Se cuenta de un artista muy conocido en París, que recibió el encargo de pintar un gran cuadro de la crucifixión para cierta iglesia. Cuando tuvo que representar a la Magdalena arrodillada a los pies de la cruz, tomó como modelo profesional a una joven de diecinueve años, que ignoraba por completo la religión y el Evangelio. Debido a ello, el cuadro, que se encontraba aún sin terminar en el estudio, excitó su curiosidad, especialmente acerca de la figura central clavada en la cruz. En cada sesión, mientras el artista la pintaba, procuraba hacerle infinidad de preguntas: ¿Quién era? ¿Qué hizo? ¿Por qué lo mataron así? Y otras cosas por el estilo. A fin de que no se moviera, el pintor iba refiriéndole con brevedad los hechos de la vida y muerte de Jesucristo; hechos que, al final, la hicieron llorar.
Cristo Crucificado con la Virgen, San Juan y María Magdalena de Anthony Van Dyck
- ¿Y dice usted que todo esto lo hizo por nosotros? ¿Por mí?
- Sí, por ti, por mí y por todos nosotros, a causa de nuestros pecados.
- ¡Lo hizo por mí! ¡Por ello tendré que quererle siempre! Y usted, que hace tanto tiempo que sabe de Él, ¡cuánto debe quererle!
El artista prosiguió su trabajo en silencio, y después de marcharse la joven las palabras resonaban todavía en sus oídos: “¡Hace tanto tiempo que le conoce!”. Sí, hacía mucho tiempo que le conocía y, sin embargo, parecía como si su corazón se hubiese conmovido en aquel instante por primera vez. Eran muchos los años en que no había practicado su religión, pero el domingo siguiente recibió los sacramentos[1].
A nosotros también hoy se nos hace esta pregunta: ¿Hace mucho que conoces a Jesucristo? ¡Cuánto debes quererle! ¡Cuántos Advientos, cuántas Navidades... cuántas! ¡Y con qué frecuencia recibimos los sacramentos! ¡Cómo deberíamos amar a Jesucristo! “¡Hace tanto tiempo que le conoces...!
A nosotros hoy se nos pregunta: ¿Qué hacemos para preparar los caminos? Este segundo domingo de Adviento la liturgia nos presenta la figura de Juan el Bautista como precursor del Señor que va a venir; y antecede esa presentación con la primera lectura del profeta Isaías: Una voz grita: En el desierto preparadle un camino al Señor (Isaías 40, 3).
Juan Bautista -afirma San Juan Pablo II- anuncia al Mesías-Cristo no solo como el que “viene” por el Espíritu Santo, sino también como el que “lleva” el Espíritu Santo, como Jesús revelará mejor en el Cenáculo. Juan es aquí el eco fiel de las palabras de Isaías, que en el antiguo Profeta miraban al futuro, mientras que en su enseñanza a orillas del Jordán constituyen la introducción inmediata en la nueva realidad mesiánica. Juan no es solamente un profeta, sino también un mensajero; es el Precursor de Cristo[2].
¿Cómo se prepara ese camino?
Explica el padre José Antonio Aldama[3] que la imagen está tomada de aquellos tiempos en los cuales iba a venir un rey a una ciudad y se hacía una gran calzada; para ello era natural que los montes y las colinas se abajasen, que se levantasen los valles; es decir, que todo se hiciese llano; que lo torcido se enderezase y lo escabroso se igualase. Es la manera de hacer un camino, un camino recto, un camino ancho, un camino llano para que llegue el rey. De esa imagen está tomada la predicación de Juan el Bautista, que refleja las palabras del profeta Isaías.
En su sentido más íntimo para nosotros, eso mismo nos dice la gracia en el corazón; hay que preparar un camino llano al Señor; y para eso hay que abajar los montes y las colinas interiores, para que se allane el camino. Esos montes son nuestra soberbia, nuestros impulsos interiores de soberbia, de orgullo, de querer estar por encima de todo; es preciso humillarnos para que venga el Señor; es precisa la humildad para preparar el camino al Señor. Es preciso que se levanten los valles: nuestra pusilanimidad, nuestros desalientos, todo eso que nos abaja indebidamente, todo eso que hace que nuestro corazón no tienda positivamente a Dios porque se encierra en sí mismo.
Hay que levantar todo esto para preparar los caminos del Señor, hay que cambiar y hacer que se enderece lo torcido y se iguale lo escabroso. Hay que establecer la sencillez interior que va contra todos esos rincones de nuestro corazón que no son rectos, en los cuales hay algo que no está bien, que no está preparado para la venida del Señor.
