Cuenta don Justo López Melús en Peregrinos de lo Absoluto una hermosa leyenda sobre una muñeca de sal que quería saber cómo era el mar. Un día se decidió y partió para satisfacer su deseo. Llegó a la orilla del mar a la hora del alba y quedó fascinada. Por fin preguntó al mar:
- Dime, ¿quién eres?
- Soy el mar.
- ¿Y qué es el mar?
- Soy yo.
- Explícame para llegar a entenderlo.
- Es muy fácil. Tócame y lo entenderás.
La muñeca se animó. Avanzó y tocó con el pie aquella masa imponente. Entonces se estremeció y se dio cuenta de que empezaba a comprender. Cuando retiró la pierna vio que los dedos del pie habían desaparecido. Quedó espantada y protestó:
- ¿Qué me has hecho? ¿Qué ha sido de mis dedos?
- ¿Por qué te quejas?, preguntó el mar. Has ofrecido algo para poder entender. ¿No querías eso?
Luego la muñeca avanzó decididamente. El agua la iba envolviendo. Le iba arrancando algo dolorosamente. Cuanto más avanzaba se sentía más disminuida y tenía más la sensación de comprender mejor. Pero aún preguntó:
       - ¿Qué es el mar?
Por fin una ola se la tragó toda entera, y en ese mismo instante en que desaparecía, la misma muñeca exclamó:
-¡Soy yo!

Y es que no hay otro camino para buscar a Dios. Para saber algo acerca de Él hay que eliminar distancias y reservas. Hay que perder nuestros miembros. Hay que dejarse arrastrar hasta la total y definitiva entrega. A Dios se le encuentra solamente perdiéndose en Él. Y esta es la lección que nos enseña la liturgia de este primer día del año al presentarnos como modelo a la Santísima Virgen María. Ella se abismó en Dios mismo para cumplir su voluntad. Se dejó mecer en las manos de Dios. O, como afirma José María Pemán[1], María sintió en sí ese derramamiento hacia afuera que es la maternidad. María Santísima, la joven virgen de Nazaret, la humilde esclava del Señor, la Madre del Niño Jesús... María, la Madre de Dios.
 

Dios Padre, en la noche de Belén, provee al nacimiento humano del Verbo mediante la libre colaboración de la Virgen, para que se cumpla con su eterno designio la aspiración del corazón humano: poder dirigirse a Dios llamándolo con el nombre de Padre. Solo un hijo puede decir a Dios: ¡Abbá, Padre! (Ga 4,6). Así pues, es Dios mismo quien quiere que nos parezcamos a Él, hijos en el Hijo, que seamos como Dios. Ahora bien, esa aspiración originaria del hombre se desvió desde el principio, convirtiéndose en el tema de la tentación que planteó el espíritu del mal, como se nos narra en Génesis con el pasaje de Adán y Eva.

María, por su parte, como acabamos de escuchar en el Evangelio, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón. No podía menos de meditarlas. ¿Qué mujer podría olvidar el anuncio del ángel?

La primera Navidad es un acontecimiento sin precedentes en la historia de la humanidad; es el punto decisivo de la historia de la salvación. La prodigiosa maternidad de María pertenece a este misterio.

Eran cosas de suma importancia, tanto para Ella como para nosotros. Durante toda su vida, María seguirá recordando los acontecimientos a través de los cuales Dios la guiaba. Recordaba la noche de Navidad, la gran solicitud de José, advertido por Dios del peligro que corría el Niño, y la fuga a Egipto. Recordaba todo cuanto había oído de labios de Simeón en el momento de la presentación del Niño en el templo; y las palabras de Jesús, a sus doce años, con ocasión de su primera visita al templo. Recordaba todo esto, meditándolo en su corazón. Nos es fácil suponer que después habló de esos recuerdos a los Apóstoles y a los discípulos, a San Lucas y a San Juan. De este modo, la verdad sobre la maternidad divina encontró su lugar en los Evangelios. Todo de una manera mucho más sencilla de lo que los detractores del Evangelio se empeñan en presentarnos tantas veces. María habló después de aquello que había ido guardando dentro de su corazón, a lo largo de toda su vida. Como nosotros mismos cuando nos suceden acontecimientos, cosas que tenemos necesidad de contar a los otros. Con la misma naturalidad.

Y ahora todos miramos hacia María, la estrella del Tercer Milenio: su maternidad divina se ha convertido en el gran patrimonio de la humanidad. Bajo su manto materno se encuentran de algún modo, también, pueblos lejanos, que no conocen el misterio de Jesucristo. Muchos, a pesar de no haber tenido noticia del Hijo de Dios, han oído hablar de la Virgen María y esto les acerca ya de algún modo al gran misterio del Nacimiento del Señor[2].

Hoy, en este 1 de enero, concurren varias celebraciones: la solemnidad de Santa María, Madre de Dios; la circuncisión e imposición del nombre de Jesús; el comienzo del año nuevo y, desde hace unos años, la Jornada de la Paz, la Jornada Mundial de la Paz.
 

