Isaías 61, 1-2a. 10-11; 1 Tesalonicenses 5,16-24; Juan 1, 6-8.19-28
«Este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz»
«Hay personas que llevan el cielo dibujado en el alma. Cuando hablan. Cuando callan. Cuando sirven y aman. Quiero cambiar mi mirada y mis palabras para ser sembrador de hogares»
«Este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz»
«Hay personas que llevan el cielo dibujado en el alma. Cuando hablan. Cuando callan. Cuando sirven y aman. Quiero cambiar mi mirada y mis palabras para ser sembrador de hogares»
Sé que es posible cambiar algunas cosas. No muchas, la verdad, pero sí algunas. Sé que puedo crear algo distinto con mi actitud, con mis palabras, con mi ejemplo. Puedo hacerlo bien o mal. Puedo crear a mi alrededor una atmósfera que eleva y sana. O ser responsable de una atmósfera de pantano que hiere y hunde. Parece sencillo hacerlo bien. Pero no siempre es tan fácil. Lo intento y fallo. Lo hago mal. Una palabra mal dicha. O tal vez el orgullo. O casi sin darme cuenta sangro por mi herida. La ira me sale por la boca. No me entiendo. Lo quería hacer todo bien y lo estropeo. Sé que las personas heridas hieren. Yo estoy herido, yo hiero. Me gustaría contribuir con mis palabras a traer el cielo en la tierra. Abrazar en lugar de alejar. Ser hogar en lugar de desierto. Quiero crear un pedazo de paraíso entorno a mí. ¡Cuánto me cuesta hacerlo! Es seguro que necesito tener a Dios más dentro de mí para que se haga realidad lo que deseo. Al fin y al cabo uno da lo que tiene dentro. Y si tengo dentro el amor de Dios daré amor. La Madre Teresa de Calcuta le decía a un joven sacerdote: «¿Cree usted que yo podría vivir la caridad si no le pidiera cada día a Jesús que llene mi corazón de su amor? Sin Dios somos demasiado pobres para ayudar a los pobres»[1]. Necesito tener a Dios dentro para dar amor. Necesito pasar más horas ante Dios en silencio para traer el paraíso a la tierra. Quiero ver a María actuando en mi alma. Quiero que su presencia maternal cambie mis pensamientos y palabras, venza mi orgullo y me haga más manso y humilde de corazón. Dice el P. Kentenich que María «tiene el carisma de difundir a su alrededor una atmósfera sobrenatural purificada, ideal, a fin de mantenernos eternamente jóvenes y frescos, maleables y abiertos, para darnos un fino olfato para todo lo auténtico, para todo lo grande según la visión de Dios, para conservar ideales, para fortalecerlos y hacerlos actuar en nosotros»[2]. Ella lo puede hacer en mí. Puede hacerlo en mi familia, en mi trabajo, en mi entorno. Si me dejo hacer. Sé que hay lugares en los que me siento triste. Las críticas, la falta de esperanza, la forma de ver la vida, los comentarios sobre los ausentes, la desvalorización de las personas, los chismes, los escándalos. No hay temas de conversación que eleven. No hay una atmósfera de cielo. Y me dejo llevar por el hedor del pantano. Todo eso no me ayuda a elevar el ánimo. No saca lo mejor de mí. Esas atmósferas de pantano no dejan que crezca la vida. Hay también otros lugares, lo sé, lugares en los que la atmósfera es más cercana al cielo. En ellos María hace posible un trozo de paraíso. Hay personas que llevan el cielo dibujado en el alma y lo contagian. Cuando hablan y cuando callan. Cuando sirven y cuando aman. Yo quisiera cambiar mi mirada y mis palabras para ser un sembrador de hogares en los que haya más luz. Espacios de familia en los que uno quiera darse y crecer. En los que los comentarios enaltezcan. Y las risas eleven el alma. Me gusta pensar que yo puedo hacerlo posible. Es Navidad. Soy Navidad. Puedo acercar el cielo a la tierra. O hacer más presente el infierno. Cuando el P. Kentenich llegó al campo de concentración de Dachau un guardia le dijo que no había visto a Dios ahí. El Padre le contestó: «Seguro que sí que ha visto al demonio». Puedo hacer visible a Dios, o al demonio. Por eso decido mirar a María en Adviento. Le pido que me llene de paz, para poder dar paz. Me sorprende que una cueva de animales pueda llegar a ser un palacio en presencia de María, de José, de Jesús. Un pesebre sucio, el último lugar donde sería bueno que naciera un niño, la única posada libre, acerca el cielo a los hombres. Comenta el Papa Francisco en Evangelium Gaudium: «María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura». Me gustaría tener esa varita mágica en mis manos para cambiar los ambientes. Quisiera ser capaz de transformar los lugares que piso, donde habito. Convertir una cueva en un lugar santo. Hacer de un lugar lleno de tinieblas un lugar lleno de luz. Decía el P. Kentenich que hay que «acabar con ese pesimismo, con la idea de que no se puede construir una sociedad humana plenamente redimida. Tenemos que generar un oasis, y todos podemos hacerlo. Oasis, islas pequeñas, células vivas a modo de anticipación del mundo nuevo»[3]. Puedo generar oasis. Islas en las que nazca Jesús y traiga una luz de esperanza. Lo puedo hacer allí por donde piso. Puedo cambiar las conversaciones. Hacer que sean más profundas, más elevadas. Quiero creer que es posible. Puedo cambiar la atmósfera de mi familia, de mi trabajo, de mis amigos. Con gestos de amor generosos. Dando sin esperar recibir nada. Sirviendo, aunque no me lo pidan ni me corresponda. Puedo hacerlo todo con mis palabras y mi forma de actuar. Lo que queda al final del camino son sólo las obras de amor. Lo que permanece es mi entrega generosa y llena de silencios. Se entierra la semilla para que muera y dé fruto. Brota a mi alrededor una nueva planta llena de vida, cuando muero a mi orgullo. A veces llego a lugares que no tienen paz. Llego con el corazón herido. Lleno de rencores y rabias. Salgo más herido, más triste. Llego inquieto y sin luz. Me voy lleno de nostalgia. No tengo alegría. Intento cambiarlo todo, pero no puedo cambiar la atmósfera a mi alrededor. Mis comentarios no ayudan. Juzgo lo que otros dicen. Me dejo tocar por el desánimo. Me contagio con los juicios. No aporto ni mi ternura, ni mi alegría, ni mi esperanza. Callo, y mi silencio no ayuda. No contribuyo a mejorar lo que reina a mi alrededor, y me justifico diciendo que es imposible cambiarlo. La cueva sigue siendo una cueva de animales. Y la atmósfera es más de pantano que de cielo. Y no soy yo el que aporta algo de esperanza o de luz. Y no es mi mano la que regala misericordia. Ni mis palabras traen paz. Me duele no ser causa de alegría. Quiero cambiar. Creo que tengo vocación de fuego, de hogar, de luz. Tengo en mis manos una llamada a hacer cosas grandes, a sembrar paz. Y sé que Dios nace en mi alma para hacerse presente entre los hombres. Así de fácil. Se lo pido.
