Sabiduría 6,12-16; 1 Tesalonicenses 4, 13-17; Mateo 25, 1-13
«Se parecerá el reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo»
«¿A qué dedico más tiempo? ¿Cómo invierto las horas que me han dado? De mí depende usar bien el tiempo que se escapa entre los dedos. De mí depende amar más o vivir centrado en mi egoísmo»
«Se parecerá el reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo»
«¿A qué dedico más tiempo? ¿Cómo invierto las horas que me han dado? De mí depende usar bien el tiempo que se escapa entre los dedos. De mí depende amar más o vivir centrado en mi egoísmo»
Me da miedo vivir pensando sólo en lo que yo necesito. En lo que me hace falta. En lo que me viene bien. Urdiendo planes maravillosos. Tejiendo historias que quiero que ocurran. Me da miedo vivir pensando sólo en mí. Tal vez por eso me viene bien alzar la mirada al cielo. Pensar en los santos que me preceden. Y, sintiéndome tan lejos de ellos, pensar que aun así estoy llamado a ser bienaventurado. Me da miedo no serlo. Busco sólo lo que deseo. Abrazo lo que necesito y me ato a lo que me da la vida. Como si fuera un náufrago aferrado a su isla. Miro a la Iglesia del cielo que me precede en el camino. Miro a los que entregan su vida de forma anónima sin esperar nada a cambio. Tengo las mismas horas delante del corazón. Igual que muchos. De mí depende. Puedo perderlas. Puedo dejarlas pasar perdiendo la vida. Puedo, mirando al cielo, pensar que vivir merece la pena. Lo puedo hacer si tomo conciencia de todo mi poder. De toda mi impotencia. De todo mi saber. Y mi ignorancia. Puedo hacerlo sólo si me pongo en las manos de Dios y confío. Como los santos. Tantos santos antes que yo. Tantos me siguen. Tantos a los que yo precedo en edad. Pero que son más santos. Tantos que han pasado por esta misma tierra que yo piso ahora. Siendo más santos. Y me conformo con pasos mediocres. Con actitudes demasiado humanas. O del mundo. Y no logro bajarme del pedestal en el que me subo buscando la gloria. No la de los santos. La gloria humana. Esa que pasa y me deja vacío. El otro día leía: «Es imprescindible bajar de las peanas, los podios desde los que el mundo se ve sólo a medias. Para alzar, juntos, los cuerpos llagados. Para derramar agua fresca sobre labios resecos que, de otro modo, se cerrarán, inertes. Para aprender a mirarnos en el espejo de una humanidad rota. Para saber lo que hay que denunciar y anunciar. Para, descubriendo los golpes, ayudar a sanarlos. Para que el amor sea infinito. Es imprescindible saber estar, alguna vez, en esa tierra áspera hollada por pies descalzos, esa tierra seca y agrietada donde las carencias son más hirientes y las lágrimas más ciertas»[1]. Me gusta pensar que puedo ser santo de pies descalzos. Sin grandes discursos. Sin inmensas gestas. Santo de biografía corta. No hay mucho que contar. Y el amor infinito no tiene medida. Un amor sin medida. Quiero bajarme al suelo áspero que recorren mil pasos. Hacerlo con la conciencia de estar cambiando el mundo. Aunque en apariencia no esté cambiando nada. De mí depende. De mi sí alzado como una bandera. De mi lucha esforzada por tocar las nubes más altas. Quiero ser santo. Pero no de los altares. Un santo ungido en el Espíritu por la fuerza misteriosa que sólo Dios puede darme. Mi historia se está escribiendo en cada hora. Me pongo en camino. Quiero derramar agua fresca y sanar heridas. Quiero alzar las manos de los que sufren y están más solos. Quiero abrazar y dar consuelo. De mí depende. De mi sí elevado cada día sobre el mundo de las mentiras. Quiero la sabiduría que sólo viene de lo alto. La sabiduría de los santos: «La sabiduría es radiante e inmarcesible, la ven fácilmente los que la aman, y la encuentran los que la buscan; ella misma se da a conocer a los que la desean». Quiero aprender a vivir de verdad. Desde mi vida como es. Desde mis caídas y pecados. Aprender a vivir como los hombres sabios. No sé vivir. Y si no sé vivir no aprenderé a morir cuando me llegue la hora. Quiero madurar en mi forma de enfrentar la vida. Saber por lo que tengo que verter una lágrima. Comprender lo que no merece la pena. ¿A qué dedico más tiempo de mi alma? ¿Cómo invierto las horas que me han dado? De mí depende usar bien el tiempo que se escapa entre los dedos. De mí depende amar más o vivir centrado en mis egoísmos. ¡Es tan corta la vida y no me doy cuenta! Me creo que voy a ser eterno. Que mi vida nunca tendrá un fin. Pero no es cierto. No soy eterno. Y me doy cuenta tarde del tiempo perdido. Hoy mismo me levanto de nuevo convencido. De mí depende que mi vida merezca la pena ser vivida.
