"Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?". (Lc 1,39-45)
El saludo de Isabel a su prima, María, nos presenta a la Virgen como una mujer afortunada. Pero ¿por qué? ¿Acaso la suerte de María estaba en ser la futura reina madre de un poderoso imperio mundano y tener acceso, por ello, a todo tipo de lujos? ¿Quizá se debía sentir afortunada por convertirse en la más poderosa o famosa? Su suerte, aquello por lo que la felicitó su prima, estaba en su vientre y era su hijo, Jesús. Estaba también en su decisión de hacer la voluntad de Dios, de poner al Señor en el primer lugar de la vida.
¿Cuántos ricos había en Israel en aquella época? ¿Cuántos poderosos en el Imperio romano? ¿Cuántas mujeres importantes? Pues bien, ninguno de ellos hace sombra a María en la historia, cuyo nombre sigue siendo el más utilizado por las mujeres de todo el mundo y cuya figura sigue atrayendo a millones de personas hacia sus santuarios, hacia las casi infinitas capillas donde se la venera de una parte a otra del planeta. Y todo por una cosa: porque hizo del amor la elección de su vida.
Cuidar de su hijo, alimentar a su hijo, defender a su hijo, fue experimentado por María como una suerte, como un don. Amar, en este caso a Dios hecho hombre, no era un precio a pagar a cambio de algo -la ayuda divina, la vida eterna, etc.-, ni mucho menos era una penitencia que debía hacerse de mala gana para evitar un castigo. Esta joven mujer que prepara con amor la venida de su divino hijo y que después lo tendrá en sus brazos, no se fijaba en las dificultades -no tenía ni tan siquiera un sitio digno en el que dar a luz-, sino que se llenaba de gozo por el don del hijo y por el hecho mismo de poder serle útil. Y es que cuando uno ama a alguien, poder hacer algo por él es experimentado como una gran suerte. Por eso, nosotros, imitadores de María en el amor a Dios, debemos experimentar la oportunidad de amar como un gran regalo. ¡Puedo hacer algo por Dios, qué suerte tengo!, debemos exclamar. De ahí que nuestra meta no sea dar el mínimo que garantice el cielo o la protección divina, sino dar el máximo posible como expresión de nuestra gratitud. La espiritualidad o religión de los mínimos era la del Antiguo Testamento. Con la encarnación del Hijo de Dios en María comienza otra religión, el cristianismo, cuya espiritualidad es la de los máximos. Por amor a Dios, al que le debo todo, quiero agradecerle, quiero darle todo lo que puedo y lo único que me pesa es no darle más por mis imperfecciones o no haberle dado más por mis pecados.