Isaías 60,1-6; Efesios 3, 2-3a. 5-6; Mateo 2, 1-12 / Isaías 42, 1-4. 6-7; Hechos de los apóstoles 10,34-38; Marcos 1, 7-11

«Vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia Él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: - Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto»
«El regalo dice mucho de mi amor. Es un símbolo que expresa mis sentimientos. Es un arte saber regalar. No siempre importa la utilidad de lo que regalo. Sino su significado más profundo
»
 
Con el paso del tiempo aprendo a valorar la vida. Aprendo cosas que antes no sabía, sólo con el paso del tiempo. Tiene el tiempo la buena costumbre de enseñar al alma lo que al nacer no sabe. La experiencia se guarda en el recuerdo como un gran tesoro. La amaso como una fortuna y voy sacando de mis años pasados lo que me sirve para el presente. Escribe Jorge Luis Borges: «Después de un tiempo uno aprende la sutil diferencia entre sostener una mano y encadenar un alma. Y uno empieza a aprender que los besos no son contratos. Y los regalos no son promesas. Y uno empieza a aceptar sus derrotas con la cabeza alta. Y los ojos abiertos. Con el tiempo comprendes que apresurar las cosas o forzarlas a que pasen ocasionará que al final no sean como esperabas. Con el tiempo te das cuenta de que en realidad lo mejor no era el futuro, sino el momento que estabas viviendo justo en ese instante. Con el tiempo verás que aunque seas feliz con los que están a tu lado, añorarás terriblemente a los que ayer estaban contigo y ahora se han marchado». No sé bien cuál es mi lista de aprendizaje. Esos nuevos valores que el tiempo me ha ayudado a guardar bien dentro. Con el tiempo he aprendido que no todo lo eficiente merece la pena. Y las prisas no traen nada nuevo. Con el tiempo sé que lo que hoy no disfrute mañana lo echaré de menos. Y si hoy no amo bien a los que tengo cerca, quizás mañana se hayan ido, antes de que me dé cuenta. Con el tiempo he aprendido a vivir el presente, a degustarlo, gota a gota. Y aprendo a no pensar en lo que podía haber sido. El tiempo me ha enseñado que las cosas tienen el valor que yo les doy, ni más ni menos. Y por eso me da miedo dejar de lado lo que de verdad importa. Las personas que me importan, los lugares que amo, las vivencias que me llenan. Con el tiempo he aprendido a mirar la derrota y la victoria como aves de paso. No sé si lo he aprendido, pero deseo aprenderlo. Los triunfos hoy están y mañana se han ido. Igual que los fracasos. He aprendido a decir lo que pienso, lo que siento, para no reprocharme más tarde no haberlo hecho a tiempo. Con el tiempo he aprendido a decir que no cuando es no y a mantenerme fiel en el sí, cuando es sí lo que deseo. He decidido besar la verdad de mi vida, y despojarme de los disfraces que protegen mi alma. A un lado arrojo las máscaras. Que no me dejan ser verdadero. Con el tiempo me he puesto a picar el muro que cubre mis heridas. Para dejar que entre la luz, el aire, y se cuele Dios por la rendija. Es verdad que me da miedo el dolor, pero he aprendido que es más sano vivir abierto que vivir escondido. Una poesía dice así: «Por haber amado tanto me ha tocado a mí sufrir. Llorar cuando ya no tengo, sentir la ausencia en el tiempo. Es duro el paso del tiempo, que cuanto más he amado, más sé que temo perder. Será mi camino frío, en la ausencia de quien amo. Será mi vida