A veces siento que me queda grande hablar de santidad. Quizás porque me he acostumbrado a hablar de hombres santos que son modelos por su forma de vivir, por la heroicidad con la que vivieron las virtudes cristianas. Los he puesto en un pedestal y yo me siento demasiado lejos de llevar una vida ejemplar. Me gusta pensar que la santidad no es para ser vista. Que más bien la santidad es la forma habitual de ser cristiano. Su camino ordinario hasta el cielo. Como su traje de diario. El otro día leía: «A Dios le encanta que la santidad de sus amigos permanezca oculta y especialmente para ellos mismos»[2]. Santo anónimo no es el que no es conocido en su vida de santidad. Sino más bien el que es santo sin él saberlo. Y quizás sin que otros lo sepan. Quiero ser uno de esos. No aspiro a que mi vida sea ejemplar. No aspiro a esa radicalidad de mi entrega en la que no hay errores. Porque en mi vida sí que los hay. No soy ejemplo en lo que hago. Y no me siento orgulloso de mis caídas. Pero caigo. Vuelvo a pensar que lo que Dios me pide es que sea un santo feliz. O quizás en la misma palabra santidad está contenida una buena dosis de carcajadas. Porque no hay santo triste. Me alegra imaginar a Dios feliz al verme feliz. Como el padre que sonríe al ver reírse a su hijo. Es la alegría que uno siente al ver al otro alegre. En una ocasión el P. Kentenich hablaba así del Santuario: «María ha escogido esta tierra santa; en el transcurso de los años, de los decenios y de los siglos, desde este lugar surgirán, crecerán y trabajarán fecundamente hombres santos. Este es un lugar santo porque desde aquí se impondrán santas tareas, tareas que santifican, sobre débiles hombros»[3]. Hay lugares que santifican. Lugares en los que recibimos misiones que nos hacen santos. Es como si Dios necesitara contar con débiles hombros para que su presencia fuera más visible. Entonces me queda claro que ser santo no es ser fuerte, sino débil. Y al ser santo es posible que los demás vean a Dios en mí, con un poder asombroso. Y yo sólo tengo que reír y alegrarme con la vida. No necesito apretar los dientes. A veces me duele vivir exigido, contenido, forzado. Quiero vivir con más paz y con más luz. El P. Kentenich aclara: «Lo que nuestra época necesita son santos nuevos, grandes, convincentes, que arrastren con su ejemplo; hombres nuevos, hombres íntegros, cristianos nuevos, verdaderos, de vida interior, cristianos perfectos»[4]. Pero no perfectos en el sentido como entendemos nosotros la perfección. Hombres que se dejan hacer por Dios. Porque la santidad no es fruto de mi esfuerzo. Es más bien una gracia, un don, algo que recibo. Dios me santifica. Trabaja sobre mis débiles hombros. Sobre mi barro enfermo. Me rescata de mi mediocridad y me levanta sobre la fría noche. Y de la fría roca sin forma saca una figura sagrada. Los santos son esa luz que brilla en medio de la noche. Yo quiero ser luz para los que viven en tinieblas. Quiero ser luz que ilumine a los que no encuentran un sentido a sus pasos. Me gusta pensar que tengo un camino original de santidad. No tengo que imitar a nadie. No repito moldes. No copio caminos de otros. Decido que Dios me quiere suyo. Quiere que sea de su propiedad. Eso es ser santo. Soy consagrado. Me saca de mi vulgaridad, de la medianía de mis ideales y me sienta en el camino de la santidad. En sus brazos podré sonreír en medio de mis cruces y sufrimientos. Y miraré a Jesús caminando a mi lado, abrazándome por la espalda. Como ese buen amigo que cree en mí más de lo que yo creo. Y confía en mi fidelidad cuando yo estoy flaqueando. Y se alegra de la honestidad de mi mirada. Y de la pureza