Compartimos este magnífico escrito del padre Segundo Llorente, SJ, misionero español en Alaska por 40 años.

 

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El fracaso aparente de Javier y su abandono final apenas tienen precedente en la Historia de la Iglesia. Conquistas espirituales nunca vistas, planes, ambiciones, sueños divinos. Poco a poco Dios se lo fue quitando todo; le despojó como despojaron a Jesucristo al subir al Calvario; le dejó solo con un chino en una isla pequeña perdida en el mar infinito. Cuando le tiene acorralado y sin salida, le quita la salud. Cae enfermo, y como no tiene casa propia donde reclinar su cabeza, le dan de limosna una choza de paja batida por el viento frigidísimo de diciembre que se acercaba. No hay cama ni médico ni sacerdote. Nadie en el mundo sabe que el P. Francisco está enfermo. Lo que pasó entre Javier y Dios lo vieron las ángeles que le circundaban admirados.

 

Javier murió solo, sin Sacramentos, lejos de Navarra y del P. Ignacio a quien escribía de rodillas. Luego de expirar en aquella soledad, le metieron en una caja con cuatro sacos de cal viva. Cavaron una hoya muy honda y Antonio le enterró con la ayuda de un portugués, un chino y dos esclavos. Total cinco personas. Escribe Antonio que no asistieron más al entierro porque hacía mucho frío. No llegaron a media docena los que asistieron al entierro.

 

Pudo parecer que todo había terminado allí. Los que han sido testigos de las procesiones y fiestas solemnísimas que ha suscitado en el mundo el paso triunfal del brazo de San Francisco Javier, podrán entender mejor cómo aquel funeral de Sanchón medio a escondidas fue luego seguido por manifestaciones de primera magnitud en los tiempos modernos. Dios, si vale la frase, disfruta en guasearse del mundo mostrando con una ironía manifiesta lo que le agrada y lo que le desagrada. Le desagradan el egoísmo, la soberbia y el apegamiento a lo terreno en cualquier forma que sea. Le agradan la caridad, la humildad y el desasimiento de todo lo terreno por amor a Él. El P. Francisco mató y enterró el «yo» maldito que todos llevamos en las carnes y vigiló cauteloso para que no resucitara. Se entregó a Dios no negándole nada que le pidiese; y mientras más le pedía Dios, más le daba a Dios Javier. Entonces Dios, para no dejarse vencer en generosidad, le dio primero un trono de gloria en el cielo al lado de los Apóstoles, y en la tierra triunfos apoteósicos en que no soñaba ciertamente Javier cuando salió calenturiento de la nave para la choza de paja llevando de limosna debajo del brazo unas almendras y unos calzones de paño. Somos muchos los que venimos a misiones como Javier; pero en 400 años no hemos visto quien le iguale; o por lo menos Dios no nos ha querido manifestar a ninguno. Tal vez no hemos sabido matar y enterrar hasta que se pudra este «yo» traidor que se quiere apropiar la gloria que es debida a solo Dios.