Me gusta mirar a José en este Adviento. Mirar la confianza de este hombre enamorado de Dios y de María. Me gusta verlos abrazados caminando a Belén. Miro a José. Ese hijo dócil a los más leves deseos de Dios. Miro a este hombre fuerte y frágil al mismo tiempo. Firme y tierno. Decidido y flexible. Me parecen combinaciones imposibles. En él se dan. Es el hombre fiel y honesto. Un niño auténtico y verdadero. Un apasionado de la vida que va lleno de luz. Un hombre alegre y paciente. Enérgico y respetuoso. Es José el hombre que se puso en camino con alegría junto a María y creyó más allá de lo prudente. Le miro a él caminando en medio de la noche y me conmueve ver su paso firme, su mirada alegre y confiada. Lo veo escuchando a Dios en sueños, guardando silencio al ritmo de los pasos de María. Lo miro abrazando con pudor a su esposa, a la Madre de Dios. Sujetando con mimo el don más grande de Dios. Lo veo tranquilo en la espera de ese niño venido de Dios que ahora tenía entre sus manos. Lo miro acogiendo la voluntad de Dios con un sí alegre. Lo miro turbado cuando los miedos llenan su alma antes de escuchar en sueños. Y lo miro descifrando en la noche las voces que confirman su camino. Me gusta mirar a José en el Adviento abrazado a María. Es como mirar la roca, el pilar, la montaña firme, sobre la que se asienta mi propia fe. Creo en su fe de niño y creo en su sí de hombre. Un sí que es para siempre. Yo creo porque él creyó. José creyó contra toda esperanza. Había decidido repudiar en secreto a María. ¡La quería tanto! Había decidido renunciar a sus planes preciosos. Pero el ángel calmó sus sueños y tocó sus miedos. Me gusta detenerme a mirar a José en el Adviento. Me fijo en sus ojos que miran un amplio horizonte. Tienen miedo, tienen paz. Pienso en su fe firme en medio de la oscuridad de los caminos. Cuando todo parece imposible. Cuando todo lo posible ya no lo es. Cuando su proyecto deja de ser una realidad. José abraza esa noche un proyecto imposible. Se agarra fuerte de la mano de Dios. Acariciando la mano frágil de María que coge la suya más firme. José se pone en camino en medio de las dudas. Acompaña seguramente a María a Ein Karem para que no vaya sola. Va después a Belén, cuando esa obligación de ir a inscribirse parece tan absurda. María está muy avanzada en su embarazo. Surgen los miedos y las dudas. ¿Por qué no podían permanecer mejor tranquilos en Nazaret esperando el momento? ¿Por qué Dios no lo hacía todo más fácil? Grita la prudencia del corazón. Un deseo hondo de permanecer en paz. Y surge el miedo ante las sorpresas de Dios, que conduce la vida. José temblaría al tomar de la mano a María por los caminos a Belén. Solos. Sigue a Dios en sus planes imposibles. Da un salto de fe y confía en un amor que no lo abandona en sus dudas. Decía el P. Kentenich: «Humanamente hablando, tenemos que contar, por último, con que nuestro intento fracase por completo. Y, sin embargo, no podemos sentirnos dispensados de correr este riesgo. ¡Quien tiene una misión ha de cumplirla, aunque nos conduzca al abismo más oscuro y profundo, aunque exija dar un salto mortal tras otro! La misión de profeta trae siempre consigo suerte de profeta»[4]. José tiene una misión de profeta. Tiene una misión pesada sobre sus hombros. No importa. José se fía de Dios y lo hace con alegría. Es verdad que hay dudas. Siempre hay dudas. ¿Y si fracasa? Hoy miro a José y pienso en mi propia vida. ¡Cuántas veces el miedo al fracaso detiene mis pasos ante la puerta de la decisión! Miro a José con su fe tan sencilla, tan de niño, tan de hombre. Quiero ser tan valiente como él. Quiero vivir de una fe sencilla. No sé si me falta fe o me falta valor. Me cuesta creer en la misión imposible que se me confía. Prefiero que otros actúen y decidan. Yo tengo miedo. Es verdad que quiero creer que Dios lo puede hacer todo bien aunque yo no pueda solo. Me asustan esos planes absurdos que a veces toco con mis manos. Me da miedo no ser fiel como lo fue José en medio de las dudas. Me cuesta dar un salto mortal. Me falta esa audacia tan grande. Mi fe se ha vuelto débil con el paso del tiempo. Tal vez tan débil como la del hombre de hoy. A lo mejor se ha enfermado al enfrentarse con las tragedias de la vida, con las oscuridades del camino. Mi fe parece no sostener mis pasos. Dudo. Me da miedo la aventura de la vida. Miro a José con esa fe tan firme y valiente. Me parece que su corazón es el corazón que deseo tener yo. Comenta el P. Kentenich: «Sin que nos hayamos dado cuenta cabal de ello, nuestra fe se ha debilitado, ha enfermado. No pocos cristianos se mantienen fieles a todas las doctrinas de la Iglesia, a la presencia del Señor en la eucaristía, al misterio de la encarnación. Su problema, el problema por excelencia es el Dios de la vida, el Dios de la vida de hoy: - Es el Señor que parece dormitar plácidamente en medio de la tempestad del tiempo actual»[5]. Mi fe enferma no me deja creer en lo que no veo. No me deja atisbar las cimas ocultas en medio de la niebla. No me deja acariciar la hondura del mar de mis miedos. Me falta fe para confiar siempre. Para creer que Dios de verdad me ama aunque a veces me parezca tan dura la soledad. Y tiemblo. Me da miedo pensar que el fracaso, la enfermedad y la muerte forman parte de mi vida, de mi camino. Y hay tantas cosas que no puedo cambiar ni controlar. Quisiera ser una roca sólida como José. Una roca en la que otros puedan descansar. Y creer. Y esperar. Pero es frágil mi mirada. Y se me acaban las fuerzas cuando lo posible se torna imposible. Y lo imposible en apariencia se convierte en el único camino posible hasta Belén. Tengo miedo a esa vida incierta y llena de dudas, de persecuciones y desafíos. Y sé que la certeza que me mueve, como a José, es la de saberme amado por Dios. Mi única certeza. Me alegro en Dios que me ama. He visto su amor. Es el Dios de mi vida que no me deja nunca y sujeta mis pasos. Me gusta pensar en ese amor tan hondo que me saca de mi fragilidad y me envía al mundo. Me sostiene en mi pecado. Y me pide que luche por cambiar todo camino a Belén. En medio de mi Adviento. Ese Dios que cree en mí más de lo que yo mismo creo. Y espera mi sí sencillo y débil para construir sobre él todo un mundo nuevo. Y por eso le pido a Jesús que aumente mi fe. Que me haga más valiente para que la duda no retenga mis pasos. Me abrazo a José. Para seguir los pasos de María.
