Eclesiástico 3, 2-6. 12-14; Colosenses 3,12-21; Lucas 2, 22-40; Números 6, 22-27; Gálatas 4, 4-7; Lucas 2, 16-21
«El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba»
«Quiero aprender a amar como Jesús me ama. Poniendo mi vida al servicio de los otros. Dejando que sea el otro el que marque mi camino. No impongo nada. Renuncio a mis deseos»
«El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba»
«Quiero aprender a amar como Jesús me ama. Poniendo mi vida al servicio de los otros. Dejando que sea el otro el que marque mi camino. No impongo nada. Renuncio a mis deseos»
Me falta confiar más en los planes de Dios. Confiar más en ese «Dios con nosotros». En ese Dios que se hace carne y camina a mi lado, me sostiene y hace fecunda mi vida, desde mi pobreza. Ese Dios que acampa en medio de mis días. El otro día vi una película: «Se armó el Belén». En ella se cuenta con respeto y delicadeza el nacimiento de Jesús. Me quedé pensando en una idea que recorre toda la película. José y María se agobian ante las pequeñas dificultades del camino. Un burro tozudo que no quiere tirar del carro, una rueda rota, el cansancio, la incapacidad para cuidar de un niño que va a nacer y es Dios. José casi se desespera sintiéndose tan pequeño para dar a María y al hijo de Dios una digna posada. Esos pensamientos los turban y a la vez crece en ellos la fuerza interior para seguir adelante. Han dado su sí. Quieren confiar. Han asumido una misión imposible sobre sus hombros tan débiles. Él tan solo un carpintero. Ella una niña llena de pureza e inocencia. Todo parece demasiado grande, demasiado peligroso. La película muestra dos realidades. La historia que recorren los hombres, José y María camino a Belén. Y la de los animales. No se entienden entre ellos al no hablar el mismo lenguaje. En la película son los animales los que salvan a José, a María y al niño de una muerte segura, de un peligro inminente. Los protegen sin que ellos lleguen a saberlo. Al mirar lo que hacen los animales pensaba en Dios actuando en mi vida. Yo digo que sí a sus planes imposibles. A la misión que supera mis fuerzas y en el camino me agobio por cosas pequeñas, por obstáculos casi insalvables. Sufro ante las pequeñas y grandes contrariedades del camino. Me frustro, me quejo, me enfado. Conmigo mismo, con Dios. Pero sigo adelante. He dado mi sí. Al mismo tiempo no soy consciente de lo que hace ese «Dios conmigo». Dios va velando mis pasos, va desbrozando el camino para que yo avance seguro. Allana los senderos por los que camino con paso dubitativo. Elimina los peligros de los que no soy consciente. Me abraza sin que vea sus manos, sintiendo a veces su calor. Y me dice al oído, muy quedo, sin que yo lo oiga, cuánto me quiere. Esa realidad escondida, que yo no veo, es todo lo que hace Dios para cuidar mis pasos. Es la misteriosa acción del Espíritu salvando mi vida del peligro. Y yo me quejo de las pequeñas cosas que quedan a mis pies. ¡Qué alma más pobre tengo! ¡Qué ciego soy y qué frágil! Me cuesta ver su amor protegiendo mi vida. Me quejo de lo que no controlo. Al final de la película, María le pregunta con inocencia al burro: «¿Dónde has estado metido toda la noche?». El burro la mira con ternura. Había estado salvándole la vida y Ella no lo sabía. Así me pasa a mí. En ocasiones le pregunto a Dios enfadado o triste: «¿Dónde has estado metido toda la noche? ¿Dónde has estado cuando más te necesitaba?». Pienso en la noche de mis penas. En la noche de mi cruz. En la noche de mis pérdidas. En la noche de mis dolores. Y me creo que ha estado ausente y despreocupado. Y yo he estado solo. Cuando todo lo que ha hecho Dios conmigo en silencio, sin que yo lo vea, es sólo por mí. Por salvar y proteger mis pasos. Me mira con ternura, porque no entiendo. Me gusta esa mirada tierna de Dios. Está conmigo sin que yo lo vea. Me ama sin que yo lo perciba. Me habla sin que lo escuche. Está conmigo cada momento del camino. Me sostiene y me abraza. Me ayuda a confiar. ¡Me da tanta paz! Cuando no confío sufro anticipadamente por cosas que tal vez nunca lleguen a suceder. Decía el P. Kentenich: «¡Cuántas preocupaciones de día y de noche! Y sin embargo nuestra preocupación más grande era estar despreocupados, fundados en una ilimitada confianza en el cuidado paternal de Dios»[1]. La confianza de José y María es la que me sirve hoy de referencia. La confianza de los pobres que lo poseen todo en Dios porque no poseen nada seguro en la tierra. Y no dependen de que la vida les sonría siempre. De que sus planes siempre se hagan realidad. La confianza ilimitada en un amor que vela por mí mientras yo duermo y descanso. Y coloca una columna que me esconde de los peligros. Y acelera o retrasa mis pasos para que pueda llegar a mi objetivo. Y esconde de mi mirada tantos peligros posibles. Y realiza sin que yo lo sepa todo lo que necesito para ser fiel a la misión que me encomienda. Quiero confiar más en ese Dios que me quiere a mí como su hijo más preciado. Leía el otro día: «Muchos se proponen elaborar su pasado. Reflexionar sobre su futuro. Buscar los dones de Dios y no a Dios mismo. Hay que buscar a Dios y confiar que Él nos lo dé todo por añadidura»[2]. Buscar a Dios y no querer entenderlo todo. Y agradecer porque mientras duermo me mantiene seguro en sus brazos. Guía mis pasos torpes. Me levanta cuando caigo y temo. A veces siento, como José y María, que mi misión es imposible. Demasiado pesada para mí. Demasiado difícil. Y dudo y temo. Dejo de ver a Dios actuando en mi vida. Cuidando mis pasos. Levantando puentes que me hagan más fácil llegar. Y haciendo que mis semillas den frutos que yo mismo desconozco. Por eso decido mirar confiado el futuro que se abre ante mis ojos. Y agradecer por la misión de vida que me ha sido confiada. Me cuesta mucho dar gracias cuando veo el vaso medio vacío. O mi vida medio incompleta. Y me da pena pensar que no puedo llegar más lejos. Hoy miro a Dios que acampa en medio de mi vida. Miro su fuerza, su poder y veo que lo puede todo. Tal vez no realiza las cosas como le pido. No allana mi camino a mi manera. Pero vela para que llegue a la meta y no desfallezca. Pone ángeles que me guardan en medio de la cruz. Personas que me quieren con su amor limitado. Protegen mi vida sin que yo lo sepa. Y hacen más fácil mis pasos en medio de mi desierto.
