Imagen de Santo Tomás, Santuario del Monte de Santo Tomás, Chennai - Madrás, India
Según la tradición, en el año 40, después de la muerte y resurrección de Jesús, el apóstol Tomás partió de Jerusalén y evangelizó entre los años 42 y 49 a todas las poblaciones de Oriente Medio que habitaban los actuales territorios de Irán, Irak, Afganistán y Beluchistán.
El ardor misionero de Tomás no se detuvo ahí, y el primer misionero de Oriente se dirigió a la India para llevar el anuncio del Evangelio. El apóstol predicó la fe de Cristo por primera vez (años 53-60 d. C.) en la costa sud-occidental de la India (zona de Malabar, hoy Kerala) a poblaciones que acogieron con entusiasmo su predicación.
Después Tomás consiguió llegar a la costa sud-oriental de la India (Coromandel), donde continuó su misión evangelizadora hasta sellar su misión con el martirio: murió a golpe de lanza mientras anunciaba la Buena Nueva en Calamina (hoy Mylapour, un barrio de Madrás) entre los años 68-72 d.C.
Una antigua tradición llama a Tomás guía y maestro de la Iglesia de la India, que él fundó. Desde entonces, estos católicos son denominados cristianos de Tomás. Se cumple en estos días el 1965º aniversario de la llegada del apóstol Santo Tomás a la India.
Pasaron los siglos y junto a los comerciantes portugueses llegó a la India otro gran apóstol de Oriente, San Francisco Javier (15061552), la mayor figura del cristianismo en Asia después de Santo Tomás apóstol.
Francisco Javier llegó a Goa en 1542, después de trece meses de travesía. Goa, ciudad rica e importante, era el punto de partida de los jesuitas evangelizadores en Extremo Oriente. Rechazando educadamente el alojamiento que se le ofrecía en el episcopado de la ciudad, Francisco Javier se fue a vivir cerca del hospital para ayudar con mayor facilidad a los enfermos. Recorría calles y plazas tocando una campanilla, reunía a los fieles, los llevaba a la iglesia y allí predicaba y les instruía. Pasaba los domingos con los leprosos y visitaba a los pobres y prisioneros.
Fundó el colegio de la Santa Fe para educar a los jóvenes y formar a los cristianos. Francisco Javier se quedó dos años en aquellas tierras y, con ayuda de algunos intérpretes, se esforzó en aprender el idioma, tradujo oraciones y anunció la Buena Nueva. Con ayuda de los catequistas, las conversiones que se produjeron fueron incontables. Se sabe que en un mes convirtió y bautizó a 10.000 personas.
Con gran estupor, Francisco Javier halló un pequeño grupo de cristianos en la India. Al llegar a la isla de Socotora (hoy perteneciente a Yemen), encontró habitantes que se decían cristianos. Es más, “se declaran honrados por llamarse cristianos y poseen iglesias, cruces y lámparas”, escribió el propio jesuita en sus cartas. “Aquí los sacerdotes, sin saber leer ni escribir, conservan aún plena memoria de las oraciones. No comprendo, seguía diciendo, las oraciones que recitan porque no están en su lengua: creo que están en caldeo. Son devotos de Santo Tomás: dicen que descienden de los cristianos que Santo Tomás convirtió en estos lugares”.
En mayo de 1545, Francisco Javier viajó a la actual Mylapour para venerar la tumba del apóstol. Probablemente fue cuando recuperó la reliquia del apóstol que, en el momento de su muerte, se le encontró en el pequeño relicario que llevaba al cuello. Se cumplen hoy 465 años de la muerte de San Francisco Javier.
En momentos diferentes de la historia, la India, tierra de antiguas culturas y de profundos valores religiosos, abrió su corazón a Santo Tomás y a San Francisco Javier, elegidos por Dios para predicar el Reino de Dios, para enseñar en estas tierras el amor de Dios y el amor al prójimo. Eligieron ir al mundo para enseñar el Evangelio... Miles y miles de kilómetros por mar...
Y siempre, como afirmaba San Francisco Javier, “desconfiemos de nuestra eficacia, pero confiemos plenamente en Dios. No den siquiera muestra de desaliento y no duden de la victoria... Porque vivir sin gozar de Dios no sería vida, sino una muerte continua...”.
Con el primer domingo de Adviento no sólo comenzamos un nuevo tiempo litúrgico, sino también un nuevo año litúrgico. A lo largo de él iremos celebrando y viviendo los distintos misterios de Jesucristo. En los domingos del tiempo de Adviento las lecturas del Evangelio tienen una característica propia: se refieren a la venida del Señor al final de los tiempos (primer domingo), a Juan Bautista (segundo y tercer domingo), a los acontecimientos que prepararon de cerca el nacimiento del Señor (cuarto domingo).
Las lecturas del Antiguo Testamento son profecías sobre el Mesías y el tiempo mesiánico, tomadas principalmente de Isaías. Las lecturas del Apóstol Pablo contienen exhortaciones y amonestaciones conformes a las diversas características de este tiempo.
El tiempo del Adviento es tiempo de espera-memoria de la primera y humilde venida del Salvador en nuestra carne mortal; pero también es tiempo de espera-súplica de la última y gloriosa venida del Cristo, Señor de la historia y Juez del universo.
El tiempo de Adviento es tiempo de conversión, a la cual invita con frecuencia la liturgia de este tiempo mediante la voz de los profetas, sobre todo de Juan Bautista: Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos (Mt 3,2).
"El tiempo de Adviento es tiempo de esperanza gozosa de que la salvación ya realizada por Cristo y las realidades de gracia ya presentes en el mundo lleguen a su madurez y plenitud, por lo que la promesa se convertirá en posesión, la fe en visión y nosotros seremos semejantes a Él porque lo veremos tal cual es" (1 Jn 3,2). (Directorio de la Piedad Popular y la Liturgia, nº 96).