de mis intenciones aun cuando mis actos no sean perfectos. Creo en esa santidad que no es jactanciosa ni se engríe. Esa santidad oculta, anónima, escondida. Donde el que la lleva en su corazón no es consciente de su existencia. Esa luz que no me pertenece a mí y brilla entre mis dedos sin que apenas me dé yo cuenta. Tal vez no es una santidad de gestas heroicas. De esas que se cuentan como relatando una gran epopeya. De héroes y personajes encumbrados. No persigo esa santidad de grandes nombres y adjetivos. Quiero esa otra santidad pequeña, no por eso menos generosa. Esa santidad de la vida diaria, oculta en medio de la rutina. Donde lo más extraordinario es lo que pasa desapercibido a los ojos. Y donde no hay nada milagroso ni espectacular. Aspiro a vivir la santidad del que obedece la voluntad de Dios para su vida. Aunque sea permanecer oculto y firme en la grieta del muro. Sujetando a los que están luchando en el frente en los primeros lugares. Mientras yo me quedo atrás sosteniendo con mi fe sus vidas. Haciendo de mi oración un acto sagrado. Es la santidad de los niños. Oculta tal vez para los adultos grandes. Santo en medio de las circunstancias adversas que no me dejan respirar. Comenta Viktor Frankl: «En los campos de concentración, en aquel laboratorio vivo, en aquel banco de pruebas, comprobamos y fuimos testigos de la actitud de nuestros camaradas: mientras unos actuaron como cerdos otros se comportaron como santos. El hombre goza de ambas potencialidades: de sus decisiones, y no tanto de las condiciones, según cuál de las dos pone en juego»[5]. En mi mano está optar por el camino de la santidad o de la mediocridad. En mi mano las decisiones que voy tomando en tiempos difíciles, de guerra, oscuros. Se abre la puerta de mi corazón a la gracia cuando digo que sí con el alma alzada. Y Dios me va asemejando cada vez más a Él. Y yo me dejo hacer en sus manos. Así, simplemente.
Tiene la muerte un peso que me llena el alma de esperanza. No quiero la muerte. No la deseo. Pero al pensar en ella se me abre un camino al cielo que sí anhelo. La resurrección me llena el corazón de dicha. De esperanza. De alegría. El morir me da miedo. El vivir para siempre me alegra. Sueño con morir para tener vida. Valoro mucho la vida. Me importan tanto los días con sus horas que Dios me regala. Pero me asusta perder con la muerte el presente al que me he acostumbrado. Del que me he hecho esclavo. Y temo ese azar o esa suerte que puede acabar con mi vida en cualquier momento. Viktor Frankl escribe sobre la fragilidad de la vida en el campo de concentración: «¿Sobreviviremos a este campo? Pues en otro caso, estos sufrimientos no tienen sentido. Sin embargo, yo me cuestionaba otra pregunta: - ¿Estas muertes y el sufrimiento de estas gentes tan cercanas, guardan algún sentido? Así debía de ser, pues en caso contrario, definitivamente el sobrevivir perdía su sentido, porque la vida cuyo sentido último dependa del azar o de la casualidad para mantenerse vivo seguramente no merece la pena ser vivida»[6]. En medio del dolor y el sufrimiento de esa prisión, tenía todo un sentido sólo si había después una vida en libertad. Una vida después de esa posible muerte a la que se enfrentaban cada día. Merece entonces la pena vivir con un sentido. Cuando sueño con algo mejor que va a llegar después de lo que ahora sufro. Cuando espero la realización de mis sueños. No sólo en el cielo, también en esta tierra. Un mundo que le dé un sentido a la cruz de ahora, a mi dolor, a mi sufrimiento presentes. Un mundo en el que mis cadenas merezcan la pena pensando en lo que vendrá después. Sueño con el sentido último de