La tendencia lógica a que la cena de Nochebuena transcurra con la placidez del paseo matinal de un prejubilado de Telefónica obliga a los comensales a no sacar a colación la política, no sea que el cuñado facha critique el mensaje huero envuelto en celofán, la nada con lacito, de Pedro Sánchez, sobre la memoria histórica. E incluso la religión, porque, aunque se trata de una celebración católica, siempre hay una nuera atea capaz de proponer, en aras de la multiculturalidad, que el tocino de cielo comparta mantel con el kebab, no porque le guste el kebab, sino para molestar al tocino de cielo.
Pues bien, los mismos que aceptan que en el ámbito de la familia tener la fiesta en paz exige renuncias critican que el Papa no aludiera expresamente a una minoría musulmana sojuzgada en Birmania por el budismo. El reproche a Francisco es injusto porque hay silencios con la carga acusatoria de un editorial de Zola. Al aclarar que evitó mencionar la persecución que sufren los rohingya para no empeorar su situación describe la catadura de los perseguidores. Además, sus referencias veladas aún colean. Quien desde fuera le dio el consejo, que es la forma educada de la presión, de que no se le ocurriera llamar pan al pan ignora que el eco perdura sobre la voz.
La visita a Birmania ha servido también para desmontar determinados clichés, como el que relaciona al budismo con la armonía. Salvo que matar moros sea armónico, claro. Aquí no pasamos a cuchillo a quienes no se afeitan. Aunque haya quien se empeñe en calificarlo de intransigente, el credo católico es el único que posibilita, donde es mayoritario, la actividad normal de otras religiones. El el budismo, en cambio, los fieles van por la vida de adalides de la meditación, pero lo cierto es que algunos no piensan nada bueno. Ahora va a resultar que el yoga es una tregua trampa.