Tiene algo la Navidad de paz familiar. De encuentro de corazones. Pero, ¿y si no es posible? ¿Y si pesa más el rencor en mi alma? ¿Y si no he perdonado o no he sido perdonado por alguien a quien amo o creía amar? Tiene la Navidad algo de paz ideal y perfecta que no siempre existe. De sonrisas limpias y miradas inmaculadas. De silencios sagrados y palabras oportunas. De oraciones profundas elevadas como incienso en la presencia del Niño Dios. Pero, ¿y si mis silencios son tensos y mis palabras son bruscas? ¿Y si no logro estar a solas con Dios ni un solo momento? ¿Y si los rencores guardados no me dejan estar en paz con quien me ha herido? Sueño con una vida familiar perfecta. Pero no me resulta. Busco un encuentro hondo de corazón a corazón. Sin que hagan falta palabras que a veces lo pueden estropear todo. Hoy escucho: «La palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; corregíos mutuamente. Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados. Y, todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de Él». Miro este ideal y me siento tan lejos. Sueño con crear hogar, con ser hogar para otros. Sueño con respetar, con querer bien, con proteger la fama de los otros, con guardar su intimidad sagrada. Pero a veces mi vida no les ayuda. Decido hoy cambiar mis esquemas. Tantas veces busco recibir. Sé que regalar es dar sin esperar nada a cambio. No sé hacerlo. Siempre espero algo. Sé que quiero amar porque quiero ser amado. Y no sé renunciar para que otros sean más felices. Cuando renuncio, lo he visto, mi entrega hará que el cielo se llene de estrellas. Cada renuncia. Una estrella. Una poesía que es oración lo expresa de esta manera: «Tiene algo extraño la vida. Cuánto más la retengo más vuela. Si la aprieto entre mis manos se escapa. Si la abrazo con fuerza me esquiva. Decido dejar que viva. Y me quedo ya más calmo. Esperando a que los tiempos de Dios sean mis tiempos. Y las noches calmen ansias. Y los deseos no mueran. En el fuego de tu alma. No pretendo ser yo más de lo que Tú quieras darme. Espero, aguardo y tiemblo, a la puerta de tu vida, Jesús, con mi llave. Con mi alma. Y mis sueños y deseos. Espero, aguardo y sueño. Como un niño. Y deseo dar mi vida como renuncia más santa. El cielo lleno de estrellas. Los años son días que pasan. Dejo que mis manos toquen a ese niño tan sagrado. Sin apretar tanta vida. Sin abrazarla con fuerza. Me calmo». Así quisiera vivir. Dando paz a los que están conmigo. ¿Cuándo fue mi última renuncia voluntaria? Por amor, no porque no tenía más remedio. ¿Cuándo decidí hacer feliz a alguien renunciando a mi deseo, dejando de lado mi dicha personal? Creo que espero recibir más de lo que doy. Y me pierdo tantas cosas que recibiría a cambio si fuera más generoso. Vivo quejumbroso, esperando cosas de los demás. Los clasifico. Este está a la altura. Esto otro me ha fallado. Aquel no ha cumplido con lo esperado. Este sí que lo ha hecho bien. Evalúo continuamente el amor que me tienen los que me rodean. Todos corren el peligro de no cumplir mis expectativas. Decido el que me ama bien y el que me defrauda. Hago dos listas. Los buenos y los malos. Y me lleno de amargura. Vivo sin paz en el alma. Siempre alguien me fallará, algún día. Dejará de estar a la altura. Y yo me alejaré ofendido, herido. Así no puedo vivir. Sé que vivo mal y no doy paz a los que amo. ¡Qué difícil es amar sin llevar cuentas del amor recibido! ¡Cuánto cuesta renunciar a las cosas que yo quiero! Deseo que mis planes ordenen la vida de los otros. Necesito renunciar más a llevar yo el timón de mis días. Renuncio al cumplimiento de todos mis anhelos. Es tan fugaz mi vida. Leía el otro día: «La vida, una vez que uno está en unión con Dios, se convierte en lo que Dios disponga. Está llena de sorpresas. Hay una sola cosa que se puede esperar con seguridad en el camino espiritual y es que aquello que tú esperas que suceda, no va a suceder. Sólo al entregar y renunciar a todas tus expectativas serás conducido»[3]. Quiero aprender a vivir así, renunciando a mis expectativas. Tal vez de esta manera haré más feliz la vida de los otros. De aquellos a los que digo amar. De aquellos que me aman. A veces torpemente. Algo mejor otras veces. Fallan y aciertan. Igual que yo. Sé que sin renuncia no hay amor verdadero. Sino solo el anhelo de una satisfacción constante de todos mis deseos. Y como es imposible, mi amor estará siempre frustrado. Miro a Jesús esta Navidad, entre mis manos. Renuncia a su poder, asumiendo mi carne. Renuncia a saberlo todo, a poseerlo todo, para vivir en la indigencia, en la inestabilidad, en la inseguridad de la vida del hombre. Renuncia a todo por amor a mí. Para ponerse a mi altura y decirme que me ama. Que da su vida por mí. La vida que yo retengo. Quiero aprender a amar esta Navidad como Él me ama. No es tan sencillo. Amar poniendo mi vida al servicio de los otros. Dejando que sea el otro el que marque mi camino. Sin querer imponer yo nada. Renunciando a mis deseos. Decía Fernando Pessoa: «La renuncia es la liberación. No querer es poder». Renuncio a lo que deseo y me hago libre. Renuncio a lo inmediato para abrazar lo eterno. Cuando renuncio, cuando no quiero algo, soy más libre para darme a los demás. El deseo me hace esclavo. Y esa dependencia me aleja de las personas a las que amo. Renuncio a mi poder para ser impotente. Renuncio a mis planes para navegar más libre. Renuncio a mis rencores, para no tener el alma esclava. Renuncio a lo que podría ser para que otros brillen más que yo. Renuncio a proteger mis intereses, para que otros puedan recorrer libremente su camino. Renuncio a mis pretensiones, para dejar que los otros sean lo que ellos quieren ser. Renuncio al control sobre mi vida, sobre las personas, para dejar que los demás puedan equivocarse. Renuncio a hacerlo yo todo para que puedan ser otros los que marquen el camino. Renuncio a mis palabras para lograr que mis silencios sean sagrados y me den hondura. Renuncio a mis planes para hacer que los planes de los otros se hagan realidad. Renuncio a criticar para alabar al que está a mi lado. Mi renuncia trae vida, lo sé, y el cielo se llena de estrellas y esperanza.