Von Balthasar[4], en una obra titulada El corazón del mundo afirma:
“La rosa del mundo pierde sus hojas, todos nosotros nos marchitamos, y caemos, pero en este otoño florece tu primavera. Caemos como follaje amarillo, nos corrompemos y nos pudrimos, lo que procede de la tierra se convierte en tierra, el corazón de pensamientos terrenos. Y una vez más el jardín del cielo se transforma en selva virgen. Nosotros no somos Dios. No se puede adivinar el silencio del límite. Límite es nuestra forma, límite es nuestro destino, nuestra fortuna. No podemos destruir nuestra forma, tú mismo tienes respeto por nuestra forma. [...] Todo está referido a tu corazón que late. Todavía palpita y crea el tiempo y la duración, y con sus grandes y doloridos latidos impulsa el mundo y su acontecer hacia adelante. Es la quietud de la hora, y tu corazón se siente inquieto, hasta que nosotros descansemos en ti, hasta que el tiempo y la eternidad se confunden sumergidos el uno en el otro. Pero estad tranquilos, Yo he vencido al mundo”.
Ante nuestra debilidad, ante nuestra inconstancia, ante nuestros miedos, ante nuestro pensar que no vamos a poder ser arquitectos a lo divino, el Señor nos dice: Yo he vencido al mundo.
El tormento del pecado ha cedido ya, transformándose en el silencio y la quietud del amor. A partir de este momento se ha convertido en más oscuro, más flamante y vivo en orden a la experiencia de lo que es el mundo. Pero el estéril abismo de la agitación ha sido superado por la insondable misericordia, y en medio de los majestuosos latidos domina sosegadamente el corazón divino.
Termino. En estos días en que hemos celebrado solemnemente la fiesta de la Inmaculada, conviene acercarse a María Virgen. Ella, con su ejemplo de fidelidad y de obediencia a la Palabra de Dios, nos enseña a construir esos caminos divinos para que pase el Señor. Con su intercesión, María nos ayudará como nadie a vivir la espera de su Hijo, con la mejor vigilancia, con la mejor preparación posible.
Y sin miedos, más si cabe cuando este doce de diciembre, escuchamos a María Santísima, Nuestra Señora de Guadalupe, Emperatriz de América, repetirnos las mismas palabras con las que animó a San Juan Diego:
¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?
¿No estás bajo mi sombra y mi resguardo?
¿No soy yo la fuente de tu alegría?
Que vivamos esta Eucaristía del domingo acogiendo los dones de Dios, con el deseo sincero de vivir más en tensión, de agradar a Dios, de preparar nuestro corazón al Señor, para que cuando llegue nos encuentre dispuestos y en vela. Animémonos mutuamente y oremos unos por otros.
PINCELADA MARTIRIAL
El pasado 4 de diciembre se celebraba la fiesta de los Beatos Pío Heredia Zubia, prior, y quince compañeros del monasterio de Santa María Viaceli (Santander) y las Beatas María Micaela Baldoví Trull, abadesa, y María Natividad Medes Ferrís, monjas del monasterio Fons Salutis de Algemesí (Valencia), contemplando a Cristo, verdadera sabiduría, aprendieron a amarlo valerosamente llegando a dar el testimonio supremo de la fe al derramar su propia sangre, en diversos lugares y fechas, durante la persecución religiosa contra la Iglesia en España en 1936.
Beato Marcelino Martín Rubio
Uno de los 16 monjes cistercienses de Viaceli, que sufrió el martirio entre el 8 y el 10 de diciembre de 1936, fue recordado en la homilía de beatificación por el cardenal Angelo Amato, el 3 de octubre de 2015:
Entre los mártires hay un novicio de 23 años, fray Marcelino Martín Rubio, abierto y alegre, que en el momento del arresto no escondió su condición de religioso.
Encontramos los datos de nuestro protagonista en La espera liberadora (2015) escrita por don Javier Ruiz Carvajal y de Fray Francisco R. de Pascual.
Emérico Martín Rubio nació el 4 de noviembre de 1913 en Espinosa de Villagonzalo (Palencia). Era el mayor de trece hermanos. A los diez años le llevaron al colegio de los Hermanos Maristas en Carrión de los Condes.
