Cualquiera que haya ido a Jerusalén, incluso si no es especialmente religioso, ha experimentado el efecto especial que produce en el visitante una ciudad tres veces santa: santa para los judíos, santa para los cristianos y santa para los musulmanes. Tan cerca están los lugares santos de estas tres religiones que la mezquita de la Roca se asienta sobre el muro de las Lamentaciones y todo, casi, bajo la sombra de la cúpula del Santo Sepulcro.

Pero si, como cristiano, entras en la basílica que encierra no sólo el lugar donde fue sepultado el Señor, sino también la roca donde fue crucificado, la emoción es indescriptible y con frecuencia sólo se puede expresar llorando. Los peregrinos de cualquiera de las iglesias cristianas no dudan en hacer largas filas para poder venerar el sitio donde estuvo clavada la Cruz o para poder besar la losa que cubrió el sepulcro en el que depositaron su maltratado cadáver.

Cuando la emoción disminuye, empiezan las preguntas. ¿Por qué la basílica está así, con tantas muestras de abandono? ¿Qué hace esta silla desvencijada, con una cuerda que une los dos brazos para que nadie se siente, a pocos pasos del lugar donde se clavó la cruz? ¿Por qué hay una vieja escalera debajo de una ventana en la fachada del templo? A éstas y otras preguntas más incisivas, contestan con pocas palabras: “Es el status quo”. Es decir, es el acuerdo al que se llegó el 8 de febrero de 1852 entre las distintas confesiones cristianas, con el visto bueno de las autoridades turcas, y por el cual todo debía quedar para siempre como estaba en ese momento. Eso incluía sillas y escaleras, lo mismo que los horarios de cultos, la posesión de los distintos espacios dentro del templo y el hecho de que la llave de la basílica la posea la misma familia musulmana desde entonces, que se la transmite de padres a hijos de generación en generación. El “status quo” es ridículo y ha puesto en peligro incluso el propio templo, porque era casi imposible ponerse de acuerdo para llevar a cabo las reformas imprescindibles. Sólo la amenaza de ruina inminente hizo posible que se emprendieran las recientes obras que han evitado que se hundiera la capilla que protege el santo sepulcro.

Pero en Jerusalén no sólo hay un “status quo” en torno a la gran basílica cristiana, sino que también la ciudad vive en esas mismas condiciones. A este “status quo” es al que se ha referido el Papa, pidiendo que no se rompa, después de que el presidente Trump haya decidido reconocer Jerusalén como capital del Estado de Israel y ha hecho saltar todas las alarmas. ¿A qué se refería el Papa? Hay que remontarse setenta años atrás -no es casualidad que sean justamente setenta los años- para entenderlo. El 29 de noviembre de 1947, por 33 votos contra 14 y 10 abstenciones, las Naciones Unidas no sólo decidieron la separación en dos Estados del antiguo protectorado británico en la zona, sino también que Jerusalén debía quedar al margen de ambos Estados, con una figura jurídica única en el mundo y sujeta al mandato internacional. Esto no se cumplió nunca y los primeros que lo rechazaron fueron los países árabes, que desencadenaron tres guerras sucesivas contra Israel, perdiéndolas todas. Así se llegó a la situación que había hasta ahora, la del “status quo”: Jerusalén estaba en manos judías, pero la comunidad internacional no la reconocía como su capital y las embajadas estaban en Tel Aviv. Era una posición contraria a la preconizada por la ONU, pero servía para mantener una paz precaria. La Iglesia siempre ha defendido lo mismo que las Naciones Unidas: un estatuto especial para Jerusalén que garantizara su neutralidad política y la convirtiera en un lugar de encuentro y no de disputa entre las tres religiones. Y mientras tanto, que se mantuviera el “status quo”. Esto es exactamente lo que ha pedido el Papa, advirtiendo que la modificación de la actual situación va a añadir un ingrediente de violencia en una situación ya de por sí convulsa. De hecho, una nueva intifada, promovida por los palestinos más radicales, está ya en marcha.

Sin embargo, los “status quo” son equilibrios inestables que más pronto o más tarde se rompen. Y lo mismo que se han tenido que afrontar obras para evitar que se hundiera el Santo Sepulcro, así se ha terminado con la ficción de que Jerusalén no era la capital judía cuando lleva décadas en manos de los judíos. Todos parecen olvidar que lo ocurrido ahora fue aprobado en 1995 por el Congreso de Estados Unidos, siendo Clinton presidente, y que él y sus sucesores se limitaron a no ejecutarlo, demorando su aplicación cada seis meses. Hasta que ha llegado Trump, que ha cumplido lo que había prometido en su programa electoral y ha armado el lío.

Seguramente es una utopía soñar con una Jerusalén internacional que sea de todos y de ninguno. Una Jerusalén ciudad de paz y fuente de paz. “¡Oh, Jerusalén!”, titulaba Dominique Lapierre una de sus novelas más famosas, ambientada en la guerra de 1948, desatada por los árabes que no quisieron aceptar la resolución de las Naciones Unidas. “¡Oh, Jerusalén!”, exclamamos los cristianos desde hace siglos. ¡Cuándo te volveremos a ver como la ciudad de paz, que es lo que significa tu nombre, y no como fuente de conflicto! ¡Oh, Jerusalén, cuándo podremos llegar a ti entonando el salmo 121, deseándote la paz dentro de tus muros y la seguridad en tus hogares! Mientras tanto, hay que unirse en oración con el Santo Padre para pedir que el fin de este frágil “status quo” no signifique la vuelta a una nueva y terrible guerra.