un desierto. Lo sé. Es tal vez por eso, sí, por eso, que temo tanto la muerte, habiendo amado la vida». Con el tiempo he comprendido que amar merece la pena. Aunque me toque sufrir. Y que al final del camino soy yo mi mejor compañía. Y no quiero estar todo el día huyendo de mi verdad, de mi soledad, de mí mismo. He decidido por eso pintar en un cuadro el color de mi alma. Pongo vivos colores. No me gustan los tonos grises. Alargo mis formas, al estilo del Greco. Pareceré más alto, quizás más cerca del cielo. Y dejaré a mis pies una zarza ardiendo. Expresión del amor que no quiero que pase. De la vida más honda que yo quiero vivir. De la pureza eterna que anhelan hoy mis ojos. Pintaré mi vida como una sucesión de sueños. Enraizada mi alma en lo más hondo de la tierra, gruesas raíces. Y anclada al mismo tiempo, no sé muy bien cómo, en un mar verde y hondo. Hoy, con el paso del tiempo, aprendo que las melodías están grabadas en el alma para siempre. No se olvidan. Nunca mueren. Y los temas principales de mi vida se repiten cada día. Y no me asusto con mis lágrimas cuando vuelven. Sé que he llorado mucho. Y me ha dolido la vida. Tal vez por haber amado. No me siento seguro en mis risas. Pero me gusta reírme a carcajadas. Sé muy bien que muchas alegrías son pasajeras. Tampoco importa. El paso del tiempo no sana las heridas. Eso no. Al recordar el dolor quizás lo siento muy vivo. Pero el paso del tiempo me enseña que mi herida es la grieta de luz por la que entra la vida y la esperanza. Y se cuelan los sueños y con ellos, Dios en mi alma. Aunque a veces lo olvide. Cuando el dolor es hondo. Con el paso del tiempo quiero más a mi Dios, que camina conmigo. Que es presencia muy viva en mi alma de una luz que aviva mis colores. Una luz más fuerte que al comienzo del camino. El paso del tiempo cuenta. Lo he vivido. Aunque alguien me diga que no tienen valor los años que acumulo. Me miran con desprecio al almacenar días. Mis canas me delatan, mi torpeza, mi memoria, mi sabiduría, mis conocimientos. Algunos no los valoran. Los desprecian. Parece que ya no cuenta si soy o no más sabio. Como si el valor por encima de todos los valores fuera el de no cumplir años, el de no dejar nunca de ser joven. Me gustaría tener una vida entera abierta ante mí como cuando era niño. Pero a la vez comprendo que es mucho mejor lo que ahora veo, alzado sobre mis años. Veo esa nueva oportunidad para tomar decisiones. Ese nuevo comienzo que Dios me regala al darme la vida. Un nuevo día. Puedo decidir siempre de nuevo. Puedo elegir un final feliz para mi historia. Me gustaría amar lo que ahora tengo, en lugar de vivir angustiado por lo que nunca ha sido. Quiero purificar mi memoria, que el tiempo ha dejado herida. Se la entrego a mi Dios para que calme mis ansias. Alegre mis penas. Llene de luz mis sombras. No tengo miedo a vivir. Porque ya he vivido mucho. No quiero tener más poder. Ni más fama. Ni más gloria. No deseo cumplir las expectativas del mundo. Ni que todos me quieran. En la película «The Greatest Showman». escucho: «No hace falta que te quiera todo el mundo, basta con unas pocas personas». Así quiero vivir. Me lo ha enseñado el tiempo. Si no le gusta a alguien la forma como vivo. Ni aplaude mis palabras. No temo. Sigo firme. No busco complacer. Sólo a mi Dios le importa. Y Él, mejor que nadie, conoce lo que siento.

