Nada más comenzar su vida como sacerdote, el padre Miguel no se limitó a cumplir el cargo encomendado de capellán de las Hermanitas de los Pobres, sino que al enfrentarse a la pregunta de cómo ayudar en la práctica a otros a ser cristianos se puso a la tarea, olvidándose de sí mismo y de su porvenir como sacerdote, renunciando a lícitas aspiraciones y aficiones, ofrecimientos de cargos, y a un futuro que se le presentaba tentador y para el que estaba magníficamente dotado, y se entregó a dirigir y formar como seglares a un grupo de jóvenes. Aquello fue un heroico salto al vacío, ya que puso en manos de unos cuantos jóvenes su porvenir, su futuro..., trabajando, tanteando, estudiando..., con dedicación completa de tiempo y esfuerzos, aunque sin renunciar por ello a sus obligaciones como sacerdote y como beneficiado de la Catedral. Esta tarea de investigación al servicio de la Iglesia y de los seglares continuó hasta el día de su muerte.
La espiritualidad del padre Miguel de Bernabé, estaba marcada por una delicadeza y sensibilidad para con Dios, que transmitió constantemente tanto en momentos cotidianos ─como una conversación─ como en momentos muy especiales, como cuando celebraba la Misa, en la que era frecuente se emocionara tanto que se quedaba en suspenso durante largo rato, hasta que podía proseguir. Algunas veces dijo, que si él pudiera celebrar la misa solo, dejándose llevar, no sabía cuánto tiempo duraría.
Decía que una de las misiones del sacerdote era «sensibilizar lo Divino» y quienes le conocieron comprobaron que el padre Miguel lo conseguía constantemente con todos los que se acercaban a él. Era fiel al uso de la sotana, que consideraba de gran ayuda para el sacerdote y una seña de identidad, y rezaba diariamente el Breviario del que no se separaba ni en los viajes. Con humor, explicaba que a veces le faltaban dedos y cintas para señalar en el libro las oraciones, por lo complicado que era.
Cuando iba a celebrar la Misa, se le veía llegar a la sacristía para revestirse, sonriente, con una cuartilla en la mano con el esquema de la homilía, y era frecuente que dijera a los acólitos en voz baja: «No me ha salido hasta última hora, afeitándome...». Luego, se concentraba y abstraía, y a medida que se revestía con los ornamentos se revestía también de dignidad, como si tomara conciencia de la grandeza de lo que, como sacerdote, iba a celebrar a continuación. Sus homilías (al tiempo que interpelaban) agradaban y ayudaban extraordinariamente a todos, pues su predicación sencilla, profunda, pausada, breve, calaba en quienes le escuchaban, instruyéndoles con sólidas y sencillas enseñanzas siempre acompañadas de casos, anécdotas, ejemplos..., que ayudaban a asimilarlas.
Los Tres Mosqueteros