Hoy es el domingo de la alegría. Hoy el apóstol me manda que esté alegre: «Gaudete». Escucho la palabra de Dios: «Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión. Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios». El domingo de la alegría viene como un rayo de luz y esperanza en medio del adviento. Viene como un torrente de vida para llenar mi alma. Quiero estar siempre alegre. Pero no siempre lo estoy. ¿Cuál es la causa principal de mi alegría? ¿Estoy de verdad siempre alegre? ¿Es eso posible? Muchas veces me turbo. No suceden las cosas como esperaba y me lleno de ira. Siento que soy débil y caigo en mi deseo por cumplir tantos propósitos, y me lleno de pena. Siento que no avanzo y me desanimo. O llega la cruz a mi vida en forma de ausencia, de enfermedad, de pérdida. Y el corazón no está alegre. La tristeza es muy honda. ¿Cómo puedo estar alegre en medio de la cruz? ¿Cómo puedo sonreír cuando vivo una desgracia? Me cuesta ese imperativo de la alegría. Esa alegría impuesta. Esa gratitud que se espera de mí. ¿Tengo que estar siempre agradecido? ¡Me cuesta tanto sonreír en medio de la noche! Me comparo con aquellos a los que le va mejor que a mí. No sufren, no tienen pérdidas, no están enfermos. Yo sí. Y me duele. En otras ocasiones surge en mí la tristeza sin motivo aparente. Los pensamientos me turban. O los comentarios que otros me hacen y me dañan. Tocan mi herida en lo más hondo. Una broma, una crítica, una ofensa. Pierdo la alegría, dejo de sonreír. Me lleno de rabia y rencor. ¿Cómo puedo cambiar mi alma? ¡Qué lejos estoy del ideal que hoy anhelo! Estar siempre alegre en el Señor. Pienso en el Cristo sonriente que me mira en el castillo de Javier. Es un Jesús que sonríe desde la cruz. ¿Cómo es posible sonreír muriendo? ¿No será sólo un rictus de dolor, o un gesto involuntario? El artista quiso dibujar a un Cristo afable, sonriente, amable, enamorado. Jesús me mira así en mi propia cruz, desde su cruz. Quiero mirar siempre a Jesús que me sonríe. Me mira. Me da su paz. Desde abajo veo su sonrisa que me sostiene. Tienen algo especial las personas alegres. Las de carcajadas anchas. Las de sonrisas afables. Las de palabras alegres. Las de silencios tiernos. Las que hacen bromas y se ríen con las bromas. Las que no se dejan llevar por el desánimo y ven el vaso medio lleno estando medio vacío. Me gusta su manera de enfrentar los problemas. No dicen que no existen. Los asumen. Porque sí que existen. Y sí que duelen. Pero no se hunden. Caminan confiados. Tal vez su alegría esté de verdad en el Señor y no en la fugacidad de los deseos que quieren ser satisfechos. El otro día leía unas palabras de Jesús Mora López-Almodóvar en su blog: «Tengo esclerosis múltiple. Soy un hombre afortunado. La asociación de estos dos términos puede parecer un disparate y así, sin más, efectivamente lo es. Tener esclerosis múltiple no es ninguna bendición, tampoco una maldición, es un suceso, sin más, de la propia naturaleza humana. Nadie hace nada para merecérselo, ni tampoco para no merecérselo, también hay que decirlo. (…) Yo no sería quien hoy soy sin la esclerosis múltiple No puedo entenderme sin ella. Ella y yo somos uno. Quizás sería más adecuado decir ‘ella soy yo’. Recuerdo en este momento la frase de Ortega y Gasset: ‘Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo’, la esclerosis múltiple es una parte esencial de mi circunstancia, esa otra mitad de mi persona que para Ortega representa la realidad circundante. Este yo está formado por lo físico y por lo espiritual, y también por las personas que me rodean, me hacen y por el mapa de relaciones que establezco con ellas. Todo eso, no solo el yo que es llamado Jesús Mora, se encuentra afectado por la esclerosis, y es todo eso lo que debo salvar para salvarme yo». No puedo cambiar las circunstancias casi nunca. No puedo cerrar los ojos, ni rebelarme contra un mundo injusto. No quiero amargarme cuando las cosas no son como deseo. Quiero salvar mis circunstancias para salvarme. Quiero mirar a Dios en mi camino. Y pedirle la bendición de su alegría. Tal vez por eso hoy vuelvo a desear estar alegre siempre. En la turbación y en el éxito. En la soledad y en el amor que recibo. En los fracasos y en los momentos de descanso.
Me gusta pensar que la alegría es un medio esencial para ser santo. Decía el P. Kentenich meditando sobre el imperativo de este domingo: «La alegría, la perfecta alegría de vivir, debe comprenderse como un elemento central de nuestra vida religiosa; pero también como un medio esencial para alcanzar la santidad»[6]. Dios necesita santos alegres. Que con su alegría testimonien el amor de Dios. Una alegría contagiosa. Una alegría que cambie mi forma de vivir, de hacer las cosas. Una alegría que es un don de Dios. El otro día una persona trataba de recordar: «La verdad, no consigo recordar cuándo fue la última vez que me enfadé por algo o con alguien». Me conmovió. Me gustaría tener esa falta de memoria. O mejor dicho, me gustaría estar siempre alegre y no enfadarme por las tonterías de la vida. Y vivir siempre con paz agradeciendo por todo lo que Dios me regala. Dos no se enfadan si uno de los dos no quiere. A veces no valoro todo lo que tengo. ¿Cómo puedo estar triste cuando Dios viene a verme, baja a mi vida, me sostiene y me recuerda que me quiere? Lo olvido. Sé que estoy alegre cuando me sé querido por personas concretas. Su amor me eleva, me sana por dentro, le da sentido a mi vida. Y en ese amor imperfecto y pobre se esconde el amor inmenso de Dios. Es verdad, el amor me da alegría. El rechazo de los hombres me quita la paz. Su odio, su indiferencia, su rabia, sus críticas y juicios. Todo eso me entristece. Saberme amado me permite descansar en Dios. Verme despreciado me hunde. El amor humano siempre es el camino más rápido y seguro para llegar al cielo, para hacer bajar el cielo a la tierra. Quiero aprender a descansar en Dios. Quiero cumplir ese imperativo, pero no lo consigo. Me piden que me alegre siempre, pero, ¿cómo puedo hacerlo cuando no estoy feliz? Es un imperativo imposible, de esos que tiene Jesús. Como cuando me dice que sea manso y humilde y aprenda de Él. O me pide que ame como Él me ama, cuando su amor es infinito. Me parecen imperativos imposibles. Los escucho con ansia de crecer. Los repito con mis labios para convencerme de que son posibles. Los escribo una y otra vez deseando así vivirlos. Pero no logro hacer realidad lo que Jesús me pide hoy. ¡Qué lejos estoy de estar siempre alegre! Quiero una felicidad permanente que nadie pueda turbar. Para mí no es posible. Pero sé que para Dios lo es si dejo que actúe en mí en medio de mis noches. Si dejo de desear lo que me hace infeliz. Si dejo de empeñarme en controlarlo todo. Hoy busco en mi corazón las raíces más hondas. Me adentro en lo profundo de mi herida. Quiero descubrir mis razones para no estar alegre. A menudo pongo mi felicidad en el sentimiento. Y cuando falla, sufro. Lo que siento es tan cambiante. Leía el otro día: «Sentir sólo es sentir. Sentir no es amar. Los que no aman también sienten. Aunque no basta sentir para ser feliz. Quien no ama no puede ser feliz. No basta por ello sentir»[7]. No me basta con sentir para ser feliz. No soy feliz sólo cuando siento. Quiero alejar de mí esos pensamientos negativos que me hacen daño. Esas frases falsas que aprendí de pequeño. Que me dicen que no valgo, que no sirvo, que no soy amado. Como juicios grabados a fuego en mi alma herida. ¿Cuál es hoy la causa de mi falta de alegría? Se la entrego a Dios. Él sabe mejor que yo lo que necesito para ser feliz. Conoce mi fragilidad y entiende que necesito descansar en Él para tener paz. Si no amo no puedo ser feliz. Si no me sé amado, es difícil. Hoy le pido a Jesús que me quite todo lo que me pesa. Que aparte de mí las amarguras, lo que me entristece. Pongo a sus pies en el Belén mis tristezas más hondas. Le pido que se las quede y a cambio me entregue su amor, su paz, su alegría. Quiero estar alegre siempre en el Señor. Agradecerle por todo. Descansar en Él. Y buscar la paz en su regazo.