El otro día leía una publicidad importante para estos días: «Regalar es dar algo sin esperar nada a cambio». Y me quedé pensando en mi forma de hacer regalos. A veces lo veo como una carga. A veces prefiero que me digan lo que quieren de regalo. El mínimo esperado. Para no defraudar. Para no confundirme. Pero no quiero dar más de lo necesario. No quiero ser tonto. Doy sólo el mínimo. Quedo bien. Cumplo. Busco algo. No me da tiempo. Pienso en cualquier cosa. No pienso demasiado en lo que al otro la hará ilusión. No me pongo en su piel. No busco hacerle feliz con mi regalo. Tal vez sólo quiero salir del paso. ¿Qué espero cuando doy algo? ¿Qué busco cuando regalo? ¿Busco reciprocidad, o al menos algo a cambio? ¿Qué siento cuando no recibo nada después de haberlo dado todo? ¿Acaso no dudo del amor ajeno? El regalo dice mucho de lo que siento, de lo que amo. Cuando doy lo que me sobra. Cuando doy sólo para salir del paso. El regalo es un símbolo que expresa mis sentimientos verdaderos. Es un arte saber regalar. No siempre importa la utilidad de lo que regalo. Sino su significado más profundo. No importa tanto su precio, sino el esfuerzo que he puesto para pensarlo. Vale más aquello a lo que doy más valor. También veo que necesito aprender a recibir regalos. No quiero esperar nada. No quiero sentirme defraudado por el regalo. ¡Cuántas veces sucede así! Me olvido de la gratuidad. Los reyes magos me enseñan a dar permaneciendo escondido. Me enseñan a no buscar aplausos por lo que entrego. A recibir sin saber bien de dónde viene. Alegrándome de la gratuidad. No merezco el regalo. ¿Por qué me molesta tanto cuando recibo menos de lo que esperaba? Soñaba con algo mejor y me dan algo poco valioso. O no recibo precisamente aquello que yo esperaba. O lo que he pedido. Hay personas que saben aceptar con alegría todo lo que reciben. Ven la intención, el corazón del que regala. Lo reciben todo como algo maravilloso. Creen en la gratuidad. Me gustaría tener esa mirada tan pura. Mirar el envoltorio y ya emocionarme. Abrir el regalo y llenarme de dicha. Si no me creo con derecho a nada veré todo como un regalo inmerecido. Me falta alma de niño para despertarme la mañana de reyes lleno de sueños y deseos. Nervioso. Imagino la carta que les escribí llena de todos mis sueños. Y la emoción al desenvolver tantas sorpresas inesperadas. Esa mirada feliz sobre los regalos habla mucho de mi actitud fundamental ante la vida. Mi forma de dar, de darme. Mi actitud al recibir. Mi forma de alegrarme. La emoción ante la sorpresa. El asombro ante lo que desconozco. Me gustaría mirar así la vida siempre. Una niña pequeña pidió a los reyes magia. Quería tener poderes especiales. Mover las cosas de sitio. Cambiar su aspecto. Al no recibir ese don se quedó confusa. Pero en seguida se conmovió al ver otros regalos maravillosos. No había poder escondido. Pero pronto sus ojos se llenaron de nuevo de luz y alegría. Me gusta mirar a los niños la mañana de reyes. Conmovidos. Emocionados. Sorprendidos. Alegres. Nerviosos. Demasiados regalos que vienen de un lugar desconocido. Quiero yo ser así. Quiero ser más niño e inocente para creer en lo imposible y alegrarme con las sorpresas. A veces regalo cosas. Pero no me regalo en ellas. No me doy, doy sólo algo. Y siento que si así lo hago con los hombres también lo hago con Dios. Le doy sólo pequeños regalos. A veces esperando algo a cambio. Le doy parte de mi tiempo. Parte de mis gustos. Parte de mi vida. Y luego me reservo por miedo. Y le pido todo. Salud, suerte, éxitos. Todo a cambio de mi entrega total. Esa entrega en la que fallo tanto. Decía el P. Kentenich: «Entrega total. ¡Algo permanente! ¿Están de acuerdo? Quien realiza un acto de esta índole, medita muy bien lo que dice. ¿O acaso no sabemos cómo nuestro pobre corazón mañana o pasado mañana se inclina hacia otras cosas?»