queda. Para que no me asuste. Y yo, es verdad, quiero estar con Él. Vivir este año con Él. Cada día, pase lo que pase. Junto a Él. Porque conoce mi nombre. Porque sabe lo que deseo. Porque ha mirado mis entrañas y me ama. Quiero estar con Él siempre. Cuando toque caminar, cuando toque comer, cuando toque amar, dormir cansado, cuando toque reír o llorar. Cuando toque descansar o dar la vida. Todo junto a Él. Bajo sus ojos oscuros siento su presencia en mi corazón. Quiero dar gracias a Dios porque se acerca y pasa a mi lado, porque me mira en profundidad. Porque conoce cómo soy de verdad. Porque me llama por mi nombre para que viva junto a Él. Porque ha puesto en mi camino personas que me lo señalan, que me llevan a Él. Porque Él, sólo Él, me llama por mi nombre. Y yo le digo conmovido: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad». De nuevo, me lo repito, quiero vivir a su lado. Sólo quiero eso.
[1] J. Kentenich, Hacia la cima
[2] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[3] J. Kentenich, Retiro enero 53, Familia sirviendo la vida
[4] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 63
[5] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
[6] J. Kentenich, Niños ante Dios
[7] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, de Peter Locher, Jonathan Niehaus