Hoy pienso en todas las familias que tienen como modelo la sagrada familia. Pienso en el ideal y lo lejos que a veces se encuentra la realidad. Miro a José y a María en Belén. José mira a María. Ella calla conmovida. Ha llegado Dios a sus manos en la carne de un niño. El sí que pronunciaron se ha hecho realidad. Su Fiat sagrado. José mira a María. ¡Cuánto la quiere! Miro hoy la intimidad que hay entre ellos. Su complicidad llena de ternura. Miro sus miedos que les hacen dudar. Miro todos sus sueños guardados en el alma. Veo a José preocupado de cada detalle. Miro a María calmando a José cuando se preocupa demasiado por las cosas que no salen bien. María sonríe. José la abriga. Carga él con lo más pesado. Ella se siente querida y cuidada. Los dos velan al Niño esta noche. Los dos cuidan a Jesús en Belén. Los dos huyen después con Jesús a Egipto. En sueños lo comprenden todo. Los dos educan a Jesús en Nazaret cuando pueden regresar a casa. Años de silencio en los que Jesús crece en alma y cuerpo, se fortalece. ¡Cuánta renuncia escondida en treinta años de camino oculto! El amor siempre renuncia a los propios planes por el otro. José y María renunciaron a tantas cosas por seguir el plan de Dios. Sabían que Dios cuidaría de ellos toda la vida. Consagran su vida a ese niño que es Dios, que es hombre, que es su mayor tesoro. Ese mismo Dios que toca hoy la tierra y llega a mi vida. José creyó al ver a María creer. Sabe de golpe que todo merece la pena sólo por estar con ella. María es el lugar de José. Su hogar sagrado. Su seguro más verdadero. María mira a José. Se alegra de que Dios le diera un hombre así para cuidar sus pasos. Un hombre justo, fiel. Se siente tan amada por él. El amor entre ellos construye su casa. Es el pilar más sólido. El más necesario. Ese amor matrimonial es tan sagrado. Pero sé que al mismo tiempo el amor matrimonial es tan frágil. El amor de José y María es la referencia que anima. Un amor que parece imposible en la tierra. Pero para Dios no hay nada imposible. Un amor que todo corazón desea. Así quiere ser el amor de los esposos. Un amor humano y frágil que sueña con ser un amor santo. Todos los matrimonios están llamados a la santidad como comenta el P. Kentenich: «Queremos ser santos no a pesar de estar casados y de las cosas de la vida conyugal, sino precisamente porque estamos casados. Que el matrimonio sea un medio para la santidad»[4]. Dios llama hoy al hombre a ser santo en ese camino particular para él soñado. La vida matrimonial es camino de santidad. El amor matrimonial es algo tan sagrado. Hay muchos matrimonios que viven muy santamente y son el testimonio más cercano del amor que Dios nos tiene. Un reflejo del amor trinitario. Ojalá hubiera cada vez más matrimonios santos o al menos que lucharan cada día por llevar una vida santa. Dios me llama hoy a amar santamente. Miro el amor entre los esposos y veo que es un camino hacia el cielo. El camino más directo que Dios ha pensado para ellos. Pero muchas veces sucede que la familia no es una escuela de santidad. Y el amor entre los esposos languidece, se enfría y deja de expresar una honda ternura. Comienzan las tensiones, las distancias, el desamor. Desaparece ese amor generoso que siempre soñaron. Ese amor fuerte que ha de ser el fundamento de todo. El amor deja de expresarse en gestos. Hace falta siempre que el amor se alimente de la renuncia y de la generosidad. Un amor que no mida y acepte la asimetría como estilo de vida. Un amor que descanse en el amor que Dios nos tiene.
El amor de Dios hace posible que el amor entre los esposos sea más hondo. Miro a José y a María. Miro su complicidad, su intimidad sagrada, sus silencios, sus palabras. Imagino sus gestos y sus miradas. Comenta el Papa Francisco en su exhortación Amoris Laetitia: «El amor de amistad unifica todos los aspectos de la vida matrimonial, y ayuda a los miembros de la familia a seguir adelante en todas las etapas. Por eso, los gestos que expresan ese amor deben ser constantemente cultivados, sin mezquindad, llenos de palabras generosas». Gestos de amor que unen. Un corazón capaz de perdonar y reconciliarse. ¡Qué importante es aprender a pedir perdón y perdonar en familia! ¡Qué necesario saber agradecer siempre por todo lo que tenemos y recibimos! Estos gestos concretos de amor forman parte de la rutina familiar. A veces los móviles, la televisión, las redes sociales rompen la posibilidad de cultivar un diálogo profundo y sencillo. Se convierten en una barrera que impide el encuentro profundo entre los esposos y con los hijos. Es necesario dejar de lado todo lo que sea un obstáculo para el diálogo. Una persona, mirando un día el típico Belén familiar en el que José y María aparecen separados con el Niño en medio, escribió lo siguiente: «Ven, ¿por qué nos dibujan lejos en el Belén? Ven, abrázame, eres mi refugio y mi hogar, José. Ven, acércate, toma mi mano que sostiene a Dios. Ven, toma al niño, vamos a llenarlo de ternura los dos. En el camino me cuidaste, mirándome sin parar. Cada noche me dormía bajo tus ojos de paz. Tu ternura me sostuvo cuando me sentí perdida. Quiero vivir siempre a tu lado en mi vida». Pensaba en el amor que se tienen José y María. Pensaba también en su vida conyugal. A veces los hijos pueden alejar a los esposos. Desaparece la ternura entre ellos volcada ahora en sus hijos. El centro es el hijo, es verdad. Pero si se descuida el amor al cónyuge todos pierden. Pierden los hijos que no tocan el amor que se tienen sus padres. Pierden ellos mismos cuando se van separando suavemente, sin tensiones, pero están cada vez más lejos en sus corazones. ¡Qué necesario cuidar esa ternura de esposos! Si no digo nunca «te quiero» en mi vida familia. Si no lo expreso con gestos. Si no le digo «te quiero» a mis padres, a mis hijos. Si no digo lo que siento. Con el tiempo, de forma inexorable, la distancia entre corazón y corazón será cada vez más grande. Es el drama hoy de tantas familias. Es el origen de tantas crisis matrimoniales. Hoy escucho: «Como elegidos de Dios, santos y amados, vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada». La renuncia por amor. El diálogo profundo como intercambio de corazones. La capacidad de construir ambientes de paz donde crecer y echar raíces hondas. Ese don de Dios que me permite perdonar las ofensas y las heridas y volver a empezar. Esa capacidad para admirarme de lo bueno que tiene aquel con el que comparto mi vida. Esa habilidad para sacar lo mejor de la persona a la que amo con cariño, con delicadeza, con respeto. Esa lucha constante por expresar de forma sencilla mis afectos más profundos. Para que una casa se convierta en hogar es necesario invertir mucho tiempo. Hace falta calidad de tiempo y mucho amor. Un amor verdadero. Mucha ilusión. Mucha alegría. Y que Dios esté presente en todo lo que hacemos. Comenta el Papa Francisco en la exhortación Amoris Laetitia: «En el tesoro del corazón de María están también todos los acontecimientos de cada una de nuestras familias, que ella conserva cuidadosamente. Como los magos, las familias son invitadas a contemplar al Niño y a la Madre, a postrarse y a adorarlo. Como María, son exhortadas a vivir con coraje y serenidad sus desafíos familiares, tristes y entusiasmantes, y a custodiar y meditar en el corazón las maravillas de Dios. La familia está llamada a compartir la oración cotidiana, la lectura de la Palabra de Dios y la comunión eucarística para hacer crecer el amor y convertirse cada vez más en templo donde habita el Espíritu». Es necesario aprender a adorar a Jesús como familia. La oración en común es algo sagrado. Es importante tener un lugar sagrado en casa donde rezar juntos. ¡Cuánto bien hace compartir la vida delante de Dios! Agradecer por el paso de Dios en mi vida al final del día. Muchas veces por pudor no rezo en alto, no comparto. Y se pierde ese enriquecimiento mutuo. Ante Dios es importante poner toda la vida en sus manos. Para que Él la bendiga y la cuide.