[1]. Muchas veces le digo a Dios que sí, que estoy dispuesto a darlo todo. Le traigo mis mejores regalos. Hago actos heroicos de compromiso. Le ofrezco lo más íntimo de mi alma. Mi mayor tesoro. Oro. Incienso. Mirra. Lo llevo todo bien preparado para Él. Elijo las mejores palabras. Uso la poesía para darle profundidad a lo que hago. Me gusta el sonido de mi entrega. Pero luego, con el paso del tiempo, olvido mis promesas. Quedan abandonados a la puerta de Dios todos mis regalos eternos. Mi entrega total prometida. Prometo darlo todo. Prometo ser fiel siempre. Prometo amar a Dios por encima de todo lo que tengo. Prometo seguir sus huellas allí adonde vaya. Prometo cuidar a todas las personas que me confía. Prometo no guardarme nada y vivir libre. Prometo ser generoso en mi entrega desde lo más profundo. Prometo tantas cosas. Temo fallar. No estar a la altura. Me da miedo no llegar a la cuota de entrega que parece exigirme Dios. Prometo una entrega total y permanente. Un sí para siempre, fiel y verdadero. Miro a Dios. El otro día leí algo central: «Volveos hacia la fuente y todo os será dado. Recibiréis sol, lluvia, fuerza de vida y una abundante cosecha sin necesidad de dar nada a cambio. Os equivocáis cuando pensáis que las uvas crecen por la eficacia de vuestros esfuerzos. Apartad la atención de las uvas y dirigidla hacia la vid»[2]. Mi sí, mi entrega diaria y constante, sólo es posible si miro a Jesús. Le entrego a Él mi confianza. Me doy por entero para que mi vida contenga su vida. Me regalo a mí mismo con mis dones y carencias. Me doy por entero sin guardarme. No busco cumplir con lo que me toca hacer. Doy más de lo que me han pedido. No es tan fácil. Pero cuando Dios me lo pide todo me da miedo. Porque no sé si puedo darlo todo. Si me olvido de la vid, de su rostro, de su corazón, me seco. Si me olvido del poder de su Espíritu, muero sin dar fruto. Le necesito tanto para vivir.

La epifanía es la manifestación de Dios en medio de los hombres. En la llegada de los reyes a adorar al Niño en Belén se manifiesta el poder de Dios ante todos los pueblos de la tierra representados en estos sabios. Es la primera epifanía: «Unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: - ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo». Los reyes lo han dejado todo para adorar a Jesús. Siguen una estrella. Sueñan con lo imposible. Me gusta la imagen de la estrella. Me hace mirar al cielo. En medio de la noche la estrella brilla y me da luz. Me asombro. Sé que durante el día no podré seguir las estrellas. No las veo. En medio de mi noche también me cuesta a veces ver el camino correcto. Necesito una luz que ilumine mis sendas. El Cardenal Van Thuan, en su encarcelamiento, vivía angustiado por no poder cuidar a las personas a él confiadas. Sentía que estaba fallando a su misión. Se sentía responsable de muchos. Había tantas cosas por hacer. Un día, en medio de su falta de paz, recibió una luz de Dios que le permitió mirar la vida de otra manera: «Si Dios quiere que tú dejes todas estas obras poniéndote en sus manos, hazlo inmediatamente y ten confianza en Él. Él confiará tus obras a otros, que son mucho más capaces que tú. Tú has escogido a Dios, y no sus obras. Esta luz me dio una nueva fuerza, que ha cambiado totalmente mi manera de pensar y me ha ayudado a superar momentos que físicamente parecían imposibles de soportar. Desde aquel momento, una nueva paz llenó mi corazón y me acompañó durante trece años de prisión. Sentía la debilidad humana, pero renovaba esta decisión frente a las situaciones difíciles, y nunca me faltó la paz. Escoger a Dios y no las obras de Dios». Esa luz de Dios llenó de esperanza su celda. Dejó de elegir las obras de Dios. Eligió a Dios. Esa luz nueva le permitió mirar de otra manera el presente, su cárcel. Ya no era tan importante hacer cosas. Esas cosas las podrían hacer otros. Él había elegido a Dios. También en medio de su oscuridad. Pienso en la oscuridad en la que viven tantos hombres. Una oscuridad que a mí también me turba. Vivo angustiado por las obras de Dios. Preocupado, inquieto. Voy con prisas buscando paz sin encontrarla. Necesito una estrella como esos magos de Oriente