Como en la guerra, la fuerza y el progreso de las naciones en épocas de paz están en las virtudes morales del pueblo. Un ideal y una fuerza que empuje a los espíritus a su conquista han sido siempre el nervio de los pueblos progresivos. El laicismo abate el espíritu y ciega el manantial de la negación, madre de todas las virtudes ciudadanas.

Estas páginas que hoy te ofrecemos, lector, fueron escritas, en su mayor parte, con el alma atenazada por el dolor al ver cómo sucumbían, una tras otras, tantas cosas grandes como nuestros Siglos de Oro de la fe cristiana nos habían legado: el pan de los ministros de Dios, nuestras Iglesias y Seminarios, la libertad de las Órdenes religiosas -y hasta la vida entre nosotros de una de ellas, benemérita en todos los órdenes- la santidad del matrimonio, los derechos de los padres sobre sus hijos, el catecismo y el Crucifijo de la escuela, la paz cristiana de los cementerios, la libertad ciudadana de nuestro culto, etc. Hoy, al reproducirlos bajo el epígrafe de ANTILAICISMO, distan mucho de haber sido repuestas en su lugar tantas cosas como fueron derribadas en el primer ímpetu de la revolución. Abrigamos el fundado temor de que, si es posible, será lenta y fatigosísima la reconquista de los derechos que, en el orden legal, hemos perdido los católicos españoles.

Nos queda el hecho vivo, herencia preciosa de viejas costumbres cristianas, de unas prácticas que ni las doctrinas ni las leyes laicas han podido desarraigar de nuestro pueblo. No olvidemos que las costumbres sociales son la proyección del pensamiento colectivo; que cesa la costumbre a medida que desfallece la idea que la engendra. Esto exige, tratándose de la conservación y defensa de nuestra vida religiosa, que se mantenga viva en las alturas del pensamiento la doctrina católica y que no prevalezcan en las conciencias los principios del laicismo. La fe débil y la ignorancia religiosa de muchos podrían abonar el campo de los espíritus para que arraigara en ellos la negación laicista.

A mantener vivo y operante el pensamiento católico sobre las grandes cuestiones que en él se tratan, sostener a los espíritus vacilantes y dar medios de difusión y defensa a apologistas y apóstoles de nuestras doctrinas, va destinado este libro que, con todos sus defectos, que la caridad sabrá disimular, ponemos hoy en manos del lector benévolo.

+ EL ARZOBISPO DE TOLEDO

Toledo, diciembre 1934