Acaba el año y me lleno de nostalgia. El corazón mira a Dios agradecido. Me gusta mirar la actitud de los pastores en Belén: «Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho». Muestran con sencillez su corazón agradecido. Han visto a Dios. Lo han tocado. La señal era verdad. Han creído en un niño envuelto en pañales. Esa señal bastaba para creer. Me gustaría mirar siempre así la vida. Agradecer y adorar por todo lo que recibo. Alabar y arrodillarme sobrecogido ante Dios, cuando me siento indigno. Mirar como un niño la vida. Asombrado, conmovido. Sentir que todo lo que tengo es un don inmenso, un regalo inmerecido. No tengo derecho a nada. Quisiera mirar así mi propia vida. Como María en Belén: «María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón». Quiero mirar mi vida y dar gracias. Meditar todo lo que me sucede en mi corazón. Hay tantos regalos ocultos en el camino. Muchas veces paso rápido por la vida. Paso con prisa por encima de todas las cosas que me suceden. Veo a tantas personas. Digo tantas cosas. Escucho tantas otras. Pero no me detengo en lo que me pasa. Salto de una experiencia profunda a otra. Y de repente me detengo en lo que me falta. En lo que me gustaría poseer. En lo que no me ha ocurrido. Y dejo de agradecerle a Dios por lo que me ha dado. Necesito ser más niño, más como los pastores en Belén, más como María meditándolo todo en su corazón. Por eso ahora, al acabar el año, me detengo a dar gracias. ¿Cuáles han sido los momentos sagrados que quiero agradecer de forma especial? Pienso en personas, en lugares, en encuentros. Pienso en lo cotidiano de la vida donde Dios me ha hablado de manera concreta. Observo las decisiones que he tomado. Las acertadas y las equivocadas. Miro las novedades de este año que termina. Me atrevo a mirar también las cruces, los dolores, las pérdidas, las enfermedades, las ausencias, los fracasos, las derrotas. Me duele mucho. Pero miro esos dolores que me impiden agradecer. A veces pienso, ¿cómo puedo agradecer por aquello que me ha dolido tanto? El corazón no puede. Se resiste. No perdono a Dios. No perdono a los que me han herido. Me cuesta. Sé que no puedo agradecer si Dios no lo hace en mí. Si no llega con su fuego y me hace capaz de agradecer también por la cruz, por lo que no deseaba que ocurriera y ocurrió. Por lo que me toca vivir ahora, aunque no lo quiera. Para ser agradecido tengo que ser muy pobre. Porque el que es pobre de espíritu, no exige y sólo puede agradecer. Y siente que no tiene derecho a nada. El otro día leía sobre S. Ignacio: «Hay otra pobreza que uno abraza. Tiene algo de libertad en cuanto te permite no vivir encadenado. Mucho de búsqueda de lo esencial, en cuanto educa la mirada, la vida y el corazón. Es la pobreza de quien, agradecido, no exige. Tiene que ver con el seguimiento de Jesús, un Jesús que también fue pobre y se rodeó de gente sencilla»[5]. Cuando soy pobre agradezco con más facilidad. Sigo a Jesús pobre y miro mi año con un corazón sencillo. Todo es gracia. Todo es don. No tengo derecho a nada. Mirar así me libera de mis cadenas, de mis exigencias, de mis críticas y condenas. Me hace más dócil y positivo ante la vida. Me hace más alegre y agradecido. Sé que lo que más me sana por dentro es ser positivo y ver lo bueno de todo lo que me pasa. Cuando dejo de reclamar empiezo a agradecer. Cuando deja de molestarme que las cosas sean como son hoy, comienzo a dar gracias por ellas.