Hoy Juan Bautista vuelve a estar en el centro: «Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz». ¿Cómo se puede definir a sí mismo el que sólo es testigo de la luz? Me gusta mirar a Juan que se siente tan pequeño. Le preguntan: «¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?». Juan contesta: «Yo no soy el Mesías». Es sólo un hombre que es testigo de la luz. Es enviado por Dios a los hombres para preparar a Jesús. No es algo que se haya inventado. Es algo querido por Dios. Se siente amado en su misión. Descubrió quién era. Su nombre, aquel que Dios pronunció al crearlo. Su misión no es la de Jesús, el Mesías, ni la de Elías, ni la del profeta. No es la luz misma. Sólo es el testigo de la verdad. Pero no es la verdad misma. Es la voz, pero no es la palabra. Es precursor de Jesús, su profeta, su mensajero, pero no es su discípulo. Es el hombre solitario, pero no es del grupo de Jesús. Me conmueve. Juan tenía un corazón grande. Cuando uno tiene el alma grande sabe quién es y quién no es. Juan no se pone medallas, no está en el centro. Sabe estar en su lugar. Y su lugar es sólo suyo. Sabe que ahí, en su lugar, haciendo lo que tiene que hacer, cumple la voluntad de Dios para su vida. Su plan de amor. A veces me agobio queriendo saber lo que tengo que hacer. Saber si el lugar en el que estoy es el adecuado o tengo que esperar. Me comparo. Busco. Y no soy feliz viendo a otros en lugares mejores. Quiero tener, hacer, ser, para ser feliz. Y si no lo logro vivo insatisfecho, buscando. Juan sabe cuál es su lugar y su misión. Surge la pregunta en mi alma: «¿Y tú quién eres?». Me lo pregunto tantas veces. Sé que en la vida los demás no van a decirme quién soy. Yo mismo tengo que descubrirlo. Buscarlo en Dios. En lo más profundo de mi alma. Oculto en las arenas de mi playa. Traído por las olas hasta mí. El otro día leí una poesía que expresa ese anhelo de conocer mi lugar, mi verdad: «¿Quién soy? Me pregunto cada día. Le pregunto al mar. Las olas evocan algo en mí. Pero aún no sé mi nombre. ¿Quién soy? Pregunto al bosque, ríos y montañas. Algo se ensancha en el alma. Pero aún no sé mi palabra. ¿Quién soy? Le pregunto al cielo en noches oscuras. Cuando es azul y ancho. Cuando es gris como mi recuerdo ingrato. Pero aún no sé mi melodía. ¿Es que todos lo saben menos yo? ¿Es qué pueden saber quiénes son el mar, los montes, el cielo, y yo no? ¿Cuál es la música con la que bailo? Y un día. Llegaste. Y al decirlo supe que en ti estaba yo. Tu voz me descubrió. Porque te quise. Y al quererte lo supe. Era yo. Tocaste mi música. Bailé». Veo la respuesta prendida del aire en el corazón de aquél a quien se ama. Hay personas en las que el corazón se ensancha y sabe que ha llegado a puerto. Hay lugares que son hogar desde el primer momento. Hay momentos en los que sé que existo sólo para vivir lo que estoy viviendo. Y comprendo de golpe quién soy. Cuando amo, cuando soy amado. Me voy haciendo en el acto libre y gratuito de entregar la vida. Sin buscar títulos que justifiquen mi presencia. O que faciliten mi entrega. Sin pretender lugares en los que no sería yo mismo, sino alguien distinto. Sin detenerme en amores que no me llenan el alma y me dejan vacío e insatisfecho. Me pregunto a mí mismo: «¿Quién soy?». Y busco encontrarme con Jesús para que calme mi sed. Soy el que Dios ha pensado. Su voz calma mi anhelo. Sé que soy una sombra de Dios. O el reflejo tenue de su luz más honda. ¿Qué digo yo de mí mismo? ¿Quién soy yo? ¿Cuál es mi misión en la vida? ¿Cómo me llama Dios? ¿Quién soy yo de forma única y particular? Es una pregunta tan humana. Hay algo mío, que permanece sea cual sea la circunstancia que viva. Es lo que soy en lo más hondo. La propia vida, las circunstancias, me van modelando. Y yo, según vaya respondiendo a ellas, voy creciendo. La circunstancia de Juan fue estar antes que Jesús. No lo siguió, no vivió con Él, no pudo morir a su lado ni caminar junto a Él. No pudo salvarlo. Juan se define por lo que no es y también por lo que es. Es testigo, es voz, es el que bautiza. Es de corazón grande y ama su misión de ser camino. Sabe que sólo ha de abrir puertas. Y renunciar para que otros puedan amar a Jesús. Su misión es única. Su santidad, su felicidad, su forma particular de ser hijo de Dios, tienen que ver con ser testigo de la luz, pero no la luz. Tienen que ver con ser voz pero no la palabra. Con ser allanador de caminos pero no el camino. A mí se me llenan la boca y el corazón de obras, de logros, de palabras. Como se llena la Navidad de luces y regalos. Risas y fiestas. Pero hay vacío en el alma del hombre. Soy sólo reflejo de la luz. Testigo de la verdad. Hoy escucho: «Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor». Es una misión bella: sanar corazones, vendar heridas, sujetar caídos. Es una misión pobre y sencilla. La abrazo y me alegro por el camino único por el que Dios me llama.
