La visita del Papa a Myanmar y Bangladesh, que terminó el sábado, ha estado marcada por la situación de la etnia rohingya. Reprimida brutalmente en la antigua Birmania, los que se han logrado salvar atestan ahora los campos de refugiados en el ex Paquistán oriental. El hecho de que sean musulmanes quizá ha sido la causa de su expulsión de Myanmar, de mayoría budista, pero no por eso son bienvenidos en Bangladesh, de mayoría musulmana. Han criticado al Papa -curiosamente, los que le suelen defender- que no se haya atrevido a citar por su nombre a los rohingya mientras estuvo en Birmania y que aceptara el significativo cambio de protocolo saludando primero al jefe del ejército antes que al presidente o a la premio Nobel Suu Kyi. En Bangladesh se llegó a producir una concentración contra el Papa por parte de activistas de ONGs que defienden a los rohingyas. Una de las manifestantes, declaró a una agencia de noticias alemana: “Su visita no va a cambiar nada en el mundo, en mi país o en mi vida. Es como un icono que ha alcanzado el estatus de celebridad. Se mueve por el mundo no por la necesidad espiritual de las almas humanas, sino para informar al mundo de que su puesto aún existe”. Las acusaciones han sido tan duras, que el portavoz vaticano, Greg Burke, se ha permitido hacer una velada crítica a la diplomacia vaticana, afirmando que “no es infalible” y ha defendido al Pontífice afirmando que no ha perdido su “autoridad moral” y que “no se puede esperar que la gente resuelva problemas imposibles”.
Quizá toda la confusión se debe a un mal enfoque inicial del viaje. El Papa es, ante todo, el pastor supremo de la Iglesia católica. Cuando viaja va siempre a visitar a los católicos, a animarles en su fe y a sostenerles en sus luchas. Lo demás es secundario, por importante que sea. Aunque el Papa sea un jefe de Estado y como tal sea recibido en las naciones que visita, su principal misión es pastoral. Si se habían creado expectativas de que el Santo Padre iba a ir a Myanmar a “cantarle las cuarenta” en su cara al militar responsable de la represión y, al no ocurrir así, se ha producido frustración, la culpa no es del Papa ni de la diplomacia vaticana, sino de quienes crearon esas absurdas expectativas. Además, ya ha sido mucho lo conseguido a favor de los rohingyas gracias al Papa, pues la atención mundial está puesta en ellos y no será tan fácil ni acabar con ellos ni dejarlos olvidados en tierra de nadie. El éxito del viaje lo atestiguan los miles de católicos de dos países de la periferia que han visto de cerca al vicario de Cristo y han experimentado su amor. De eso se trataba.
Por desgracia, el éxito mediático del viaje no sólo ha quedado empañado por las críticas sobre la cuestión de los rohingyas, sino también por la fulminante destitución del número 3 del Vaticano, Giulio Mattietti, hasta el punto de que la gendarmería vaticana le tuvo que acompañar hasta la puerta de salida. Mattietti no era un cualquiera en el IOR. Llevaba trabajando allí 20 años. Era oficialmente el adjunto al director general con funciones delegadas, o sea casi todo. Su nombramiento fue comunicado por sorpresa por el propio Francisco durante la única visita que hizo al Banco Vaticano. Esto se une al escándalo, aún sin resolver, de la dimisión-destitución del revisor general del Banco, Líbero Milone, que tuvo lugar en junio y que fue seguida de un cruce durísimo de acusaciones de espionaje recíprocas entre el destituido y altas autoridades vaticanas.
Hay que rezar por la Iglesia y por el Papa. Me parece lo más importante y urgente en este momento.