Me detengo ante el nuevo año que inicio con la bendición de Dios: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz. Así invocarán mi nombre sobre los israelitas, y yo los bendeciré». Esta bendición me levanta al comenzar este nuevo año. Lo miro con optimismo. Lo miro con alegría. Miro a María que viene a mí a sostener mi vida. Ella me ayuda a crear un mundo nuevo. Es Reina de la paz. Me enseña a vivir con paz. En palabras del P. Kentenich: «Regresen a sus casas con la firme convicción de que María nos quiere utilizar como instrumentos para generar un mundo nuevo, para guiar a la Iglesia a la ribera novísima de los tiempos. Porque a ella, la Madre, le debemos que, a pesar de continuos fracasos, hayamos tenido siempre el coraje de volver a aspirar a las cumbres»[6]. De la mano de María soy capaz de mirar más alto. Veo las cumbres y los altos ideales que encienden mi alma. Quiero que Ella me ayude a pasar por alto las pequeñeces fijándome en lo realmente importante. Hoy me detengo ante María. Me arrodillo en el Santuario al comenzar un nuevo año. Tengo miedos. Seguro que muchas incertidumbres. Tal vez dolores y quizás por eso pienso que quiero que sea mejor el próximo año que el pasado. Porque me duele el alma. Por la pérdida. Por la enfermedad. Por el fracaso. Pero al mismo tiempo noto la mirada de Dios sobre mi vida, la mirada de María. Me sostienen, me levantan, me bendicen. Lo vuelven a hacer. Vuelven a creer en mí después de tantas decepciones. Recuerdo cómo comencé el año que ha terminado lleno de buenas intenciones y sabios propósitos. He visto cómo he dejado de lado aquello que al comienzo del año se había convertido en necesario. ¿Por qué fallo tanto en lo que me propongo? Los propósitos fallidos me desaniman. Leía hace poco: «Me contó: - Es que parece que con el año nuevo todo el mundo tiene proyectos, enero es el mes de los propósitos y luego pasa lo que pasa. Entre bromas quedamos que para ayudarles íbamos a establecer febrero como el mes de la constancia, marzo el de la renovación de los propósitos, abril el de la continuidad, mayo el de la actualización de las intenciones y junio el de la tenacidad. Así por lo menos llegaríamos hasta el verano»[7]. Esa mentalidad me parece más positiva. Por eso lo vuelvo a intentar ahora. Y lo miro así: «El inicio del éxito de cualquier propósito es saber que en realidad podemos. El hecho de vivir hace que el acierto y la felicidad, sean posibles»[8]. Me motiva pensar que yo puedo hacerlo si lo que deseo lo emprendo con un corazón abierto y valiente. Una persona rezaba: «A veces hago propósitos partiendo de lo que soy o de cómo estoy. Y de repente surgen estos sentimientos de desánimo que me desmontan mi plan de acción. Y me desmorono. Lo peor es que no sé si son las dificultades propias del camino, o eres Tú que me tocas el alma, para que cambie ese camino, ese plan, y aprenda a abandonarme de otra forma. En ello estoy, Señor. Me quedo aquí contigo. Alegre. Intentando hacerlo bien. Intentando dejarme llenar de ti. Siguiendo mis propósitos de entrega en concreto. Atenta a los síntomas de orgullo que tu espíritu me muestre». Dios me bendice. María me alienta con su mirada que no desvía de mi alma. No quiero que sea como todos los años. Aunque sé que soy débil y el ideal está más lejos que lo que alcanzo a realizar. Lo pienso de nuevo. Pienso en lo que quiero, en lo que sueño. Sí quiero proponerme ser más santo, más de Dios, más humano, más misericordioso. Sí quiero ser más libre, más auténtico, menos crítico, más positivo, menos quejumbroso. Sí quiero salir de mí mismo, de mis miedos y manías. Sí quiero vencer el pesimismo y abrirme a lo nuevo con un corazón de niño. Sí quiero tener más coraje, porque creo que es una virtud que escasea y quiero ser valiente. No quiero desanimarme ante la primera dificultad. Sí quiero saber que la vida me la da Dios para que la aproveche, siendo feliz y haciendo felices a otros. Pero de nuevo, a medida que enumero mi lista de buenas intenciones, me parece todo demasiado vago y general. ¿No me pasará de nuevo lo mismo al llegar diciembre? ¿No pensaré que sigo siendo el mismo, igual de mediocre, de tibio y poco santo? No lo sé. No quiero adoptar una postura negativa ante el futuro. Es verdad que mis miedos al mirar el futuro me hacen temer lo peor. Pero yo creo que puedo hacer las cosas nuevas. Día a día. Sin prisas. Pero siempre con Dios. Con sus manos. Con su poder. Aunque mi dolor sea el de siempre. Y mi mediocridad conocida. No pienso en propósitos típicos, como adelgazar, hacer más deporte, o leer más libros. Eso me parece un poco más de lo mismo. Pienso en algo que sea realmente importante. ¿Cuál es mi prioridad para este nuevo año? ¿Qué acento pongo? ¡Cuántas páginas en blanco para que yo las escriba! Dios y yo. Tantas horas, días y meses. Todo dispuesto para volver a empezar. Pienso en lo que deseo, en lo que quiero. Me pongo manos a la obra. Vivo en Dios.
Tiene algo la Navidad de paz familiar. De encuentro de corazones. Pero, ¿y si no es posible? ¿Y si pesa más el rencor en mi alma? ¿Y si no he perdonado o no he sido perdonado por alguien a quien amo o creía amar? Tiene la Navidad algo de paz ideal y perfecta que no siempre existe. De sonrisas limpias y miradas inmaculadas. De silencios sagrados y palabras oportunas. De oraciones profundas elevadas como incienso en la presencia del Niño Dios. Pero, ¿y si mis silencios son tensos y mis palabras son bruscas? ¿Y si no logro estar a solas con Dios ni un solo momento? ¿Y si los rencores guardados no me dejan estar en paz con quien me ha herido? Sueño con una vida familiar perfecta. Pero no me resulta. Busco un encuentro hondo de corazón a corazón. Sin que hagan falta palabras que a veces lo pueden estropear todo. Hoy escucho: «La palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; corregíos mutuamente. Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados. Y, todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de Él». Miro este ideal y me siento tan lejos. Sueño con crear hogar, con ser hogar para otros. Sueño con respetar, con querer bien, con proteger la fama de los otros, con guardar su intimidad sagrada. Pero a veces mi vida no les ayuda. Decido hoy cambiar mis esquemas. Tantas veces busco recibir. Sé que regalar es dar sin esperar nada a cambio. No sé hacerlo. Siempre espero algo. Sé que quiero amar porque quiero ser amado. Y no sé renunciar para que otros sean más felices. Cuando renuncio, lo he visto, mi entrega hará que el cielo se llene de estrellas. Cada renuncia. Una estrella. Una poesía que es oración lo expresa de esta manera: «Tiene algo extraño la vida. Cuánto más la retengo más vuela. Si la aprieto entre mis manos se escapa. Si la abrazo con fuerza me esquiva. Decido dejar que viva. Y me quedo ya más calmo. Esperando a que los tiempos de Dios sean mis tiempos. Y las noches calmen ansias. Y los deseos no mueran. En el fuego de tu alma. No pretendo ser yo más de lo que Tú quieras darme. Espero, aguardo y tiemblo, a la puerta de tu vida, Jesús, con mi llave. Con mi alma. Y mis sueños y deseos. Espero, aguardo y sueño. Como un niño. Y deseo dar mi vida como renuncia más santa. El cielo lleno de estrellas. Los años son días que pasan. Dejo que mis manos toquen a ese niño tan sagrado. Sin apretar tanta vida. Sin