Los antitaurinos que seguían el pleno desde la tribuna de invitados dieron un respingo como si sus respetables traseros ecológicos hubieran recibido una cornada. Alguno no pudo contener la emoción y se echó a llorar a moco tendido. Parecía que, en vez de ver la sesión parlamentaria por la pantalla gigante, les hubieran puesto una telenovela de sobremesa o un especial informativo sobre la nueva cara de Belén Esteban. Sólo les faltó pedir las dos orejas y el rabo (es un decir) de alguno de los parlamentarios que votaron en contra de suprimir la Fiesta en Cataluña. El diputado de CiU Josep Rull dio la nota pintoresca, pueblerina y tribal de la jornada. Ni sacada de una novela de Don Camilo: «No es un debate entre Cataluña y España. Defendemos la catalanidad rotunda de los toros». Después de la gallina vasca, el parlamentario Rull nos ha descubierto que los toros son más catalanes que la butifarra. Y, por eso, con toda lógica, votó a favor de que la Fiesta desaparezca de Cataluña.
Ayer me propuso un amigo fundar una plataforma en defensa de la langosta del Cantábrico, a la que se cuece viva –algo que debe dolerle una barbaridad– y que, además, es un manjar de ricos, es decir, que nunca falta en la mesa de cualquier progre de la «gauche divine». Le he dicho que no, que tenemos todas las de perder, porque la izquierda de salón jamás permitirá verse privada del preciado crustáceo.
Lágrimas por los toros que, en Cataluña, parecen tener más cerca su redención final. Aspavientos por el sufrimiento de los animales. Y mutis por el foro ante los 120.000 niños abortados cada año en España. Su sufrimiento no cuenta. El de los toros, sí. Los antitaurinos merecen salir a hombros y por la puerta grande…
Álex NAVAJAS