por levantar al Cielo mi bajeza,
la bienvenida doy a tu Grandeza,
y a nosotros dichosos parabienes.
En paja pago, Gran Señor, tus bienes,
en gloria pagas mi feliz pobreza.
Y pues amor te obliga a tal fineza
abrasa con tu fuego mis desdenes.
Naces con lo que llama el mundo males;
mueres, oh inmenso Amor, por padecellos,
venciendo así el error de los mortales.
Dame, Señor Divino, merecellos,
que estos males son bienes celestiales,
pues siendo sumo Bien naces con ellos.
Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo, con toda clase de bienes espirituales y celestiales (Ef 1,3). ¡Santa y Feliz Navidad!
Hace más de trescientos años, Cosme Gómez de Tejada y de los Reyes (15931648), capellán de las Madres Bernardas de Talavera de la Reina(Toledo), escribió este hermoso soneto en una obra suya titulada Nochebuena.
El nombre de Noche buena no es algo bonito, sin más. La bondad dela Nochebuena, cantada por poetas y artistas a lo largo de veinte siglos desde que sucedió, no es comparable con ninguna otra. Precisamente porque sucedió. Y porque Cristo ha nacido, nos espera a los hombres, no la noche de la tristeza, sino el más claro y radiante de los días. Escuchad cómo se expresa nuestro Fray Luis de Granada:
En este día tan glorioso y de tanta virtud, dice el santo Evangelista que se cumplieron los días del parto de la Virgen, y llegó aquella hora tan deseada de todas las gentes, tan esperada en todos los siglos, tan prometida en todos los tiempos, tan cantada y celebrada en todas las Escrituras divinas. Llegó aquella hora, de la cual pendía la salud del mundo, el reparo del cielo, la victoria del demonio, el triunfo de la muerte y del pecado. Era la medianoche muy más clara que el mediodía (cuando todas las cosas estaban en silencio, y gozaban del sosiego y del reposo de la noche quieta), y en esta hora tan dichosa sale de las entrañas virginales a este nuevo mundo el Unigénito Hijo de Dios.
Veis aquí al Salvador del mundo, a la gloria del cielo, al Señor de los ángeles, a la bienaventuranza de los hombres, y a aquella sabiduría eterna, engendrada antes del lucero de la mañana…
El nacimiento de Jesús en Belén no es un hecho que se pueda relegar al pasado. En efecto, ante él se sitúa la historia entera: nuestro hoy y el futuro del mundo son iluminados por su presencia.
Él es el que vive (Ap 1,18), Aquel que es, que era y que va a venir (Ap 1,4). Ante Él debe doblarse toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua debe proclamar que Él es el Señor. Al encontrar a Cristo todo hombre descubre su propia vida.
Jesús es la verdadera novedad que supera todas las expectativas de la humanidad. Y así será para siempre, a través de la sucesión de las diversas épocas históricas. La encarnación del Hijo de Dios y la salvación que Él ha realizado con su muerte y resurrección son, pues, el verdadero criterio para juzgar la realidad temporal y todo proyecto encaminado a hacer la vida del hombre cada vez más humana[1].
Durante algún tiempo, la historia occidental estuvo completamente fascinada por este acontecimiento. No solo la Iglesia; también el Estado se concibió y se estructuró como representación visible y terrenal del vencedor eterno del mundo, del Kyrios Christos. Pero luego la historia volvió a abrir al aire sus velas y zarpó hacia nuevas costas. Y muchos cristianos han perdido la confianza en su propia realidad. El acontecimiento de Belén y el Gólgota les parece un mero símbolo, una idea; en algún periódico nacional hemos podido leer que un simple mito, tal vez el más puro, el más fecundo de todos, pero desde luego no la realidad que lo domina todo; sencillamente una mera imagen ideal para el desarrollo de la humanidad, para la realización de los derechos humanos, de la reconciliación y del perdón entre los individuos y también entre los pueblos. Y si bien no podemos olvidar que esta visión de las cosas no es tampoco ajena a las palabras de la Sagrada Escritura tampoco es completa[2].