El motivo por el cual el Padre no da a conocer la hora de la venida del Hijo del hombre es un motivo decisivo para que los discípulos estuviesen siempre alerta a fin de no verse sorprendidos. Jesús insiste sobre el tema de la vigilancia, repitiendo de nuevo y en dos ocasiones que la hora permanece en secreto: Velad y orad, porque no sabréis cuándo vendrá la hora.
Es como el hombre que, como se nos ha relatado en el Evangelio de este domingo, yendo lejos, dejó su casa y dio facultades a los siervos y a cada uno su obra y al portero mandó que velase. Solo se nombra aquí al portero, porque su oficio propio es velar a fin de abrir pronto, sin hacer esperar al Señor. Pero en la aplicación de la parábola, la orden de velar es dada a todos. Velad, pues, porque no sabéis cuándo el señor de la casa vendrá, si a la tarde, o a la medianoche, o al canto del gallo, última dilación posible, cuando los criados pueden cerciorarse de que el Señor ha recibido hospitalidad en otra parte y que ya no vendrá en aquella noche.
Estas expresivas palabras, que son ciertamente de Jesús, dicen de una manera imaginaria, pero clara, que el Hijo del hombre tal vez tardará mucho en venir[1].
No podemos vivir de un recuerdo, vivimos en la espera de una realidad. Rememoramos lo que fue y es un hecho: el nacimiento histórico de Cristo, la primera Navidad con la venida de Jesús al mundo por el parto virginal de María Santísima y la realidad diaria de que el Señor Jesús vive entre nosotros.
La Palabra de Cristo para este domingo es la vigilancia: Velad. Cada uno de nosotros, al iniciar este tiempo, debemos preguntarnos sobre nuestra vida cristiana. Después de haber recibido todos los días, o al menos todos los domingos, -con la frecuencia que nos sea posible- a Jesucristo, tenemos que preguntarnos cómo hemos cambiado a lo largo de este año. En mi camino de santidad, ¿cómo he crecido en mi encuentro con Jesús? Pasan los días, se nos pasa la vida y el Señor Jesús sigue repitiendo esta misma palabra: Velad.
Pidamos a la Virgen Santísima, en el marco de la Novena de la Inmaculada, que acabamos de comenzar, saber ser humildes, tener la actitud de estar a la puerta esperando, con anhelo de recibir al Señor, para abrirle en cuanto llame. Él nos dará un abrazo de amor y nos hará pasar a su casa, para celebrar unidos nuestra salvación.
PINCELADA MARTIRIAL
Esta noche fue ejecutado el obispo mártir de Barcelona, Doctor Manuel Irurita Almandoz. Mañana, a las doce del mediodía, en la Catedral de la Ciudad Condal se celebrará una misa funeral por el Siervo de Dios. El 27 de noviembre de 1933 se había dirigido a sus fieles para preparar el tiempo del Adviento. Centró la primera parte de la Carta Pastoral[2] en el tema del santo temor de Dios.
Montcada del Obispo obra de Fernando Gómez Catón
La Iglesia, nuestra Madre, quiere que nos dispongamos debidamente a la digna y provechosa celebración de los misterios de la Navidad, avivando en nuestro espíritu el santo temor de Dios por medio de la meditación de las verdades eternas, especialmente del Juicio Universal.
Celebraremos con fruto los misterios de la Navidad, si procuramos que Jesús nazca místicamente en nuestras almas, saliendo del tristísimo estado del pecado, adelantando en el conocimiento y amor del recién nacido, en la imitación de sus virtudes, de sus ejemplos de santidad, que nos da desde la cuna de Belén.
Y para eso, es muy buena y necesaria disposición el santo temor de Dios. Porque este temor es el principio y fundamento de la sabiduría y del amor: es la madre y custodia de las virtudes; nos libra del pecado y nos fortalece para no sucumbir en la hora de la tentación; es necesario para conseguir la salvación eterna, según aquellas palabras con que nos exhorta el Apóstol: con temor y temblor procurad vuestra salvación (Fil 2, 12).
Bienaventurado el hombre que teme al Señor y que toda su afición la pone en cumplir sus mandatos, dice el Salmista. Y ponderando su ventura, prosigue: poderosa será sobre la tierra la descendencia suya: será la generación de los justos. Gloria y riqueza habrá en su casa, y su justicia durará eternamente (Sal 140, 1-3).
Cuán precioso don y cuán necesario es el temor de Dios. Necesario particularmente para las prácticas de las virtudes difíciles, para el cumplimiento de los deberes arduos. Él sostuvo firmes a los Mártires en sus tormentos, a las Vírgenes en sus tentaciones, a los Confesores en sus penitencias y luchas de espíritu. Él es el que forma a los hombres de carácter austero y fieles en el cumplimiento del deber, despreciadores de los temores vanos, de los respetos humanos, del “qué dirán”.
Teme a Dios y guarda sus mandamientos -se nos dice en el Eclesiastés (12, 13)- porque esto es el todo del hombre. Y el Señor, en su Evangelio (Mt 10. 28): No temáis a los que matan el cuerpo y no pueden matar el alma: temed antes al que puede arrojar alma y cuerpo en el infierno.
Pues ahora, para fomentar en nuestro espíritu el santo temor de Dios, recojámonos dentro de nosotros mismos, en estos días de Adviento, apartándonos del bullicio del mundo y de sus diversiones, meditemos las verdades eternas, especialmente aquella temerosa del juicio universal; y pidamos al Señor con el Salmista (118, 120) que traspase nuestras carnes con su temor, para servirle con mayor fidelidad y perseverar en su amor.