abrazarla con fuerza. Me calmo». Así quisiera vivir. Dando paz a los que están conmigo. ¿Cuándo fue mi última renuncia voluntaria? Por amor, no porque no tenía más remedio. ¿Cuándo decidí hacer feliz a alguien renunciando a mi deseo, dejando de lado mi dicha personal? Creo que espero recibir más de lo que doy. Y me pierdo tantas cosas que recibiría a cambio si fuera más generoso. Vivo quejumbroso, esperando cosas de los demás. Los clasifico. Este está a la altura. Esto otro me ha fallado. Aquel no ha cumplido con lo esperado. Este sí que lo ha hecho bien. Evalúo continuamente el amor que me tienen los que me rodean. Todos corren el peligro de no cumplir mis expectativas. Decido el que me ama bien y el que me defrauda. Hago dos listas. Los buenos y los malos. Y me lleno de amargura. Vivo sin paz en el alma. Siempre alguien me fallará, algún día. Dejará de estar a la altura. Y yo me alejaré ofendido, herido. Así no puedo vivir. Sé que vivo mal y no doy paz a los que amo. ¡Qué difícil es amar sin llevar cuentas del amor recibido! ¡Cuánto cuesta renunciar a las cosas que yo quiero! Deseo que mis planes ordenen la vida de los otros. Necesito renunciar más a llevar yo el timón de mis días. Renuncio al cumplimiento de todos mis anhelos. Es tan fugaz mi vida. Leía el otro día: «La vida, una vez que uno está en unión con Dios, se convierte en lo que Dios disponga. Está llena de sorpresas. Hay una sola cosa que se puede esperar con seguridad en el camino espiritual y es que aquello que tú esperas que suceda, no va a suceder. Sólo al entregar y renunciar a todas tus expectativas serás conducido»[3]. Quiero aprender a vivir así, renunciando a mis expectativas. Tal vez de esta manera haré más feliz la vida de los otros. De aquellos a los que digo amar. De aquellos que me aman. A veces torpemente. Algo mejor otras veces. Fallan y aciertan. Igual que yo. Sé que sin renuncia no hay amor verdadero. Sino solo el anhelo de una satisfacción constante de todos mis deseos. Y como es imposible, mi amor estará siempre frustrado. Miro a Jesús esta Navidad, entre mis manos. Renuncia a su poder, asumiendo mi carne. Renuncia a saberlo todo, a poseerlo todo, para vivir en la indigencia, en la inestabilidad, en la inseguridad de la vida del hombre. Renuncia a todo por amor a mí. Para ponerse a mi altura y decirme que me ama. Que da su vida por mí. La vida que yo retengo. Quiero aprender a amar esta Navidad como Él me ama. No es tan sencillo. Amar poniendo mi vida al servicio de los otros. Dejando que sea el otro el que marque mi camino. Sin querer imponer yo nada. Renunciando a mis deseos. Decía Fernando Pessoa: «La renuncia es la liberación. No querer es poder». Renuncio a lo que deseo y me hago libre. Renuncio a lo inmediato para abrazar lo eterno. Cuando renuncio, cuando no quiero algo, soy más libre para darme a los demás. El deseo me hace esclavo. Y esa dependencia me aleja de las personas a las que amo. Renuncio a mi poder para ser impotente. Renuncio a mis planes para navegar más libre. Renuncio a mis rencores, para no tener el alma esclava. Renuncio a lo que podría ser para que otros brillen más que yo. Renuncio a proteger mis intereses, para que otros puedan recorrer libremente su camino. Renuncio a mis pretensiones, para dejar que los otros sean lo que ellos quieren ser. Renuncio al control sobre mi vida, sobre las personas, para dejar que los demás puedan equivocarse. Renuncio a hacerlo yo todo para que puedan ser otros los que marquen el camino. Renuncio a mis palabras para lograr que mis silencios sean sagrados y me den hondura. Renuncio a mis planes para hacer que los planes de los otros se hagan realidad. Renuncio a criticar para alabar al que está a mi lado. Mi renuncia trae vida, lo sé, y el cielo se llena de estrellas y esperanza.
Hoy pienso en todas las familias que tienen como modelo la sagrada familia. Pienso en el ideal y lo lejos que a veces se encuentra la realidad. Miro a José y a María en Belén. José mira a María. Ella calla conmovida. Ha llegado Dios a sus manos en la carne de un niño. El sí que pronunciaron se ha hecho realidad. Su Fiat sagrado. José mira a María. ¡Cuánto la quiere! Miro hoy la intimidad que hay entre ellos. Su complicidad llena de ternura. Miro sus miedos que les hacen dudar. Miro todos sus sueños guardados en el alma. Veo a José preocupado de cada detalle. Miro a María calmando a José cuando se preocupa demasiado por las cosas que no salen bien. María sonríe. José la abriga. Carga él con lo más pesado. Ella se siente querida y cuidada. Los dos velan al Niño esta noche. Los dos cuidan a Jesús en Belén. Los dos huyen después con Jesús a Egipto. En sueños lo comprenden todo. Los dos educan a Jesús en Nazaret cuando pueden regresar a casa. Años de silencio en los que Jesús crece en alma y cuerpo, se fortalece. ¡Cuánta renuncia escondida en treinta años de camino oculto! El amor siempre renuncia a los propios planes por el otro. José y María renunciaron a tantas cosas por seguir el plan de Dios. Sabían que Dios cuidaría de ellos toda la vida. Consagran su vida a ese niño que es Dios, que es hombre, que es su mayor tesoro. Ese mismo Dios que toca hoy la tierra y llega a mi vida. José creyó al ver a María creer. Sabe de golpe que todo merece la pena sólo por estar con ella. María es el lugar de José. Su hogar sagrado. Su seguro más verdadero. María mira a José. Se alegra de que Dios le diera un hombre así para cuidar sus pasos. Un hombre justo, fiel. Se siente tan amada por él. El amor entre ellos construye su casa. Es el pilar más sólido. El más necesario. Ese amor matrimonial es tan sagrado. Pero sé que al mismo tiempo el amor matrimonial es tan frágil. El amor de José y María es la referencia que anima. Un amor que parece imposible en la tierra. Pero para Dios no hay nada imposible. Un amor que todo corazón desea. Así quiere ser el amor de los esposos. Un amor humano y frágil que sueña con ser un amor santo. Todos los matrimonios están llamados a la santidad como comenta el P. Kentenich: «Queremos ser santos no a pesar de estar casados y de las cosas de la vida conyugal, sino precisamente porque estamos casados. Que el matrimonio sea un medio para la santidad»[4]. Dios llama hoy al hombre a ser santo en ese camino particular para él soñado. La vida matrimonial es camino de santidad. El amor matrimonial es algo tan sagrado. Hay muchos matrimonios que viven muy santamente y son el testimonio más cercano del amor que Dios nos tiene. Un reflejo del amor trinitario. Ojalá hubiera cada vez más matrimonios santos o al menos que lucharan cada día por llevar una vida santa. Dios me llama hoy a amar santamente. Miro el amor entre los esposos y veo que es un camino hacia el cielo. El camino más directo que Dios ha pensado para ellos. Pero muchas veces sucede que la familia no es una escuela de santidad. Y el amor entre los esposos languidece, se enfría y deja de expresar una honda ternura. Comienzan las tensiones, las distancias, el desamor. Desaparece ese amor generoso que siempre soñaron. Ese amor fuerte que ha de ser el fundamento de todo. El amor deja de expresarse en gestos. Hace falta siempre que el amor se alimente de la renuncia y de la generosidad. Un amor que no mida y acepte la asimetría como estilo de vida. Un amor que descanse en el amor que Dios nos tiene.