En 1928 escribió él mismo, a escondidas de sus padres, a una tía suya que era religiosa cisterciense en el Monasterio de San Bernardo de Burgos, diciéndole que él quería ser religioso como ella, y que le buscase un convento. Su tía le dirigió al monasterio de Viaceli, donde ingresó ese mismo año -con quince años- como oblato. Vistió el hábito de novicio el 26 de julio de 1931; pero por una de tantas veleidades de juventud, se salió voluntariamente al terminar el noviciado.
Más tarde, arrepentido, y sobre todo por no hallar la verdadera libertad que ansiaba, llama otra vez a las puertas del monasterio de Cóbreces y volvió a ser admitido, comenzando nuevamente el noviciado el 21 de abril de 1935. Cambió su nombre por el de Marcelino.
Por las cartas que se conservan dirigidas a su tía religiosa, se muestra que no le produjo ninguna inquietud la revolución de julio de 1936, tras saber que los superiores le permitirían ir con ellos si les expulsasen del Monasterio, como así ocurrió.
Fue detenido y llevado al colegio de los PP. Salesianos de la calle Viñas en Santander, el 8 de septiembre de 1936. Al cabo de unos días salió de la cárcel con los demás y se refugió en la calle del Sol.
El 1 de diciembre, hacia las cinco de la tarde, se presentó la policía en el domicilio donde se refugiaban y todos, tras tomarles declaración, fueron encerrados en la llamada checa de Neila.
El día 3 el padre Pío Heredia, Prior de la Comunidad y maestro de novicios fue asesinado con otros cinco monjes. En la madrugada del 4 sufrieron el martirio otros cinco más.
"El grupo más numeroso de monjes fue tirado al mar en la Bahía de Santander... con las manos atadas y con la boca cosida con hilo de hierro, porque continuaban orando. Sus cadáveres, horrendamente desfigurados, se encontraron en la playa después de algunos días o incluso meses". (De la homilía del cardenal Amato).
De manera que el 4 de diciembre quedaron en la comisaría el novicio Fray Marcelino y el aspirante Antonio Martín Hernández. Allí estuvieron detenidos unos días más, sin apenas recibir alimento. A los pocos días les pusieron en libertad a los dos, y cada uno marchó a la deriva por distintos caminos.
El 10 de diciembre, Fray Marcelino fue detenido en la calle por la policía de la checa. Cumplió la consigna que tenían todos. No debían provocar la detención ni confesar imprudentemente su condición. Pero si era detenido, debía afirmarlo con sencillez. Mostrada su condición de religioso, no rehusó el martirio. Su muerte, pues, corrobora su fidelidad hasta el final.
Cristo Crucificado con la Virgen, San Juan y María Magdalena de Anthony Van Dyck
- ¿Y dice usted que todo esto lo hizo por nosotros? ¿Por mí?
- Sí, por ti, por mí y por todos nosotros, a causa de nuestros pecados.
- ¡Lo hizo por mí! ¡Por ello tendré que quererle siempre! Y usted, que hace tanto tiempo que sabe de Él, ¡cuánto debe quererle!
El artista prosiguió su trabajo en silencio, y después de marcharse la joven las palabras resonaban todavía en sus oídos: “¡Hace tanto tiempo que le conoce!”. Sí, hacía mucho tiempo que le conocía y, sin embargo, parecía como si su corazón se hubiese conmovido en aquel instante por primera vez. Eran muchos los años en que no había practicado su religión, pero el domingo siguiente recibió los sacramentos[1].
A nosotros también hoy se nos hace esta pregunta: ¿Hace mucho que conoces a Jesucristo? ¡Cuánto debes quererle! ¡Cuántos Advientos, cuántas Navidades... cuántas! ¡Y con qué frecuencia recibimos los sacramentos! ¡Cómo deberíamos amar a Jesucristo! “¡Hace tanto tiempo que le conoces...!
A nosotros hoy se nos pregunta: ¿Qué hacemos para preparar los caminos? Este segundo domingo de Adviento la liturgia nos presenta la figura de Juan el Bautista como precursor del Señor que va a venir; y antecede esa presentación con la primera lectura del profeta Isaías: Una voz grita: En el desierto preparadle un camino al Señor (Isaías 40, 3).
Juan Bautista -afirma San Juan Pablo II- anuncia al Mesías-Cristo no solo como el que “viene” por el Espíritu Santo, sino también como el que “lleva” el Espíritu Santo, como Jesús revelará mejor en el Cenáculo. Juan es aquí el eco fiel de las palabras de Isaías, que en el antiguo Profeta miraban al futuro, mientras que en su enseñanza a orillas del Jordán constituyen la introducción inmediata en la nueva realidad mesiánica. Juan no es solamente un profeta, sino también un mensajero; es el Precursor de Cristo[2].