Juan es el hombre de una pieza que se sabe profundamente amado y elegido en lo que es. No necesita más, lo tiene todo. Se sabe pequeño frente a Jesús. Se retira cuando llega Aquel por el que lo ha dejado todo. Pienso en cuánto lo quería Jesús. Por su fidelidad, su honestidad, su humildad. Juan lo anunció antes de haber visto sus milagros. Creyó en Él cuando estaba oculto en Nazaret. Esa fe conmovió a Jesús. Después, muchos hombres lo seguirán al conocer sus milagros, sus palabras, su fuerza, su vida. Juan creyó antes de tocar y antes de ver. Juan y Jesús se bendicen mutuamente. ¡Qué poco bendigo yo con palaras! Bendecir es hablar bien de los demás. ¡Qué poco alabo a los otros! Parece que cuando alabo a alguien yo menguo. Me falta humildad. Parece que al criticar a otro brillo yo más. Miro a Jesús y a Juan. Se quieren y hablan a sus discípulos el uno del otro y de su misión con cariño. Se bendicen. Me gustaría hablar siempre bien de los demás, alegrarme por lo que son, por lo que dan, por lo que soy cuando estoy con ellos. María entona su magníficat en Ein karem. Ese canto me habla de la alegría y gratitud por la vida. En el seno de Isabel Juan de niño saltó de alegría. La vida de Juan es un canto de alegría y esperanza. Juan se alegra en su pequeñez. Entona su magníficat. Quisiera yo también alegrarme con mi pequeñez. «Porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo». Una persona rezaba: «Estoy muy dispuesta a aceptar y reconocer mi pequeñez y mi pecado, sobre todo mi pecado de orgullo. Te pido perdón, aunque me parezca que pedirte perdón no sea suficiente. Te suplico con todas mis fuerzas que cambies aquello que en mi alma no está bien y lo transformes. Espero que ese nacer desde la humildad impregne de verdad todo mi ser». Sé que Dios se posa sobre mi vida y me bendice. Habla bien de mí, me cambia por dentro: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido». Me unge. Me hace ver su amor. Sólo así puedo alegrarme y gloriarme en mi debilidad. Sólo así puedo ser agradecido. ¡Cuánto me cuesta! Miro a Juan, el más pequeño de los hombres, el más grande en el cielo. Quiero reconocer y alegrarme con mi vida como es. Dios me ha dado la misión de anunciar a muchos al que está dentro de mí. Al que está oculto entre los hombres: «En medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí». Jesús está oculto. Muchos no lo conocen. Y yo quiero anunciarlo. Es mi misión de vida. A veces tampoco lo veo ni lo reconozco. Jesús está en medio y yo lo busco fuera. Está en mi historia, en mi rutina. Está dentro y no lo veo. Busco algo extraordinario. Pero no está en lo alto separado de mí. Está en mí. No lo conozco. No lo veo. Tal vez espero otra cosa y no dejo que penetre en mi corazón. Sólo tengo que abrir los ojos, mirar con ojos puros. No quiero que Jesús pase de largo. Él es mi alegría y mi esperanza. Llega hasta mi pequeñez para que yo me alegre y dé gracias. Ya está tocando mi tierra. Jesús llega para pisar a mi lado mis caminos. Me gustaría no dejar nunca de asombrarme de ese milagro. Quiero mirarlo, alegrarme de su presencia, alegrarme con mi vida como es. Es pequeña mi misión, pero es la mía. ¿Cómo es el magníficat que entono? Me gustaría repetir cada día este canto de alegría y alabanza. Me gustaría alegrarme siempre con mi misión oculta. Sencilla y pobre.
Me gusta mirar a José en este Adviento. Mirar la confianza de este hombre enamorado de Dios y de María. Me gusta verlos abrazados caminando a Belén. Miro a José. Ese hijo dócil a los más leves deseos de Dios. Miro a este hombre fuerte y frágil al mismo tiempo. Firme y tierno. Decidido y flexible. Me parecen combinaciones imposibles. En él se dan. Es el hombre fiel y honesto. Un niño auténtico y verdadero. Un apasionado de la vida que va lleno de luz. Un hombre alegre y paciente. Enérgico y respetuoso. Es José el hombre que se puso en camino con alegría junto a María y creyó más allá de lo prudente. Le miro a él caminando en medio de la noche y me conmueve ver su paso firme, su mirada alegre y confiada. Lo veo escuchando a Dios en sueños, guardando silencio al ritmo de los pasos de María. Lo miro abrazando con pudor a su esposa, a la Madre de Dios. Sujetando con mimo el don más grande de Dios. Lo veo tranquilo en la espera de ese niño venido de Dios que ahora tenía entre sus manos. Lo miro acogiendo la voluntad de Dios con un sí alegre. Lo miro turbado cuando los miedos llenan su alma antes de escuchar en sueños. Y lo miro descifrando en la noche las voces que confirman su camino. Me gusta mirar a José en el Adviento abrazado a María. Es como mirar la roca, el pilar, la montaña firme, sobre la que se asienta mi propia fe. Creo en su fe de niño y creo en su sí de hombre. Un sí que es para siempre. Yo creo porque él creyó. José creyó contra toda esperanza. Había decidido repudiar en secreto a María. ¡La quería tanto! Había decidido renunciar a sus planes preciosos. Pero el ángel calmó sus sueños y tocó sus miedos. Me gusta detenerme a mirar a José en el Adviento. Me fijo en sus ojos que miran un amplio horizonte. Tienen miedo, tienen paz. Pienso en su fe firme en medio de la oscuridad de los caminos. Cuando todo parece imposible. Cuando todo lo posible ya no lo es. Cuando su proyecto deja de ser una realidad. José abraza esa noche un proyecto imposible. Se agarra fuerte de la mano de Dios. Acariciando la mano frágil de María que coge la suya más firme. José se pone en camino en medio de las dudas. Acompaña seguramente a María a Ein Karem para que no vaya sola. Va después a Belén, cuando esa obligación de ir a inscribirse parece tan absurda. María está muy avanzada en su embarazo. Surgen los miedos y las dudas. ¿Por qué no podían permanecer mejor tranquilos en Nazaret esperando el momento? ¿Por qué Dios no lo hacía todo más fácil? Grita la prudencia del corazón. Un deseo hondo de permanecer en paz. Y surge el miedo ante las sorpresas de Dios, que conduce la vida. José temblaría al tomar de la mano a María por los caminos a Belén. Solos. Sigue a Dios en sus planes imposibles. Da un salto de fe y confía en un amor que no lo abandona en sus dudas. Decía el P. Kentenich: «Humanamente hablando, tenemos que contar, por último, con que nuestro intento fracase por completo. Y, sin embargo, no podemos sentirnos dispensados de correr este riesgo. ¡Quien tiene una misión ha de cumplirla, aunque nos conduzca al abismo más oscuro y profundo, aunque exija dar un salto mortal tras otro! La misión de profeta trae siempre consigo suerte de profeta»[4]. José tiene una misión de profeta. Tiene una misión pesada sobre sus hombros. No importa. José se fía de Dios y lo hace con alegría. Es verdad que hay dudas. Siempre hay dudas. ¿Y si fracasa? Hoy miro a José y pienso en mi propia vida. ¡Cuántas veces el miedo al fracaso detiene mis pasos ante la puerta de la decisión! Miro a José con su fe tan sencilla, tan de niño, tan de hombre. Quiero ser tan valiente como él. Quiero vivir de una fe sencilla. No sé si me falta