Se llama Patricia. Nació en Burgos. Su gran sueño era ser actriz de teatro. El camino más corto: ser modelo de estudio y de pasarela, escribe mi amigo A. Rosal.
«Yo soñaba de jovencita —continúa Patricia— llegar muy lejos. Me metí de lleno en el mundo bohemio y en el de las personas “libres”, que yo había idealizado en mi mente, pero que me iba absorbiendo y, en cierto modo, “deshumanizando”, ya que pasabas por encima de todo, incluso de los valores fundamentales. Sólo importaba la imagen que podías ofrecer. El corazón, el alma, los sentimientos, la conciencia... todo quedaba anulado.
»Yo buscaba el aplauso, el triunfo. Con el tiempo me fui dando cuanta de que esto creaba tanto en mí como en todos los que me rodeaban un sentimiento de vacío, de falta de sentido. En el escenario, en la pasarela, todo parecía funcionar a las mil maravillas, pero cuando volvías a la realidad... todo terminaba.
»Por aquel entonces una amiga mía se había metido monja en un convento de clausura y fui a visitarla. Una pregunta se hizo presente en mi interior:
— »¿Quién está prisionera, ellas o yo?
»Aquellas mujeres que estaban dentro de las rejas de un convento de clausura eran alegres, vivían contentas y felices. Tenían a Dios... y eso les bastaba. Transmitían paz y alegría.
»Recuerdo que esa primera vez casi no oyeron mi voz. Me era imposible hablar con tanto asombro y ante una vida tan grande. En cambio en la siguiente vez que me acerqué a verlas no paré de hablar...
»Quería saber por qué entre rejas eran felices.
»Por qué se sentían libres.
»Por qué vivían contentas y alegres.
»Cuál era el sentido de sus vidas...
»Cuando descubrí a Dios o, mejor dicho, cuando Él salió a mi encuentro, abrió mis ojos y comprendí que sólo había una forma de plenitud. Sólo había Alguien que podía llenar mi vida, todos mis anhelos de paz, de alegría y de libertad: Dios.
»A los tres meses —dice la ex-modelo burgalesa— crucé el portón del convento. Hoy lo único que puedo decir es que no vale la pena vivir llenando el corazón de sucedáneos. Que todo se acaba. Que lo único que queda es el Amor de Cristo que transforma y abre horizontes inmensos.
»Que no vale la pena ser conocido por los hombres...
»Que lo único que vale la pena es ser conocida por Dios.» Ahí radica la verdadera alegría.
Alimbau, J.M. (2017). Palabras para la alegría. Madrid: Voz de Papel.