que calme mis deseos. Decía el P. Kentenich: «El Espíritu quita ese velo y nos hace avizorar las cosas con una nueva luz. Ya no nos interesará lo que le interesa al mundo; las realidades mundanas nos serán como hierba seca. No despreciaremos las cosas creadas en sí mismas, pero, y esto es lo importante, tampoco las sobrevaloraremos. Antes bien, las amaremos en Dios y a causa de Dios»[3]. La luz del Espíritu me quita el velo. Puedo ver la luz de Dios en las cosas del mundo. Puedo ver con claridad lo que quiere de mí en cada momento. Eso es lo que necesito siempre. Una estrella en medio de la noche que me ayude a tomar decisiones. Esa luz de Dios que señale mi camino. Los hombres a veces pueden confundirme: «Entonces Herodes llamó en secreto a los magos para que le precisaran el tiempo en que había aparecido la estrella, y los mandó a Belén, diciéndoles: - Id y averiguad cuidadosamente qué hay del niño y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo». Las voces del mundo que pretende algo de mí. Me da miedo que me engañen. Me asusta defraudar a las personas tomando decisiones incorrectas. ¿Será esto lo que quiere Dios de mí? Busco una estrella que confirme mis pasos. Busco luces que me marquen el camino. Los magos lo dejaron todo por seguir a Dios. Encontraron una luz. Esperaban algo esa noche de Navidad. Eran los que esperaban. Porque José y María no sabían cómo sería todo esa noche. No encontraban posada. Sólo un establo. Tampoco los pastores sabían nada. Ellos fueron sorprendidos por los ángeles. Sólo los reyes esperaban algo y por eso venían cargados de regalos. Llevaban oro, incienso y mirra. El oro propio de la realeza. El incienso de la divinidad. La mirra expresión de su humanidad. Era hombre, era rey, era Dios. Era un niño envuelto en pañales que traía la paz. Oculto en la carne humana. Escondido en un simple establo. En medio de la luz de la estrella, no desaparece el mal. No desaparece la muerte. Ese niño príncipe de la paz no acaba con el dolor para siempre. Sigue existiendo el odio a su alrededor. En ese rey Herodes que teme por su reinado. Y se protege con rabia matando niños. Quiere acabar con los peligros que cuestionan su poder. ¡Cuánta vanidad hay en el corazón humano! La luz brilla en las tinieblas, en el pecado, en el mal. Siempre será así. El trigo crece junto a la cizaña. El bien que hacemos es una hoguera en medio de la noche. El mal está presente en medio de tanta luz que trae Jesús al nacer. El poder de Dios se manifiesta en la epifanía. Lo adoran, sin entender demasiado. Nadie sabe cómo será su reinado. Parece todo imposible. Un niño pobre. Una locura. Nada es imposible para Dios. El corazón humano busca la seguridad del poder. Cuesta ver el poder de Dios envuelto en pañales. La indefensión me  confunde. Es imposible que unos padres indefensos protejan a Dios. José, María y el niño huirán a Egipto. No podrán enfrentar a los poderosos. Los evitan. Los mismos magos volverán por otro camino para no tener que desvelar a Dios oculto, para no enfrentar el odio. Pasa esa noche de luz y el hombre seguirá confundido. No se manifiesta de forma definitiva y para todos. No está todo claro. No todo es evidente. Esto siempre me conmueve. Yo mismo no lo veo. No lo descubro. No se me desvela cuánto me ama Dios. Permanece oculto a mis ojos en medio de la noche. No consigo que se desvele todo su poder. Creo en un Dios oculto. En un Dios que se manifiesta en mi vida. Se hace visible para que no dude. Hoy escucho: «¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!». Brilla la luz. Pero sé que a veces volverá a ocultarse para que aprenda a caminar en medio de los claroscuros de la vida. En medio de las sombras, tanteando. Es verdad que tengo estrellas que de vez en cuando iluminan el lugar, la dirección y la manera de actuar. Esas estrellas no son muchas. Pero las necesito. Son palabras. Corazones. Miradas. Que me ayudan a decidir. En mi noche brillan como una luz. En mis sombras confío en Emmanuel, ese Dios que va conmigo.