fe o me falta valor. Me cuesta creer en la misión imposible que se me confía. Prefiero que otros actúen y decidan. Yo tengo miedo. Es verdad que quiero creer que Dios lo puede hacer todo bien aunque yo no pueda solo. Me asustan esos planes absurdos que a veces toco con mis manos. Me da miedo no ser fiel como lo fue José en medio de las dudas. Me cuesta dar un salto mortal. Me falta esa audacia tan grande. Mi fe se ha vuelto débil con el paso del tiempo. Tal vez tan débil como la del hombre de hoy. A lo mejor se ha enfermado al enfrentarse con las tragedias de la vida, con las oscuridades del camino. Mi fe parece no sostener mis pasos. Dudo. Me da miedo la aventura de la vida. Miro a José con esa fe tan firme y valiente. Me parece que su corazón es el corazón que deseo tener yo. Comenta el P. Kentenich: «Sin que nos hayamos dado cuenta cabal de ello, nuestra fe se ha debilitado, ha enfermado. No pocos cristianos se mantienen fieles a todas las doctrinas de la Iglesia, a la presencia del Señor en la eucaristía, al misterio de la encarnación. Su problema, el problema por excelencia es el Dios de la vida, el Dios de la vida de hoy: - Es el Señor que parece dormitar plácidamente en medio de la tempestad del tiempo actual»[5]. Mi fe enferma no me deja creer en lo que no veo. No me deja atisbar las cimas ocultas en medio de la niebla. No me deja acariciar la hondura del mar de mis miedos. Me falta fe para confiar siempre. Para creer que Dios de verdad me ama aunque a veces me parezca tan dura la soledad. Y tiemblo. Me da miedo pensar que el fracaso, la enfermedad y la muerte forman parte de mi vida, de mi camino. Y hay tantas cosas que no puedo cambiar ni controlar. Quisiera ser una roca sólida como José. Una roca en la que otros puedan descansar. Y creer. Y esperar. Pero es frágil mi mirada. Y se me acaban las fuerzas cuando lo posible se torna imposible. Y lo imposible en apariencia se convierte en el único camino posible hasta Belén. Tengo miedo a esa vida incierta y llena de dudas, de persecuciones y desafíos. Y sé que la certeza que me mueve, como a José, es la de saberme amado por Dios. Mi única certeza. Me alegro en Dios que me ama. He visto su amor. Es el Dios de mi vida que no me deja nunca y sujeta mis pasos. Me gusta pensar en ese amor tan hondo que me saca de mi fragilidad y me envía al mundo. Me sostiene en mi pecado. Y me pide que luche por cambiar todo camino a Belén. En medio de mi Adviento. Ese Dios que cree en mí más de lo que yo mismo creo. Y espera mi sí sencillo y débil para construir sobre él todo un mundo nuevo. Y por eso le pido a Jesús que aumente mi fe. Que me haga más valiente para que la duda no retenga mis pasos. Me abrazo a José. Para seguir los pasos de María.
Hoy es el domingo de la alegría. Hoy el apóstol me manda que esté alegre: «Gaudete». Escucho la palabra de Dios: «Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión. Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios». El domingo de la alegría viene como un rayo de luz y esperanza en medio del adviento. Viene como un torrente de vida para llenar mi alma. Quiero estar siempre alegre. Pero no siempre lo estoy. ¿Cuál es la causa principal de mi alegría? ¿Estoy de verdad siempre alegre? ¿Es eso posible? Muchas veces me turbo. No suceden las cosas como esperaba y me lleno de ira. Siento que soy débil y caigo en mi deseo por cumplir tantos propósitos, y me lleno de pena. Siento que no avanzo y me desanimo. O llega la cruz a mi vida en forma de ausencia, de enfermedad, de pérdida. Y el corazón no está alegre. La tristeza es muy honda. ¿Cómo puedo estar alegre en medio de la cruz? ¿Cómo puedo sonreír cuando vivo una desgracia? Me cuesta ese imperativo de la alegría. Esa alegría impuesta. Esa gratitud que se espera de mí. ¿Tengo que estar siempre agradecido? ¡Me cuesta tanto sonreír en medio de la noche! Me comparo con aquellos a los que le va mejor que a mí. No sufren, no tienen pérdidas, no están enfermos. Yo sí. Y me duele. En otras ocasiones surge en mí la tristeza sin motivo aparente. Los pensamientos me turban. O los comentarios que otros me hacen y me dañan. Tocan mi herida en lo más hondo. Una broma, una crítica, una ofensa. Pierdo la alegría, dejo de sonreír. Me lleno de rabia y rencor. ¿Cómo puedo cambiar mi alma? ¡Qué lejos estoy del ideal que hoy anhelo! Estar siempre alegre en el Señor. Pienso en el Cristo sonriente que me mira en el castillo de Javier. Es un Jesús que sonríe desde la cruz. ¿Cómo es posible sonreír muriendo? ¿No será sólo un rictus de dolor, o un gesto involuntario? El artista quiso dibujar a un Cristo afable, sonriente, amable, enamorado. Jesús me mira así en mi propia cruz, desde su cruz. Quiero mirar siempre a Jesús que me sonríe. Me mira. Me da su paz. Desde abajo veo su sonrisa que me sostiene. Tienen algo especial las personas alegres. Las de carcajadas anchas. Las de sonrisas afables. Las de palabras alegres. Las de silencios tiernos. Las que hacen bromas y se ríen con las bromas. Las que no se dejan llevar por el desánimo y ven el vaso medio lleno estando medio vacío. Me gusta su manera de enfrentar los problemas. No dicen que no existen. Los asumen. Porque sí que existen. Y sí que duelen. Pero no se hunden. Caminan confiados. Tal vez su alegría esté de verdad en el Señor y no en la fugacidad de los deseos que quieren ser satisfechos. El otro día leía unas palabras de Jesús Mora López-Almodóvar en su blog: «Tengo esclerosis múltiple. Soy un hombre afortunado. La asociación de estos dos términos puede parecer un disparate y así, sin más, efectivamente lo es. Tener esclerosis múltiple no es ninguna bendición, tampoco una maldición, es un suceso, sin más, de la propia naturaleza humana. Nadie hace nada para merecérselo, ni tampoco para no merecérselo, también hay que decirlo. (…) Yo no sería quien hoy soy sin la esclerosis múltiple No puedo entenderme sin ella. Ella y yo somos uno. Quizás sería más adecuado decir ‘ella soy yo’. Recuerdo en este momento la frase de Ortega y Gasset: ‘Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo’, la esclerosis múltiple es una parte esencial de mi circunstancia, esa otra mitad de mi persona que para Ortega representa la realidad circundante. Este yo está formado por lo físico y por lo espiritual, y también por las personas que me rodean, me hacen y por el mapa de relaciones que establezco con ellas. Todo eso, no solo el yo que es llamado Jesús Mora, se encuentra afectado por la esclerosis, y es todo eso lo que debo salvar para salvarme yo». No puedo cambiar las circunstancias casi nunca. No puedo cerrar los ojos, ni rebelarme contra un mundo injusto. No quiero amargarme cuando las cosas no son como deseo. Quiero salvar mis circunstancias para salvarme. Quiero mirar a Dios en mi camino. Y pedirle la bendición de su alegría. Tal vez por eso hoy vuelvo a desear estar alegre siempre. En la turbación y en el éxito. En la soledad y en el amor que recibo. En los fracasos y en los momentos de descanso.
