¿Te has parado a pensar alguna vez que el libro de la Biblia que evidencia, de alguna manera, el cumplimiento del mandato misionero que traen los cuatro Evangelios se denomina Hechos de los Apóstoles y no Palabras de los Apóstoles o Dichos de los Apóstoles? Esto es muy interesante ya que está colocando el acento en los hechos y no en las palabras, y centrando el fundamento principal de la Iglesia en el encargo de continuar la misión de Jesucristo a través de su Espíritu. Jesús no escribió nada ni mandó a los suyos a escribir, sino a predicar y anunciar el Reino de Dios.
Si nos acercamos a los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles, descubrimos que después de la Ascensión del Señor al cielo, se cumplió aquello que Él ya había anunciado y prometido a los discípulos: la venida del Espíritu Santo, el primer Pentecostés cristiano. ¿Y qué sucedió allí como consecuencia de esto? Dos cosas muy importantes y estrechamente unidas entre sí: surge la Iglesia en todo su esplendor, la primera comunidad cristiana, y contemplamos la primera evangelización de esa Iglesia que llega hasta los confines de la tierra. De esto trata todo el libro de los Hechos de los Apóstoles y en este orden: Espíritu Santo, Iglesia y evangelización.
Creo que necesitamos una y otra vez volver al origen de todo, al núcleo fundamental; por eso es tan importante familiarizarnos mucho más con este libro de la Biblia que resulta apasionante, que nos inspira, nos levanta y nos pone en pie, nos interpela y hoy debe provocar en nosotros una respuesta, porque tenemos la misma identidad y el mismo llamado que aquella primera comunidad de discípulos misioneros. Y lo que es mejor de todo: tenemos el mismo Espíritu Santo que hace posible lo que ahí leemos.
Tras recibir el Espíritu Santo, los apóstoles dan un valeroso testimonio: “Los apóstoles daban testimonio con gran poder” (Hch 4,33). La Iglesia primitiva había sido evangelizada con la fuerza del Espíritu Santo; es decir, fue en aquel Pentecostés cuando el mismo grupo de cobardes que había estado escondido por miedo a los judíos, recibió la fuerza y el poder de lo alto que les transformó en valientes misioneros que llegaron hasta los confines de la tierra para predicar a Jesucristo y anunciar el Reino de Dios. Lo que sucedió en aquella escena nos lo relata el segundo capítulo del libro de los Hechos: Pedro ha recibido la fuerza del Espíritu Santo que le empuja a hacer aquella primera proclamación pública a todos los presentes en aquella plaza de Jerusalén. Un sacerdote dijo en una ocasión que resulta curioso comprobar cómo una sola predicación dio un fruto de tres mil conversiones (cf. Hch 2,41), mientras que hoy ni siquiera tres mil predicaciones consiguen apenas una sola conversión.
¿Dónde está la diferencia? Los apóstoles daban testimonio con gran poder, con la fuerza del Espíritu Santo; para evangelizar con gran poder hay que ser evangelizado con gran poder. Por eso es tan imprescindible hablar hoy de un nuevo Pentecostés, que haga posible una actual y nueva evangelización. Si hoy queremos vivir la experiencia evangelizadora de la primitiva Iglesia, antes necesitamos haber sido evangelizados con la fuerza del Espíritu. “El Evangelio es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree” (Rom 1,16). Solo una Iglesia evangelizada puede convertirse en una Iglesia evangelizadora; solo una Iglesia que vuelve una y otra vez al Cenáculo para recibir la fuerza del Espíritu Santo en un nuevo Pentecostés, puede convertirse en una Iglesia que evangeliza con gran poder como la Iglesia primitiva. Sin nuevos evangelizadores no puede haber nueva evangelización, sin nuevo Pentecostés ni Espíritu Santo no hay nuevos evangelizadores ni nueva evangelización.