Cómo resuena otra vez lo anunciado por el profeta Isaías y verdaderamente cumplido en Cristo: Al final de los días estará firme el monte de la casa del Señor, en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas... Será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados, de las lanzas podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra (2,1-5).

¿Y qué se nos ofrece por medio de la misericordia de Dios a cada uno de nosotros, tan adecuado con las fiestas que estamos celebrando, sino la paz, lo primero que los ángeles pregonaron en el nacimiento del Jesús? Paz en la tierra a los hombres que Dios ama (Lc 2,14).

Este es el anuncio de los ángeles que acompañó al nacimiento de Jesucristo hace más de 2.000 años. Este es el mensaje de esperanza que viene de la gruta de Belén. Dios ama a todos los hombres y mujeres de la tierra y les concede la esperanza de un tiempo nuevo, un tiempo de paz. Su amor, revelado plenamente en el Hijo hecho carne, es el fundamento de la paz universal; acogido profundamente en el corazón, reconcilia a cada uno con Dios y consigo mismo, renueva las relaciones entre los hombres y suscita la sed de fraternidad capaz de alejar la tentación de la violencia y de la guerra.

Pedida como un don de Dios, la paz debe ser también construida día a día con su ayuda a través de obras de justicia y de amor.

Para los fieles católicos el compromiso de construir la paz y la justicia no es secundario, sino esencial, y ha de ser llevado a cabo con espíritu abierto hacia los hermanos, empezando por nuestros propios hogares.

Es motivo de esperanza constatar cómo, a pesar de que hay múltiples y graves obstáculos, se siguen desarrollando día a día iniciativas y proyectos de paz, con la generosa colaboración de tantas personas. La paz es un edificio en continua construcción[3]. A su edificación concurren:
San Juan XXIII en uno de sus últimos discursos se dirigió una vez más “a los hombres de buena voluntad” para invitarlos a comprometerse en un programa de paz fundado en el “evangelio de la obediencia a Dios, de la misericordia y del perdón”; y añadía: “entonces, sin ninguna duda, la paloma luminosa de la paz recorrerá su camino, encendiendo el gozo y derramando la luz y la gracia en el corazón de los hombres sobre toda la superficie de la tierra, haciéndoles descubrir, más allá de toda frontera, rostros de hermanos, rostros de amigos”.

Así pues, nos dirigimos con filial devoción a la Madre de Jesús, invocándola como Reina de la Paz, para que Ella nos conceda pródigamente los dones de su materna bondad y ayude al género humano a ser una sola familia, en la solidaridad y en la paz.
 
PINCELADA MARTIRIAL
En la Nochevieja de 1936 sufrió el martirio la beata Carmen Godoy Calvache. No hace un año fue beatificada en Almería.

 

A los tres días de su nacimiento fue bautizada en la Iglesia Parroquial de la Inmaculada de Adra (Almería). Antes de fallecer, su hermana le hizo prometer que casaría con su viudo. En consecuencia, contrajo matrimonio el 16 de enero de 1916 con don Antonio María Coromina Bignati.

Ocho años duró su matrimonio, alumbrando a cuatro hijos de los que sobrevivieron dos. Durante su último embarazo, en 1924, su esposo murió y quedó viuda a los treinta y siete años. Marchó a vivir en la casa de su anciana tía doña Emilia, educando a sus hijos como buenos católicos.

Generosa y justa con los honorarios de sus empleados, gastaba gran parte de su patrimonio en obras caritativas. En las hambrunas de los años treinta, repartió diariamente pan a los pescadores. Fiel colaboradora de su párroco, el beato Luis Eduardo López Gascón, realizó una impresionante campaña de limosnas para reparar el templo abderitano quemado por los republicanos en 1932.

Odiada por liderar esta campaña, huyó a Madrid. Allí empieza un prolongado martirio difícil de resumir y que, sin duda, la convierte en el testimonio más conmovedor de la persecución religiosa en Almería. Detenida en agosto de 1936 e internada en el Hospital de la Princesa, fue trasladada a Adra. Encarcelada en su propia casa, le prohibieron vestirse y solo le daban orinas para beber. Al exigirle que delatara a los benefactores del templo contestaba: «Yo tengo la maleta preparada para la eternidad, podéis hacer conmigo y con mis hijos lo que queráis, pero la lista no os la entrego».

Torturada por más de cuatro meses, jamás le arrancaron un nombre. Violada y golpeada en incontables ocasiones, llegaron a cortarle un pecho e intentaron ahogarla en el puerto. Incluso asesinaron a su hermano e internaron en un psiquiátrico a su tía. En la nochevieja de 1936 la llevaron a la Albufera, golpeándola con un azadón en la cabeza. Tras abusar de su quebrantado cuerpo, fue enterrada viva. Cuarenta y nueve años tenía esta heroica mártir.
 

[1] José María PEMÁN, Lo que María guardaba en su corazón  (Madrid, 1991).
[2] San JUAN PABLO II, Homilía en la Solemnidad de la Madre de Dios, 1 de enero de 1994.
[3] San Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1 de enero de 2000.