¿Cómo se prepara ese camino?
Explica el padre José Antonio Aldama[3] que la imagen está tomada de aquellos tiempos en los cuales iba a venir un rey a una ciudad y se hacía una gran calzada; para ello era natural que los montes y las colinas se abajasen, que se levantasen los valles; es decir, que todo se hiciese llano; que lo torcido se enderezase y lo escabroso se igualase. Es la manera de hacer un camino, un camino recto, un camino ancho, un camino llano para que llegue el rey. De esa imagen está tomada la predicación de Juan el Bautista, que refleja las palabras del profeta Isaías.
En su sentido más íntimo para nosotros, eso mismo nos dice la gracia en el corazón; hay que preparar un camino llano al Señor; y para eso hay que abajar los montes y las colinas interiores, para que se allane el camino. Esos montes son nuestra soberbia, nuestros impulsos interiores de soberbia, de orgullo, de querer estar por encima de todo; es preciso humillarnos para que venga el Señor; es precisa la humildad para preparar el camino al Señor. Es preciso que se levanten los valles: nuestra pusilanimidad, nuestros desalientos, todo eso que nos abaja indebidamente, todo eso que hace que nuestro corazón no tienda positivamente a Dios porque se encierra en sí mismo.
Hay que levantar todo esto para preparar los caminos del Señor, hay que cambiar y hacer que se enderece lo torcido y se iguale lo escabroso. Hay que establecer la sencillez interior que va contra todos esos rincones de nuestro corazón que no son rectos, en los cuales hay algo que no está bien, que no está preparado para la venida del Señor.
Von Balthasar[4], en una obra titulada El corazón del mundo afirma:
“La rosa del mundo pierde sus hojas, todos nosotros nos marchitamos, y caemos, pero en este otoño florece tu primavera. Caemos como follaje amarillo, nos corrompemos y nos pudrimos, lo que procede de la tierra se convierte en tierra, el corazón de pensamientos terrenos. Y una vez más el jardín del cielo se transforma en selva virgen. Nosotros no somos Dios. No se puede adivinar el silencio del límite. Límite es nuestra forma, límite es nuestro destino, nuestra fortuna. No podemos destruir nuestra forma, tú mismo tienes respeto por nuestra forma. [...] Todo está referido a tu corazón que late. Todavía palpita y crea el tiempo y la duración, y con sus grandes y doloridos latidos impulsa el mundo y su acontecer hacia adelante. Es la quietud de la hora, y tu corazón se siente inquieto, hasta que nosotros descansemos en ti, hasta que el tiempo y la eternidad se confunden sumergidos el uno en el otro. Pero estad tranquilos, Yo he vencido al mundo”.
Ante nuestra debilidad, ante nuestra inconstancia, ante nuestros miedos, ante nuestro pensar que no vamos a poder ser arquitectos a lo divino, el Señor nos dice: Yo he vencido al mundo.
El tormento del pecado ha cedido ya, transformándose en el silencio y la quietud del amor. A partir de este momento se ha convertido en más oscuro, más flamante y vivo en orden a la experiencia de lo que es el mundo. Pero el estéril abismo de la agitación ha sido superado por la insondable misericordia, y en medio de los majestuosos latidos domina sosegadamente el corazón divino.
Termino. En estos días en que hemos celebrado solemnemente la fiesta de la Inmaculada, conviene acercarse a María Virgen. Ella, con su ejemplo de fidelidad y de obediencia a la Palabra de Dios, nos enseña a construir esos caminos divinos para que pase el Señor. Con su intercesión, María nos ayudará como nadie a vivir la espera de su Hijo, con la mejor vigilancia, con la mejor preparación posible.
Y sin miedos, más si cabe cuando este doce de diciembre, escuchamos a María Santísima, Nuestra Señora de Guadalupe, Emperatriz de América, repetirnos las mismas palabras con las que animó a San Juan Diego:
¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?
¿No estás bajo mi sombra y mi resguardo?
¿No soy yo la fuente de tu alegría?
Que vivamos esta Eucaristía del domingo acogiendo los dones de Dios, con el deseo sincero de vivir más en tensión, de agradar a Dios, de preparar nuestro corazón al Señor, para que cuando llegue nos encuentre dispuestos y en vela. Animémonos mutuamente y oremos unos por otros.