Me gusta pensar que la alegría es un medio esencial para ser santo. Decía el P. Kentenich meditando sobre el imperativo de este domingo: «La alegría, la perfecta alegría de vivir, debe comprenderse como un elemento central de nuestra vida religiosa; pero también como un medio esencial para alcanzar la santidad»[6]. Dios necesita santos alegres. Que con su alegría testimonien el amor de Dios. Una alegría contagiosa. Una alegría que cambie mi forma de vivir, de hacer las cosas. Una alegría que es un don de Dios. El otro día una persona trataba de recordar: «La verdad, no consigo recordar cuándo fue la última vez que me enfadé por algo o con alguien». Me conmovió. Me gustaría tener esa falta de memoria. O mejor dicho, me gustaría estar siempre alegre y no enfadarme por las tonterías de la vida. Y vivir siempre con paz agradeciendo por todo lo que Dios me regala. Dos no se enfadan si uno de los dos no quiere. A veces no valoro todo lo que tengo. ¿Cómo puedo estar triste cuando Dios viene a verme, baja a mi vida, me sostiene y me recuerda que me quiere? Lo olvido. Sé que estoy alegre cuando me sé querido por personas concretas. Su amor me eleva, me sana por dentro, le da sentido a mi vida. Y en ese amor imperfecto y pobre se esconde el amor inmenso de Dios. Es verdad, el amor me da alegría. El rechazo de los hombres me quita la paz. Su odio, su indiferencia, su rabia, sus críticas y juicios. Todo eso me entristece. Saberme amado me permite descansar en Dios. Verme despreciado me hunde. El amor humano siempre es el camino más rápido y seguro para llegar al cielo, para hacer bajar el cielo a la tierra. Quiero aprender a descansar en Dios. Quiero cumplir ese imperativo, pero no lo consigo. Me piden que me alegre siempre, pero, ¿cómo puedo hacerlo cuando no estoy feliz? Es un imperativo imposible, de esos que tiene Jesús. Como cuando me dice que sea manso y humilde y aprenda de Él. O me pide que ame como Él me ama, cuando su amor es infinito. Me parecen imperativos imposibles. Los escucho con ansia de crecer. Los repito con mis labios para convencerme de que son posibles. Los escribo una y otra vez deseando así vivirlos. Pero no logro hacer realidad lo que Jesús me pide hoy. ¡Qué lejos estoy de estar siempre alegre! Quiero una felicidad permanente que nadie pueda turbar. Para mí no es posible. Pero sé que para Dios lo es si dejo que actúe en mí en medio de mis noches. Si dejo de desear lo que me hace infeliz. Si dejo de empeñarme en controlarlo todo. Hoy busco en mi corazón las raíces más hondas. Me adentro en lo profundo de mi herida. Quiero descubrir mis razones para no estar alegre. A menudo pongo mi felicidad en el sentimiento. Y cuando falla, sufro. Lo que siento es tan cambiante. Leía el otro día: «Sentir sólo es sentir. Sentir no es amar. Los que no aman también sienten. Aunque no basta sentir para ser feliz. Quien no ama no puede ser feliz. No basta por ello sentir»[7]. No me basta con sentir para ser feliz. No soy feliz sólo cuando siento. Quiero alejar de mí esos pensamientos negativos que me hacen daño. Esas frases falsas que aprendí de pequeño. Que me dicen que no valgo, que no sirvo, que no soy amado. Como juicios grabados a fuego en mi alma herida. ¿Cuál es hoy la causa de mi falta de alegría? Se la entrego a Dios. Él sabe mejor que yo lo que necesito para ser feliz. Conoce mi fragilidad y entiende que necesito descansar en Él para tener paz. Si no amo no puedo ser feliz. Si no me sé amado, es difícil. Hoy le pido a Jesús que me quite todo lo que me pesa. Que aparte de mí las amarguras, lo que me entristece. Pongo a sus pies en el Belén mis tristezas más hondas. Le pido que se las quede y a cambio me entregue su amor, su paz, su alegría. Quiero estar alegre siempre en el Señor. Agradecerle por todo. Descansar en Él. Y buscar la paz en su regazo.
Hoy Juan Bautista vuelve a estar en el centro: «Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz». ¿Cómo se puede definir a sí mismo el que sólo es testigo de la luz? Me gusta mirar a Juan que se siente tan pequeño. Le preguntan: «¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?». Juan contesta: «Yo no soy el Mesías». Es sólo un hombre que es testigo de la luz. Es enviado por Dios a los hombres para preparar a Jesús. No es algo que se haya inventado. Es algo querido por Dios. Se siente amado en su misión. Descubrió quién era. Su nombre, aquel que Dios pronunció al crearlo. Su misión no es la de Jesús, el Mesías, ni la de Elías, ni la del profeta. No es la luz misma. Sólo es el testigo de la verdad. Pero no es la verdad misma. Es la voz, pero no es la palabra. Es precursor de Jesús, su profeta, su mensajero, pero no es su discípulo. Es el hombre solitario, pero no es del grupo de Jesús. Me conmueve. Juan tenía un corazón grande. Cuando uno tiene el alma grande sabe quién es y quién no es. Juan no se pone medallas, no está en el centro. Sabe estar en su lugar. Y su lugar es sólo suyo. Sabe que ahí, en su lugar, haciendo lo que tiene que hacer, cumple la voluntad de Dios para su vida. Su plan de amor. A veces me agobio queriendo saber lo que tengo que hacer. Saber si el lugar en el que estoy es el adecuado o tengo que esperar. Me comparo. Busco. Y no soy feliz viendo a otros en lugares mejores. Quiero tener, hacer, ser, para ser feliz. Y si no lo logro vivo insatisfecho, buscando. Juan sabe cuál es su lugar y su misión. Surge la pregunta en mi alma: «¿Y tú quién eres?». Me lo pregunto tantas veces. Sé que en la vida los demás no van a decirme quién soy. Yo mismo tengo que descubrirlo. Buscarlo en Dios. En lo más profundo de mi alma. Oculto en las arenas de mi playa. Traído por las olas hasta mí. El otro día leí una poesía que expresa ese anhelo de conocer mi lugar, mi verdad: «¿Quién soy? Me pregunto cada día. Le pregunto al mar. Las olas evocan algo en mí. Pero aún no sé mi nombre. ¿Quién soy? Pregunto al bosque, ríos y montañas. Algo se ensancha en el alma. Pero aún no sé mi palabra. ¿Quién soy? Le pregunto al cielo en noches oscuras. Cuando es azul y ancho. Cuando es gris como mi recuerdo ingrato. Pero aún no sé mi melodía. ¿Es que todos lo saben menos yo? ¿Es qué pueden saber quiénes son el mar, los montes, el cielo, y yo no? ¿Cuál es