La perplejidad es la primera consecuencia de la libertad. El hombre libre es el hombre perplejo.
Porque la perplejidad conduce al asombro y el asombro nos obliga a elegir: no podemos permanecer en el asombro.
Del asombro se pasa a la búsqueda, a la acción, al agradecimiento, o a la huida.
En cambio, sí podemos permanecer en la perplejidad porque es el acicate, la chispa que nos enciende. Estar encendido, vivo.
El hombre es un ser esencialmente, ontológicamente libre, y, por tanto, esencialmente perplejo.
Todo debe sorprender al hombre libre, todo debe llenarle de perplejidad: una flor entre el cemento, el cielo estrellado, el pan crujiente, la muerte de inocentes, la guerra y la paz. La perplejidad, al contrario que la ciencia, lleva a preguntar ¿por qué?
¿Por qué ha sucedido la flor entre el cemento? ¿Por qué mi dolor o mi alegría? La perplejidad trasciende al propio dolor y a la propia alegría, siendo que la causa íntima de ambos, la causa última, permanece oculta en las profundidades del corazón: perplejidad ante este misterio y ante todos los misterios.
El hombre masa, el hombre gris, y el hombre soberbio, nunca están perplejos. Hay dos antídotos para la perplejidad: la estupidez y el control.
El totalitarismo mata el asombro -la banalidad del mal, acostumbrarse a lo monstruoso- y asesina la perplejidad: no hay espacio para la sorpresa, la duda y la conversión, el cambio.
Si no estás perplejo varias veces al día, es que estás muerto.