PINCELADA MARTIRIAL
El pasado 4 de diciembre se celebraba la fiesta de los Beatos Pío Heredia Zubia, prior, y quince compañeros del monasterio de Santa María Viaceli (Santander) y las Beatas María Micaela Baldoví Trull, abadesa, y María Natividad Medes Ferrís, monjas del monasterio Fons Salutis de Algemesí (Valencia), contemplando a Cristo, verdadera sabiduría, aprendieron a amarlo valerosamente llegando a dar el testimonio supremo de la fe al derramar su propia sangre, en diversos lugares y fechas, durante la persecución religiosa contra la Iglesia en España en 1936.
Beato Marcelino Martín Rubio
Uno de los 16 monjes cistercienses de Viaceli, que sufrió el martirio entre el 8 y el 10 de diciembre de 1936, fue recordado en la homilía de beatificación por el cardenal Angelo Amato, el 3 de octubre de 2015:
Entre los mártires hay un novicio de 23 años, fray Marcelino Martín Rubio, abierto y alegre, que en el momento del arresto no escondió su condición de religioso.
Encontramos los datos de nuestro protagonista en La espera liberadora (2015) escrita por don Javier Ruiz Carvajal y de Fray Francisco R. de Pascual.
Emérico Martín Rubio nació el 4 de noviembre de 1913 en Espinosa de Villagonzalo (Palencia). Era el mayor de trece hermanos. A los diez años le llevaron al colegio de los Hermanos Maristas en Carrión de los Condes.
En 1928 escribió él mismo, a escondidas de sus padres, a una tía suya que era religiosa cisterciense en el Monasterio de San Bernardo de Burgos, diciéndole que él quería ser religioso como ella, y que le buscase un convento. Su tía le dirigió al monasterio de Viaceli, donde ingresó ese mismo año -con quince años- como oblato. Vistió el hábito de novicio el 26 de julio de 1931; pero por una de tantas veleidades de juventud, se salió voluntariamente al terminar el noviciado.
Más tarde, arrepentido, y sobre todo por no hallar la verdadera libertad que ansiaba, llama otra vez a las puertas del monasterio de Cóbreces y volvió a ser admitido, comenzando nuevamente el noviciado el 21 de abril de 1935. Cambió su nombre por el de Marcelino.
Por las cartas que se conservan dirigidas a su tía religiosa, se muestra que no le produjo ninguna inquietud la revolución de julio de 1936, tras saber que los superiores le permitirían ir con ellos si les expulsasen del Monasterio, como así ocurrió.
Fue detenido y llevado al colegio de los PP. Salesianos de la calle Viñas en Santander, el 8 de septiembre de 1936. Al cabo de unos días salió de la cárcel con los demás y se refugió en la calle del Sol.
El 1 de diciembre, hacia las cinco de la tarde, se presentó la policía en el domicilio donde se refugiaban y todos, tras tomarles declaración, fueron encerrados en la llamada checa de Neila.
El día 3 el padre Pío Heredia, Prior de la Comunidad y maestro de novicios fue asesinado con otros cinco monjes. En la madrugada del 4 sufrieron el martirio otros cinco más.
"El grupo más numeroso de monjes fue tirado al mar en la Bahía de Santander... con las manos atadas y con la boca cosida con hilo de hierro, porque continuaban orando. Sus cadáveres, horrendamente desfigurados, se encontraron en la playa después de algunos días o incluso meses". (De la homilía del cardenal Amato).
De manera que el 4 de diciembre quedaron en la comisaría el novicio Fray Marcelino y el aspirante Antonio Martín Hernández. Allí estuvieron detenidos unos días más, sin apenas recibir alimento. A los pocos días les pusieron en libertad a los dos, y cada uno marchó a la deriva por distintos caminos.
El 10 de diciembre, Fray Marcelino fue detenido en la calle por la policía de la checa. Cumplió la consigna que tenían todos. No debían provocar la detención ni confesar imprudentemente su condición. Pero si era detenido, debía afirmarlo con sencillez. Mostrada su condición de religioso, no rehusó el martirio. Su muerte, pues, corrobora su fidelidad hasta el final.
[1] F.H. DRINKWATER, Historias catequísticas II, págs. 446 y siguientes (Barcelona, 1965)
[2] San JUAN PABLO II, Dominum et vivificantem, nº 19.
[3] JOSÉ ANTONIO ALDAMA, S.J. Homilías (Ciclo B), pág. 10 (Granada, 1993).
[4] HANS URS VON BALTHASAR, El corazón del mundo, págs. 193 y 196 (Madrid, 1999).