Yace en un pesebre, pero contiene al mundo; toma el pecho, pero alimenta a los ángeles; está envuelto en pañales, pero nos reviste de inmortalidad; es amamantado, pero adorado; no halla lugar en el establo, pero se construye un templo en los corazones de los creyentes. Para que la debilidad se hiciera fuerte, se hizo débil la fortaleza. Sea objeto de admiración, antes que de desprecio, su nacimiento de la carne y reconozcamos en ella la humildad de tan magna excelsitud por causa nuestra. Encendamos en ella nuestra caridad para llegar a su eternidad. (San Agustín. Sermón 190, 4)
En esta Navidad quiero recordar dos palabras que están directamente unidas al nacimiento del Niño Dios: Unidad y diversidad. Cuando Cristo nace, se reúnen en torno de Él, Ángeles, Pastores y Magos de Oriente. Herodes, como buen político, también hubiera querido estar presente, pero no para hincar su rodilla y adorar al Logos hecho carne. La unidad es un don que Dios nos ofrece y que necesita ser aceptada desde la más profunda humildad. La verdadera unidad es sustancial, no aparente. La unidad necesita de la caridad, ya que es necesario ver en nuestros hermanos la imagen de Dios. Dice San Agustín “Encendamos en ella nuestra caridad para llegar a su eternidad”. Sin caridad con el hermano, no iremos demasiado lejos en el camino hacia la eternidad.
La diversidad también es un don de Dios, siempre que la entendamos y vivamos desde la negación de nosotros mismos. El ser humano tiene una naturaleza limitada, por lo que necesita unirse a los demás para crear un todo (Iglesia, fraternidad cristiana) que sobrepasa lo que cada uno de nosotros somos. De la misma forma que todos se arrodillaron unidos ante Dios en el pesebre, nosotros deberíamos dejar a un lado nuestras ideologías, sensibilidades y exclusividades. Los Magos de Oriente ofrecieron oro, incienso y mirra como un único regalo a Cristo. De la misma forma, cada uno de nosotros debería ofrecer los talentos que Dios le ha dado a la comunidad. La comunidad debería aceptar e integrar todo y a todos, en el gran mosaico de la Iglesia. Nadie sobra, ni debería ser rechazado por los talentos que lleva consigo. Rechazar los talentos del hermano es rechazar los dones que Dios nos ha regalado a través de él. Si me molestan los talentos de mi hermano, es que estoy haciendo el juego al maligno. Tenemos un serio problema si nos encanta encontrar fallos en los demás. Recordemos al Fariseo que se sentía orgulloso de sí mismo, mientras despreciaba al Publicano.
La Navidad debería ser el germen de unidad que integra toda la diversidad de talentos que Dios nos ha regalado. Oremos al Niño Dios para que nos regale unidad y muchas toneladas de caridad con nuestros hermanos.