En los ochenta, además de ir a la vendimia francesa, el Erasmus de mi generación, recolecté manzanas en Lérida, donde entablé contacto con la rica idiosincrasia española a fuerza de compartir trabajo sumergido con muchos andaluces, con algunos catalanes, con un asturiano, heroinómano y tierno, y con un madrileño de Vallecas con familia en Tudela. También con unas cuantas mozas de Guipúzcoa, una de las cuales, la más dulce, me contó que había participado en el apaleamiento de un maltratador reincidente. No quiero ni pensar lo que había hecho la hembra alfa del grupo, con su hablar brusco, su mirada frontal y su ademán decidido. Las vascas parecían, pues, vascas, pero el único euskaldún de la colla, que nos doblaba la edad, parecía un inglés de Basauri, un lord con chapela, un hombre elegante en un pomar de pueblo.

Era flaco, de nariz suave, charla pausada y una alegría tranquila, una alegría como de mil euros al décimo, como de pedrea. Tenía la piel color pesadilla, color Juego de Tronos. Me aclaró que el tono verdoso se lo debía a la leucemia, pero, tal y como lo contaba, sin darle importancia, parecía que se lo debía a un flato mal curado. Jornalero trashumante, cuando se sentía débil acudía al hospital público de referencia que le pillara más a mano para pedir una ronda de transfusiones. No era como si pidiera un bote de Okal, pero lo cierto es que, por entonces, en los hospitales, como en las iglesias, la atención no se vinculaba a la procedencia del paciente, sino a la gravedad de su patología. De manera que si el buen bilbaíno falleció poco después en el tajo no fue por falta de cuidados en Cataluña, cuyo sistema de salud hizo cuanto pudo para mantener intacto el censo de las Vascongadas.
 
Los médicos, de hecho, casi nunca son culpables de estas cosas. Explico esto para delimitar responsabilidades tras la sentencia del Tribunal Constitucional que anula la ley levantina que permitía atender a personas sin papeles. Si un subsahariano fallece ahora en Valencia porque no se ha tramitado su ingreso, más que al director del hospital de La Fe, habrá que pedir cuentas a su señoría, aunque a su señoría le respalde una parte considerable de la sociedad, la que cree que el cáncer de piel de un negro sin trabajo es menos relevante que el melanoma de un blanco que cotiza. La cotización es la clave. Si el negro con peritonitis estuviera empleado en la Ford no habría problema. Lo que no entiende el xenófobo es que el problema no es el negro, sino la peritonitis.