Cada uno de los bautizados necesitamos un Pentecostés personal que nos haga experimentar el poder del Espíritu Santo, que da testimonio de Jesucristo resucitado. Cuando presentamos la moral cristiana sin Cristo, caemos en el moralismo; cuando celebramos la liturgia antes de haber experimentado lo que conmemoramos, se transforma en ritualismo; cuando presentamos la doctrina de la fe a quienes no han nacido de nuevo, del agua y del Espíritu (Jn 3,5), se produce con facilidad lavado de cerebro o dogmatismo. Quien no haya experimentado antes en carne propia que el kerygma, la Buena Noticia de Jesucristo, es “fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree”, es mejor que no evangelice, porque únicamente los testigos convencen y anuncian; todos los demás solo hacen propaganda.
“El Pueblo de Dios, por la constante acción del Espíritu en él, se evangeliza continuamente a sí mismo” (Evangelii gaudium, 139). “En cualquier forma de evangelización el primado es siempre de Dios, que quiso llamarnos a colaborar con Él e impulsarnos con la fuerza de su Espíritu. La verdadera novedad es la que Dios mismo misteriosamente quiere producir, la que Él inspira, la que Él provoca, la que Él orienta y acompaña de mil maneras” (Evangelii gaudium, 12). El capítulo quinto de esta Exhortación Apostólica del papa Francisco está dedicado íntegramente a la primacía que el Espíritu Santo tiene hoy para nosotros; por eso, su título: “Evangelizadores con Espíritu”.
Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que se abren sin temor a la acción del Espíritu Santo. En Pentecostés, el Espíritu hace salir de sí mismos a los Apóstoles y los transforma en anunciadores de las grandezas de Dios […]. Ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego del Espíritu […]. Él es el alma de la Iglesia evangelizadora […]. Invoco una vez más al Espíritu Santo; le ruego que venga a renovar, a sacudir, a impulsar a la Iglesia en una audaz salida fuera de sí para evangelizar a todos los pueblos […]. Para mantener vivo el ardor misionero hace falta una decidida confianza en el Espíritu Santo, porque Él «viene en ayuda de nuestra debilidad» (Rom 8,26) […]. No hay mayor libertad que la de dejarse llevar por el Espíritu, renunciar a calcularlo y controlarlo todo, y permitir que Él nos ilumine, nos guíe, nos oriente, nos impulse hacia donde Él quiera. Él sabe bien lo que hace falta en cada época y en cada momento. ¡Esto se llama ser misteriosamente fecundos! (Evangelii gaudium, 259; 261; 280).
Comprobamos que se hace necesario volver a las fuentes y crear en nuestras realidades eclesiales la cultura de Pentecostés, porque una Iglesia que tiene esta naturaleza pentecostal será una Iglesia esencialmente misionera y en salida permanente. Hagamos subir a la Iglesia al aposento alto para recibir la fuerza del Espíritu Santo una y otra vez. Un laico responsable de las Escuelas de Evangelización San Andrés, Pepe Prado, afirma en uno de sus libros que hoy también la presencia y la ausencia del Espíritu Santo se perciben con claridad (cf. Hch 19,1-7). Él sostiene que podemos convertir el viento huracanado de Pentecostés en aire acondicionado, al tratar de domesticar la fuerza del Espíritu Santo. El viento huracanado siempre nos sorprende rompiendo esquemas y seguridades propias para ser fieles al Señor y no buscar tanto agradar a los hombres, descubriendo variedad de carismas que no debemos despreciar aunque nos incomoden o comprometan. La fuerza impetuosa del Espíritu siempre sopla como quiere y no la podemos dominar, haciéndonos libres para volar alto con la libertad de los hijos de Dios.
Si la primera evangelización en Jerusalén fue fruto de la irrupción impetuosa del Espíritu Santo en aquel primer Pentecostés cristiano, la nueva evangelización hoy no puede ser sino consecuencia de un nuevo Pentecostés que nos haga salir de nosotros mismos para acudir a las periferias del mundo con la mejor de las noticias que nuestros contemporáneos tienen el derecho de escuchar y acoger.
Fuente: kairosblog.evangelizacion.es