El amor de Dios hace posible que el amor entre los esposos sea más hondo. Miro a José y a María. Miro su complicidad, su intimidad sagrada, sus silencios, sus palabras. Imagino sus gestos y sus miradas. Comenta el Papa Francisco en su exhortación Amoris Laetitia: «El amor de amistad unifica todos los aspectos de la vida matrimonial, y ayuda a los miembros de la familia a seguir adelante en todas las etapas. Por eso, los gestos que expresan ese amor deben ser constantemente cultivados, sin mezquindad, llenos de palabras generosas». Gestos de amor que unen. Un corazón capaz de perdonar y reconciliarse. ¡Qué importante es aprender a pedir perdón y perdonar en familia! ¡Qué necesario saber agradecer siempre por todo lo que tenemos y recibimos! Estos gestos concretos de amor forman parte de la rutina familiar. A veces los móviles, la televisión, las redes sociales rompen la posibilidad de cultivar un diálogo profundo y sencillo. Se convierten en una barrera que impide el encuentro profundo entre los esposos y con los hijos. Es necesario dejar de lado todo lo que sea un obstáculo para el diálogo. Una persona, mirando un día el típico Belén familiar en el que José y María aparecen separados con el Niño en medio, escribió lo siguiente: «Ven, ¿por qué nos dibujan lejos en el Belén? Ven, abrázame, eres mi refugio y mi hogar, José. Ven, acércate, toma mi mano que sostiene a Dios. Ven, toma al niño, vamos a llenarlo de ternura los dos. En el camino me cuidaste, mirándome sin parar. Cada noche me dormía bajo tus ojos de paz. Tu ternura me sostuvo cuando me sentí perdida. Quiero vivir siempre a tu lado en mi vida». Pensaba en el amor que se tienen José y María. Pensaba también en su vida conyugal. A veces los hijos pueden alejar a los esposos. Desaparece la ternura entre ellos volcada ahora en sus hijos. El centro es el hijo, es verdad. Pero si se descuida el amor al cónyuge todos pierden. Pierden los hijos que no tocan el amor que se tienen sus padres. Pierden ellos mismos cuando se van separando suavemente, sin tensiones, pero están cada vez más lejos en sus corazones. ¡Qué necesario cuidar esa ternura de esposos! Si no digo nunca «te quiero» en mi vida familia. Si no lo expreso con gestos. Si no le digo «te quiero» a mis padres, a mis hijos. Si no digo lo que siento. Con el tiempo, de forma inexorable, la distancia entre corazón y corazón será cada vez más grande. Es el drama hoy de tantas familias. Es el origen de tantas crisis matrimoniales. Hoy escucho: «Como elegidos de Dios, santos y amados, vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada». La renuncia por amor. El diálogo profundo como intercambio de corazones. La capacidad de construir ambientes de paz donde crecer y echar raíces hondas. Ese don de Dios que me permite perdonar las ofensas y las heridas y volver a empezar. Esa capacidad para admirarme de lo bueno que tiene aquel con el que comparto mi vida. Esa habilidad para sacar lo mejor de la persona a la que amo con cariño, con delicadeza, con respeto. Esa lucha constante por expresar de forma sencilla mis afectos más profundos. Para que una casa se convierta en hogar es necesario invertir mucho tiempo. Hace falta calidad de tiempo y mucho amor. Un amor verdadero. Mucha ilusión. Mucha alegría. Y que Dios esté presente en todo lo que hacemos. Comenta el Papa Francisco en la exhortación Amoris Laetitia: «En el tesoro del corazón de María están también todos los acontecimientos de cada una de nuestras familias, que ella conserva cuidadosamente. Como los magos, las familias son invitadas a contemplar al Niño y a la Madre, a postrarse y a adorarlo. Como María, son exhortadas a vivir con coraje y serenidad sus desafíos familiares, tristes y entusiasmantes, y a custodiar y meditar en el corazón las maravillas de Dios. La familia está llamada a compartir la oración cotidiana, la lectura de la Palabra de Dios y la comunión eucarística para hacer crecer el amor y convertirse cada vez más en templo donde habita el Espíritu». Es necesario aprender a adorar a Jesús como familia. La oración en común es algo sagrado. Es importante tener un lugar sagrado en casa donde rezar juntos. ¡Cuánto bien hace compartir la vida delante de Dios! Agradecer por el paso de Dios en mi vida al final del día. Muchas veces por pudor no rezo en alto, no comparto. Y se pierde ese enriquecimiento mutuo. Ante Dios es importante poner toda la vida en sus manos. Para que Él la bendiga y la cuide.
Acaba el año y me lleno de nostalgia. El corazón mira a Dios agradecido. Me gusta mirar la actitud de los pastores en Belén: «Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho». Muestran con sencillez su corazón agradecido. Han visto a Dios. Lo han tocado. La señal era verdad. Han creído en un niño envuelto en pañales. Esa señal bastaba para creer. Me gustaría mirar siempre así la vida. Agradecer y adorar por todo lo que recibo. Alabar y arrodillarme sobrecogido ante Dios, cuando me siento indigno. Mirar como un niño la vida. Asombrado, conmovido. Sentir que todo lo que tengo es un don inmenso, un regalo inmerecido. No tengo derecho a nada. Quisiera mirar así mi propia vida. Como María en Belén: «María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón». Quiero mirar mi vida y dar gracias. Meditar todo lo que me sucede en mi corazón. Hay tantos regalos ocultos en el camino. Muchas veces paso rápido por la vida. Paso con prisa por encima de todas las cosas que me suceden. Veo a tantas personas. Digo tantas cosas. Escucho tantas otras. Pero no me detengo en lo que me pasa. Salto de una experiencia profunda a otra. Y de repente me detengo en lo que me falta. En lo que me gustaría poseer. En lo que no me ha ocurrido. Y dejo de agradecerle a Dios por lo que me ha dado. Necesito ser más niño, más como los pastores en Belén, más como María meditándolo todo en su corazón. Por eso ahora, al acabar el año, me detengo a dar gracias. ¿Cuáles han sido los momentos sagrados que quiero agradecer de forma especial? Pienso en personas, en lugares, en encuentros. Pienso en lo cotidiano de la vida donde Dios me ha hablado de manera concreta. Observo las decisiones que he tomado. Las acertadas y las equivocadas. Miro las novedades de este año que termina. Me atrevo a mirar también las cruces, los dolores, las pérdidas, las enfermedades, las ausencias, los fracasos, las derrotas. Me duele mucho. Pero miro esos dolores que me impiden agradecer. A veces pienso, ¿cómo puedo agradecer por aquello que me ha dolido tanto? El corazón no puede. Se resiste. No perdono a Dios. No perdono a los que me han herido. Me cuesta. Sé que no puedo agradecer si Dios no lo hace en mí. Si no llega con su fuego y me hace capaz de agradecer también por la cruz, por lo que no deseaba que ocurriera y ocurrió. Por lo que me toca vivir ahora, aunque no lo quiera. Para ser agradecido tengo que ser muy pobre. Porque el que es pobre de espíritu, no exige y sólo puede agradecer. Y siente que no tiene derecho a nada. El otro día leía sobre S. Ignacio: «Hay otra pobreza que uno abraza. Tiene algo de libertad en cuanto te permite no vivir encadenado. Mucho de búsqueda de lo esencial, en cuanto educa la mirada, la vida y el corazón. Es la pobreza de quien, agradecido, no exige. Tiene que ver con el seguimiento de Jesús, un Jesús que también fue pobre y se rodeó de gente sencilla»[5]. Cuando soy pobre agradezco con más facilidad. Sigo a Jesús pobre y miro mi año con un corazón sencillo. Todo es gracia. Todo es don. No tengo derecho a nada. Mirar así me libera de mis cadenas, de mis exigencias, de mis críticas y condenas. Me hace más dócil y positivo ante la vida. Me hace más alegre y agradecido. Sé que lo que más me sana por dentro es ser positivo y ver lo bueno de todo lo que me pasa. Cuando dejo de reclamar empiezo a agradecer. Cuando deja de molestarme que las cosas sean como son hoy, comienzo a dar gracias por ellas.