El día del Bautismo del Señor se manifiesta su poder, Jesús es hijo de Dios. Es la segunda epifanía: «Llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia Él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: - Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto». Se revela su pertenencia. Jesús es Dios. Es hombre pero viene de Dios. Es amado por Dios. Ese amor predilecto se hace visible frente a los hombres. Para que sepan quién es, quién viene a verlos. Se acaba el temor para siempre porque Dios acampa entre nosotros. Me ama. Me elige. Ya no temo. Él es el hijo predilecto de Dios. Siento que yo también soy hijo de Dios en Jesús. Eso me salva, me sana. Porque he nacido con una herida profunda de desamor. Quiero ser amado por todos y siempre. Y necesito que me lo digan, que me lo demuestren. Tal vez me olvido de ese Dios que me ha creado y pronuncia sobre mí esa frase. Soy su predilecto. Si me creyera de verdad que soy su elegido tantas cosas cambiarían. Dejaría seguro de mendigar amor. Creería más en ese amor de Dios sobre el que se levanta mi vida. Cuando es así, ya sólo me queda confiar y creer en ese Jesús que va conmigo. Pero a veces, en medio de la noche de mi cruz, dudo y me pregunto: «¿Realmente, Jesús, me quieres tanto a mí? ¿Soy tu predilecto? Veo que no me das lo que te pido. No haces lo que me sana. No respetas la vida de los míos. No allanas mi camino. Me quitas la esperanza. ¿Cómo voy a pensar que me quieres de forma predilecta? Pienso todo lo contrario. No me amas de forma especial». Es normal que piense así, me digo, cuando las cosas no me resultan. Es verdad. Cuando no salen adelante mis planes. Cuando no sale bien lo que emprendo. Cuando me quedo solo en el fracaso. Cuando me insultan y hablan mal de mí. Cuando no me alaban ni me siguen. Cuanto todo el mundo se ríe de mis decisiones. ¿Cómo voy a ser yo el predilecto? Lo dudo. No me creo el amor predilecto de Dios. Hoy escucho: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu». Me cuesta pensar que soy yo aquel a quien elige. Pienso más bien que será a otros a los que sí amará. Pero a mí no tanto. Quiero ser sincero con Dios como decía el P. Kentenich: «Es importante que aprendamos, también en nuestra vida afectiva ante Dios, a expresar con más fuerza lo que oprime el corazón, ¿No es acaso mucho mejor ponerse de pie frente a Dios y patalear? Él no lo toma a mal. Él ve el corazón. Significa gritar como un niño, y gritar como un niño es el acto más elevado de la infancia espiritual»[4]. Me rebelo contra ese Dios que se revela en mi vida pero no me ama con todo su poder. Expreso lo que siento. Le digo que yo no me siento predilecto. Creo que no me ha elegido porque lo veo permanecer a mi lado sin hacer nada. Me duele ese Dios injusto que no puede hacer posible lo imposible en mi vida. O a lo mejor es que no quiere. Y me lleno de rabia porque la vida conmigo es injusta, mientras que para otros es maravillosa. Pataleo con mucha rabia en mi corazón. Tengo los ojos llenos de lágrimas. ¿Por qué no me salva a mí que tanto se lo pido? Dice que soy su predilecto. Pero no es verdad. Tengo claro que si todos son sus predilectos significa que ninguno lo es. Justamente la predilección en mi corazón humano me habla de elegir a uno por encima del resto. Y si todos son elegidos, ninguno es el elegido, no amo más a ninguno. Con lo cual no hay predilección. Y si yo sufro pérdidas, y tengo fracasos, ¿cómo voy a ser yo el elegido? Decía Santa Teresa de Jesús en una ocasión: «Señor, no me extraña que tengas tan pocos amigos si así tratas a los que tienes». No me cuida como su predilecto, como a su amigo preferido. No allana mi camino para que camine sin