En ese tiempo humano Dios introdujo la plenitud al entrar con ella en la historia del hombre. No entró en el mundo como un concepto abstracto. Entró como Padre que da la vida -una vida nueva, una vida divina- a sus hijos adoptivos. Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que trae la buena noticia. Aquello que nos ha estado anunciando Juan el Bautista a lo largo de todo el tiempo del Adviento, hoy es realidad. ¡Qué hermosos son los pies del mensajero! Estamos tocando aquí el culmen del misterio de nuestra vida cristiana. En efecto, el nombre cristiano indica un nuevo modo de ser: existir a semejanza del Hijo de Dios. Como hijos en el Hijo participamos en la salvación, la cual no es sólo liberación del mal, sino ante todo, plenitud del bien; del sumo bien de la filiación de Dios.
Tal vez conozcáis esa escena de Los Miserables de Víctor Hugo, en que el protagonista, Jean Valjean, es detenido por robar objetos preciosos. Monsieur Myriel, obispo de Digne, había invitado a cenar a Valjean y da órdenes de que se ponga el servicio de plata, dándose cuenta de cómo lo mira el prófugo. Cuando los policías vuelven con él, y con los candelabros robados, le dicen al obispo que los objetos tienen su nombre y él asegura habérselos regalado porque son amigos.
El Obispo se aproximó a él y le dijo en voz baja:
-No olvides nunca que me has prometido emplear este dinero en hacerte un hombre honrado.
Jean Valjean, que no recodaba haber prometido nada, lo miró absorto. El Obispo continuó con solemnidad:
-Jean Valjean, hermano mío, tú no perteneces al mal, sino al bien. Yo compro tu alma; yo la libro de las negras ideas y del espíritu de la perdición y la consagro a Dios.
El hombre, al verse así amado, cambia y se convierte en testigo del bien en la noche de sus hermanos humanos. Pues esto, pero elevado a la categoría divina, es lo que hace Dios nuestro Padre cuando nos perdona y nos llena de su gracia; cuando viene a visitarnos. Viene a los suyos, y nosotros –que somos los suyos- tenemos que recibirle. Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia (Rm 5,20). Esto es lo que hace Dios Padre cuando nos redime y nos da a Jesucristo para salvarnos de la muerte eterna.
El beato Carlos de Foucauld fue un hombre apasionado por la persona de Jesús, que cambió radicalmente de vida después de una profunda conversión que lo lleva a dejar el ejército para entrar en la vida ermitaña y contemplativa. Un hombre apasionado por vivir el amor, la pobreza y al servicio, en especial, de los musulmanes. Nadie pudo imaginarlo hace medio siglo, cuando caía asesinado en pleno desierto del Sahara. Aventurero a lo divino, quiso ser apóstol con el ejemplo más que con la palabra. Escrito sobre la primera página de un cuaderno que llevaba siempre con él, tenía el siguiente lema: Vive como si debieras morir mártir hoy.
Su ideal de imitar lo más exactamente posible la vida y las actitudes de Jesús -la imitación es la medida del amor-, nos trae la frescura de un Evangelio vivido radicalmente, centrado en el misterio de Nazaret. Su amor a Cristo, muy Amado hermano y Señor Jesús, lleno de ternura, le lleva a la contemplación, la adoración silenciosa de la presencia eucarística. El misterio de la Visitación inspira todo su apostolado: llevar a Jesús a las almas por la presencia eucarística. Qué hermoso propósito para este Jubileo que acabamos de iniciar: llevar a Jesús a los otros, a las almas, pero no por nosotros mismos, sino por la presencia eucarística.
El mensaje de Navidad no se puede quedar en meras palabras ni reducirse a esta celebración litúrgica. La paz, la alegría, el amor lo debemos vivir cada día de nuestra vida. Que la participación con Cristo Eucaristía llene nuestro corazón y nos haga ser verdaderos discípulos de Jesucristo, el que vive para siempre, el que nace en Belén, el Niño de Belén, el Señor de nuestra historia, el Cristo de nuestra vida.