“Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados” (Mt 5,5)

 

El relato de las bienaventuranzas es considerado como el proyecto moral del cristianismo. Aunque éste se resume en un único mandamiento, tal y como enseñó Cristo en la Última Cena, el mandamiento del amor, se desglosa en un nuevo y original tipo de “mandamientos”, las bienaventuranzas. Ya no se trata sólo de no hacer el mal, sino que se trata, sobre todo, de hacer el bien. Y para hacer el bien tenemos que ser generosos con nuestro dinero, lo cual nos hace un poco más pobres a la par que hace a los que ayudamos un poco menos pobres. Para hacer el bien tenemos que cumplir con nuestras obligaciones, aunque eso nos suponga derramar alguna lágrima. Para hacer el bien tenemos que defender la causa de la justicia y, como consecuencia, estar al lado de los que sufren las injusticias, aunque nos incluyan a nosotros entre los perseguidos. Para hacer el bien debemos trabajar por la paz, quitando hierro a las situaciones de violencia, aunque eso nos complique la vida y corramos el riesgo de que nos ataquen las dos partes en conflicto. Para hacer el bien tenemos que perdonar, incluso aunque no recibamos de la otra parte un trato semejante.

Hay que intentar practicar todas las bienaventuranzas, pero, al menos, convendría empezar por una – por la que sea más fácil para uno mismo- y especializarse en ella, sin que eso suponga olvidar las demás. Una detrás de otra, para alcanzarlas todas, para ser santos como Jesús es santo. Sé pacífico. Sé generoso. Sé humilde. Sé prudente. Sé casto. Sé honrado. Sé responsable en tu trabajo. Sé fiel en tu matrimonio o en tu consagración. Y serás bienaventurado, serás feliz, como prometió Cristo. Porque la consecuencia de amar, incluso aunque conlleve sacrificio y persecución, es la bienaventuranza, la felicidad, la paz, en la tierra y en el cielo.