Me detengo ante el nuevo año que inicio con la bendición de Dios: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz. Así invocarán mi nombre sobre los israelitas, y yo los bendeciré». Esta bendición me levanta al comenzar este nuevo año. Lo miro con optimismo. Lo miro con alegría. Miro a María que viene a mí a sostener mi vida. Ella me ayuda a crear un mundo nuevo. Es Reina de la paz. Me enseña a vivir con paz. En palabras del P. Kentenich: «Regresen a sus casas con la firme convicción de que María nos quiere utilizar como instrumentos para generar un mundo nuevo, para guiar a la Iglesia a la ribera novísima de los tiempos. Porque a ella, la Madre, le debemos que, a pesar de continuos fracasos, hayamos tenido siempre el coraje de volver a aspirar a las cumbres»[6]. De la mano de María soy capaz de mirar más alto. Veo las cumbres y los altos ideales que encienden mi alma. Quiero que Ella me ayude a pasar por alto las pequeñeces fijándome en lo realmente importante. Hoy me detengo ante María. Me arrodillo en el Santuario al comenzar un nuevo año. Tengo miedos. Seguro que muchas incertidumbres. Tal vez dolores y quizás por eso pienso que quiero que sea mejor el próximo año que el pasado. Porque me duele el alma. Por la pérdida. Por la enfermedad. Por el fracaso. Pero al mismo tiempo noto la mirada de Dios sobre mi vida, la mirada de María. Me sostienen, me levantan, me bendicen. Lo vuelven a hacer. Vuelven a creer en mí después de tantas decepciones. Recuerdo cómo comencé el año que ha terminado lleno de buenas intenciones y sabios propósitos. He visto cómo he dejado de lado aquello que al comienzo del año se había convertido en necesario. ¿Por qué fallo tanto en lo que me propongo? Los propósitos fallidos me desaniman. Leía hace poco: «Me contó: - Es que parece que con el año nuevo todo el mundo tiene proyectos, enero es el mes de los propósitos y luego pasa lo que pasa. Entre bromas quedamos que para ayudarles íbamos a establecer febrero como el mes de la constancia, marzo el de la renovación de los propósitos, abril el de la continuidad, mayo el de la actualización de las intenciones y junio el de la tenacidad. Así por lo menos llegaríamos hasta el verano»[7]. Esa mentalidad me parece más positiva. Por eso lo vuelvo a intentar ahora. Y lo miro así: «El inicio del éxito de cualquier propósito es saber que en realidad podemos. El hecho de vivir hace que el acierto y la felicidad, sean posibles»[8]. Me motiva pensar que yo puedo hacerlo si lo que deseo lo emprendo con un corazón abierto y valiente. Una persona rezaba: «A veces hago propósitos partiendo de lo que soy o de cómo estoy. Y de repente surgen estos sentimientos de desánimo que me desmontan mi plan de acción. Y me desmorono. Lo peor es que no sé si son las dificultades propias del camino, o eres Tú que me tocas el alma, para que cambie ese camino, ese plan, y aprenda a abandonarme de otra forma. En ello estoy, Señor. Me quedo aquí contigo. Alegre. Intentando hacerlo bien. Intentando dejarme llenar de ti. Siguiendo mis propósitos de entrega en concreto. Atenta a los síntomas de orgullo que tu espíritu me muestre». Dios me bendice. María me alienta con su mirada que no desvía de mi alma. No quiero que sea como todos los años. Aunque sé que soy débil y el ideal está más lejos que lo que alcanzo a realizar. Lo pienso de nuevo. Pienso en lo que quiero, en lo que sueño. Sí quiero proponerme ser más santo, más de Dios, más humano, más misericordioso. Sí quiero ser más libre, más auténtico, menos crítico, más positivo, menos quejumbroso. Sí quiero salir de mí mismo, de mis miedos y manías. Sí quiero vencer el pesimismo y abrirme a lo nuevo con un corazón de niño. Sí quiero tener más coraje, porque creo que es una virtud que escasea y quiero ser valiente. No quiero desanimarme ante la primera dificultad. Sí quiero saber que la vida me la da Dios para que la aproveche, siendo feliz y haciendo felices a otros. Pero de nuevo, a medida que enumero mi lista de buenas intenciones, me parece todo demasiado vago y general. ¿No me pasará de nuevo lo mismo al llegar diciembre? ¿No pensaré que sigo siendo el mismo, igual de mediocre, de tibio y poco santo? No lo sé. No quiero adoptar una postura negativa ante el futuro. Es verdad que mis miedos al mirar el futuro me hacen temer lo peor. Pero yo creo que puedo hacer las cosas nuevas. Día a día. Sin prisas. Pero siempre con Dios. Con sus manos. Con su poder. Aunque mi dolor sea el de siempre. Y mi mediocridad conocida. No pienso en propósitos típicos, como adelgazar, hacer más deporte, o leer más libros. Eso me parece un poco más de lo mismo. Pienso en algo que sea realmente importante. ¿Cuál es mi prioridad para este nuevo año? ¿Qué acento pongo? ¡Cuántas páginas en blanco para que yo las escriba! Dios y yo. Tantas horas, días y meses. Todo dispuesto para volver a empezar. Pienso en lo que deseo, en lo que quiero. Me pongo manos a la obra. Vivo en Dios.
[1] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[2] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52
[3] Thomas Keating, Mente abierta, corazón abierto.
[4] J. Kentenich, Lunes por la tarde
[5] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
[6] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[7] Carlos Chiclana, Atrapados por el sexo
[8] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa: 163