la música con la que bailo? Y un día. Llegaste. Y al decirlo supe que en ti estaba yo. Tu voz me descubrió. Porque te quise. Y al quererte lo supe. Era yo. Tocaste mi música. Bailé». Veo la respuesta prendida del aire en el corazón de aquél a quien se ama. Hay personas en las que el corazón se ensancha y sabe que ha llegado a puerto. Hay lugares que son hogar desde el primer momento. Hay momentos en los que sé que existo sólo para vivir lo que estoy viviendo. Y comprendo de golpe quién soy. Cuando amo, cuando soy amado. Me voy haciendo en el acto libre y gratuito de entregar la vida. Sin buscar títulos que justifiquen mi presencia. O que faciliten mi entrega. Sin pretender lugares en los que no sería yo mismo, sino alguien distinto. Sin detenerme en amores que no me llenan el alma y me dejan vacío e insatisfecho. Me pregunto a mí mismo: «¿Quién soy?». Y busco encontrarme con Jesús para que calme mi sed. Soy el que Dios ha pensado. Su voz calma mi anhelo. Sé que soy una sombra de Dios. O el reflejo tenue de su luz más honda. ¿Qué digo yo de mí mismo? ¿Quién soy yo? ¿Cuál es mi misión en la vida? ¿Cómo me llama Dios? ¿Quién soy yo de forma única y particular? Es una pregunta tan humana. Hay algo mío, que permanece sea cual sea la circunstancia que viva. Es lo que soy en lo más hondo. La propia vida, las circunstancias, me van modelando. Y yo, según vaya respondiendo a ellas, voy creciendo. La circunstancia de Juan fue estar antes que Jesús. No lo siguió, no vivió con Él, no pudo morir a su lado ni caminar junto a Él. No pudo salvarlo. Juan se define por lo que no es y también por lo que es. Es testigo, es voz, es el que bautiza. Es de corazón grande y ama su misión de ser camino. Sabe que sólo ha de abrir puertas. Y renunciar para que otros puedan amar a Jesús. Su misión es única. Su santidad, su felicidad, su forma particular de ser hijo de Dios, tienen que ver con ser testigo de la luz, pero no la luz. Tienen que ver con ser voz pero no la palabra. Con ser allanador de caminos pero no el camino. A mí se me llenan la boca y el corazón de obras, de logros, de palabras. Como se llena la Navidad de luces y regalos. Risas y fiestas. Pero hay vacío en el alma del hombre. Soy sólo reflejo de la luz. Testigo de la verdad. Hoy escucho: «Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor». Es una misión bella: sanar corazones, vendar heridas, sujetar caídos. Es una misión pobre y sencilla. La abrazo y me alegro por el camino único por el que Dios me llama.
Juan es el hombre de una pieza que se sabe profundamente amado y elegido en lo que es. No necesita más, lo tiene todo. Se sabe pequeño frente a Jesús. Se retira cuando llega Aquel por el que lo ha dejado todo. Pienso en cuánto lo quería Jesús. Por su fidelidad, su honestidad, su humildad. Juan lo anunció antes de haber visto sus milagros. Creyó en Él cuando estaba oculto en Nazaret. Esa fe conmovió a Jesús. Después, muchos hombres lo seguirán al conocer sus milagros, sus palabras, su fuerza, su vida. Juan creyó antes de tocar y antes de ver. Juan y Jesús se bendicen mutuamente. ¡Qué poco bendigo yo con palaras! Bendecir es hablar bien de los demás. ¡Qué poco alabo a los otros! Parece que cuando alabo a alguien yo menguo. Me falta humildad. Parece que al criticar a otro brillo yo más. Miro a Jesús y a Juan. Se quieren y hablan a sus discípulos el uno del otro y de su misión con cariño. Se bendicen. Me gustaría hablar siempre bien de los demás, alegrarme por lo que son, por lo que dan, por lo que soy cuando estoy con ellos. María entona su magníficat en Ein karem. Ese canto me habla de la alegría y gratitud por la vida. En el seno de Isabel Juan de niño saltó de alegría. La vida de Juan es un canto de alegría y esperanza. Juan se alegra en su pequeñez. Entona su magníficat. Quisiera yo también alegrarme con mi pequeñez. «Porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo». Una persona rezaba: «Estoy muy dispuesta a aceptar y reconocer mi pequeñez y mi pecado, sobre todo mi pecado de orgullo. Te pido perdón, aunque me parezca que pedirte perdón no sea suficiente. Te suplico con todas mis fuerzas que cambies aquello que en mi alma no está bien y lo transformes. Espero que ese nacer desde la humildad impregne de verdad todo mi ser». Sé que Dios se posa sobre mi vida y me bendice. Habla bien de mí, me cambia por dentro: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido». Me unge. Me hace ver su amor. Sólo así puedo alegrarme y gloriarme en mi debilidad. Sólo así puedo ser agradecido. ¡Cuánto me cuesta! Miro a Juan, el más pequeño de los hombres, el más grande en el cielo. Quiero reconocer y alegrarme con mi vida como es. Dios me ha dado la misión de anunciar a muchos al que está dentro de mí. Al que está oculto entre los hombres: «En medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí». Jesús está oculto. Muchos no lo conocen. Y yo quiero anunciarlo. Es mi misión de vida. A veces tampoco lo veo ni lo reconozco. Jesús está en medio y yo lo busco fuera. Está en mi historia, en mi rutina. Está dentro y no lo veo. Busco algo extraordinario. Pero no está en lo alto separado de mí. Está en mí. No lo conozco. No lo veo. Tal vez espero otra cosa y no dejo que penetre en mi corazón. Sólo tengo que abrir los ojos, mirar con ojos puros. No quiero que Jesús pase de largo. Él es mi alegría y mi esperanza. Llega hasta mi pequeñez para que yo me alegre y dé gracias. Ya está tocando mi tierra. Jesús llega para pisar a mi lado mis caminos. Me gustaría no dejar nunca de asombrarme de ese milagro. Quiero mirarlo, alegrarme de su presencia, alegrarme con mi vida como es. Es pequeña mi misión, pero es la mía. ¿Cómo es el magníficat que entono? Me gustaría repetir cada día este canto de alegría y alabanza. Me gustaría alegrarme siempre con mi misión oculta. Sencilla y pobre.
[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 53
[2] Herbert King. King Nº 5 Textos Pedagógicos
[3] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[4] J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández
[5] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[6] J. Kentenich. Las Fuentes de la Alegría
[7] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa: 163