Finaliza, con la fiesta de Jesucristo, Rey del Universo, el recorrido del Año Litúrgico. El evangelio expone, para que no haya confusión, el criterio básico que el Rey va a seguir en su juicio: el amor y el compromiso con sus hermanos más pobres. Recordemos aquella frase tan hermosa del Papa Francisco: "Dios nos juzga amando". Lo que da un valor imperecedero a la vida no es la condición social, el talento personal o el éxito logrado a lo largo de los años. Lo decisivo es el amor práctico y solidario a los necesitados de ayuda. Este amor se traduce en hechos muy concretos: "dar de comer", "dar de beber", "acoger al inmigrante", "vestir al desnudo", "visitar al enfermo o encarcelado". Al final del Año Litúrgico, tres preciosos mensajes en nuestra agenda.
    Primero, Cristo nos habla en cada Eucaristía, en la liturgia de la Palabra. ¡Cuántas luces, cuántas invitaciones, cuántos mensajes a lo largo del año! Escuchémoslos.
    Segundo, descubramos a Cristo en nuestros hermanos. En cada persona que sufre, Jesús sale a nuestro encuentro, nos mira, nos interroga y nos interpela. Nada nos acerca más a Él que aprender a mirar detenidamente el rostro de los que sufren, con verdadera comprensión. En ningún lugar podremos reconocer con más verdad el rostro de Jesús.
    Tercero, dejemos que Cristo reine en nuestros corazones y en nuestra vida, ajustando nuestra manera de vivir a lo que Él nos pida. El hombre de nuestro tiempo está necesitando sentir muy dentro de él esta verdad fundamental: "Dios te ama y se preocupa de ti". Proclamemos a Cristo, Rey de nuestras vidas, con una plegaria encendida: "Venga a mi vida tu reino, Señor: reino de la verdad y la vida, reino de la santidad y la gracia, reino de la justicia el amor y la paz".