dificultad. No acabo de creerme su predilección porque no la veo en mi vida. Quiero aprender a confiar más en ese amor que a veces no veo, en esa predilección que se me esconde. Decía el P. Kentenich: «No es como si Dios durmiese; más bien es como si Dios y yo estuviésemos totalmente solos en este mundo: ¡Con tanto cuidado sostiene Él los hilos de mi vida en sus manos! Soy la ocupación predilecta de Dios, y Dios es mi ocupación personal predilecta»[5]. Me falta fe para tener esa mirada de fe. No la tengo. No me siento la ocupación predilecta de Dios. Pero me gustaría sentirlo. Me gustaría pensar que en medio de mi cruz sostiene Dios mis pasos. Sana mis heridas. Levanta mi cuerpo cuando ha caído. A lo mejor Él tampoco es mi ocupación predilecta. ¿Doy tanto valor a mi oración? ¿Me gusta estar a su lado cuidándole a Él que me ha elegido? Muchas veces son otros los que van delante de Dios en mi lista de ocupaciones. Tengo otras prioridades que elijo. Hay otras ocupaciones que me despiertan más alegría. ¿Es Dios mi Padre predilecto, ese Dios al que elijo? No lo creo. Lo dudo porque mis obras no se corresponden con mis promesas. He prometido ocuparme de Dios en todo lo que hago. Ponerlo en el centro de mis obras. Amarlo por encima de todas las cosas. Elegirlo como el tesoro más grande de mi campo. Lo he decidido. Pero no lo hago. Elijo otros tesoros. Tengo otros lugares predilectos. Otras personas que llenan mi vida. Dios no está en el lugar que deseo. Por eso hoy me acerco con Jesús al Jordán. Me pongo en la misma cola de hombres caminando hacia Juan. Sin pretender nada especial, como Jesús, uno más entre tantos. Me acerco a Jesús porque quiero escuchar asa voz de Dios. No sucede todo de forma extraordinaria. Es más bien en lo cotidiano donde Dios me habla, donde me dice que me ama. Quiero pedirle a Dios que me diga que me quiere. Es lo que necesito. Tal vez no le escuche. Quiero que me lo diga a través de personas. En la vida cuando note que no todo me sale bien. Allí quiero sentir su abrazo de Padre. Su voz firme y fuerte resonando en mis entrañas. Soy el amado. Quiero creérmelo. Aunque a veces dude. Esa certeza de su amor debería sostener mi vida como sostuvo la de Jesús.

Me gusta la imagen del agua. El agua que se derrama en mi alma, en mi corazón, en mi vida. Es el agua de Dios que calma la sed de eternidad que tengo. Purifica mis manchas y mis pecados. Limpia mis heridas. Me llena de la fuerza del Espíritu para que sepa cómo avanzar. El agua verdadera. El agua que viene de Dios me bendice. El agua que mana hasta la vida eterna. Me gusta la imagen del agua. Ese torrente de vida que calma mi sed. Dice Benedicto XVI: «Dios tiene sed de que tengamos sed de Él». Tengo sed. Lo reconozco. Necesito esa agua. El mundo pretende saciar mi sed. Busco las aguasestancadas, pantanosas. Busco aguas sucias que calmen mi sed de infinito. Pero veo que no sirve. El agua sucia no me calma. No llena mi alma de paz. El agua que no es de Dios no purifica mi corazón. Hoy el agua que recibo al pedir perdón me limpia por dentro. Y me hace sentirme amado por Dios. Me quiere con locura. Me quiere más de lo que yo espero. Hoy recibo el agua de la misericordia y le pido a Dios que me regale su presencia. Jesús me perdona con esa agua que me purifica por dentro. Jesús manifiesta su divinidad debajo de las aguas del Jordán, sumergido en las aguas de ese río que Él conocía tan bien. Unas aguas normales, nada especiales. No eran aguas benditas hasta que tocaron a Jesús. En esa cotidianidad de la vida de Juan, Jesús manifiesta su poder. Lo hace en medio de la rutina de un día de predicación: «En aquel tiempo, proclamaba Juan: - Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias». Ahora el agua manifiesta la divinidad de Jesús. Antes una estrella había señalado el lugar en el que tobaba mi carne el hijo de Dios. Las aguas de un río me revelan ahora dónde está Dios escondido. El que va a ser bautizado. El que es el centro de todo. El origen de mi salvación. Decía el Papa Francisco: «Recordémonos siempre: la fuerza de la Iglesia no habita en sí misma y en su capacidad organizativa, sino que se esconde en las aguas profundas de Dios. Y estas aguas agitan nuestros deseos, y los deseos agrandan nuestro corazón». El agua de Dios me purifica y me llena de deseos profundos, de deseos de Dios. Me gusta mirar a Jesús en el Jordán. Me gusta verlo sencillo, de pie junto a otros hombres pecadores. Me gusta ver cómo se manifiesta como un hombre cualquiera. A la vista de muchos parece un pecador más. Recibe el bautismo de los pecadores aquel que no tenía pecado. Su humildad me conmueve. Como uno de tantos. Él que era Dios. Él que no tenía pecado. En apariencia es uno más. En lo hondo de su ser es Dios mismo que acampa entre nosotros. Me impresiona esa humildad. A mí me gustan los lugares especiales. Ser reconocido. No ponerme a la cola como uno más. Prefiero pasar delante, como alguien elegido. No tener que esperar. Que no piensen que soy uno más. Quiero que se acuerden de mí. Esta escena siempre me emociona. Jesús un hombre cualquiera, se acerca a Juan como sí Él necesitara conversión para seguir caminando. Pero no necesita la conversión. Ya pertenece a su Padre por entero. Tiene la pureza en el alma. Ama sin las trabas del pecado. Sí. Jesús no es un pecador más. Pero sí es un hombre como otro cualquiera. Sufre, se apasiona, vive, y busca el querer de su Padre en las sombras del camino. Tal vez por eso sí necesita una señal, un signo para descifrar por dónde sigue su marcha. Necesita oír una voz y saberse amado. Y los que están cerca lo van a reconocer entonces y lo seguirán. Jesús busca la luz y la fuerza del Espíritu para poder emprender su camino, su misión, ese camino que parece tan confuso. Y una vez lleno de Dios se pone en camino: «Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él». Me gusta pensar en ese hombre, hijo de Dios, lleno de Dios, que pasa haciendo el bien en medio de los hombres. Y pudo hacerlo porque Dios estaba en Él, con Él. Se acerca como un hombre cualquiera, porque necesita la luz de Dios. Y al ser bautizado recibe esa luz que es la experiencia de ese amor infinito de Dios. Es su hijo más amado. Su hijo predilecto. Jesús comprende quién es Él y puede actuar. Comprende por dónde pasa su camino. Descubre su misión personal, su llamada más íntima. Jesús es el hombre lleno de misericordia. Ha experimentado la misericordia. Y comprende su misión de sanar corazones rotos. Miro a Jesús y pienso en mi mirada de compasión. El otro día leía: «La compasión es inclinarse ante el más débil, no para darle cosas, sino para darle el corazón, la amistad. De hecho hay dos formas de compasión. Una muy simple, hacer algo. Si alguien tiene hambre, dale de comer. Y también está la compasión en la que te doy mi corazón y estoy ahí contigo». Esa doble compasión es la que vivió Jesús. Pasó haciendo el bien, haciendo gestos de amor. Sanando a los enfermos. Levantando a los caídos. Pero su acción más compasiva es su presencia a mi lado, silenciosa, callada. Es la compasión de Jesús en mi vida.
 

[1] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[2] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52
[3] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[4] Herbert King, En libertad ser plenamente hombres, p.212
[5] Christian Feldmann, Rebelde de Dios