mis pasos de hoy, de mañana. El filósofo anglopolaco Zygmunt Bauman escribía sobre la «retropía». Simboliza un lugar imposible, «pero no porque no haya existido alguna vez, sino porque ya no existe. Soñamos con un mundo seguro, en el que poder confiar». Una vuelta a un pasado que un día fue tal vez mejor, depende de la mirada. Una vuelta a lo que un día fue seguro, por miedo a enfrentar ahora un futuro incierto, donde mis seguridades desaparecen. Una mirada negativa a lo que viene, echando de menos lo que ya no poseo. Esa mirada sobre el pasado me puede paralizar a la hora de enfrentar el futuro. Me incapacita para abrirme a lo nuevo. Me ancla en un pasado inexistente. Sueño con lo que ya no es. Tiene poco que ver esta actitud con la esperanza cristiana. El otro día leía: «No tememos a la muerte en sí misma. Es una vuelta a casa, el regreso del hijo pródigo, quizá, a los brazos abiertos de un padre amoroso. La esperamos como la esperan todos los hombres; pero lo hacemos con confianza e incluso con alegría, anclados en nuestra fe en Cristo y en su victoria sobre la muerte»[7]. La victoria final sobre la muerte es lo que nos llena de esperanza. Muero lentamente, sorbo a sorbo. En cada pérdida, en cada renuncia, muero un poco más a mí mismo. Creo que ese saber morir es lo que me capacita para la vida. Decía el Papa Francisco: «Creo en la muerte cotidiana, quemante, a la que huyo, pero que me sonríe invitándome a aceptarla». Quiero vivir más libre de mis apegos. Muriendo a mis deseos y mis sueños en cada segundo que pierdo. No deseo vivir apegado al presente que se escapa. Ni atrapado por esos años mejores que quizás no fueron tan buenos. Ya no lo sé. No quiero amargarme por no poseer plenamente lo que ahora veo en un espejo, no cara a cara. Me gusta por eso pensar que mis contados días son sólo gotas en el océano de Dios. Y estoy seguro que un día en su presencia es una eternidad. Mientras que mil días de mi vida caduca son un sólo día a su lado. Me conmueve la fragilidad del tiempo que se escapa entre mis dedos. En las agujas del reloj que no detengo. Es verdad que quiero retenerlo, para que no pasen los días que amo. Y me vuelvo canas, enfermedad, cansancio, pasado, vejez. Sin yo quererlo. Decido que quiero ser más de Dios para vivir menos apegado al polvo de mis pies, a los años que pasan, al tiempo que se escapa y me deja arrugas que no deseo. Y más anclado en el cielo. Ese cielo que ya comienzo a vivir en parte aquí en momentos, en personas, en lugares de paraíso. Quiero ser más puro de lo que soy, para que no me pese tanto la vida que construyo llena de las manchas que no he buscado. Sé que vivir la vida que yo quiero es sólo un sueño. Y me acostumbro a vivir con paz la vida que me toca vivir. Dispuesto a realizar esos sueños que sé que puedo realizar. Y dejar que se cumplan las promesas que se pueden cumplir. Sé que todo es un milagro. Pero acepto el reto de desangrarme por el camino dejando a mi paso un reguero de vida y esperanza. Amo tanto el presente que mis heridas son raíces hondas de un amor verdadero. No tengo prisa en construir la vida. Tengo todo el tiempo de Dios en mis manos.
Hoy me fijo en las vírgenes prudentes de las que me habla Jesús. Cinco vírgenes que guardaron la alcuza llena: «Se parecerá el reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas». Cinco vírgenes sensatas y cinco necias. El otro día leía que la sensatez es la actitud de los que muestran buen juicio y prudencia en sus actos. Y la prudencia tiene que ver con esa virtud que me enseña a decidir correctamente en la vida en los temas importantes. La prudencia es la virtud que ha de conducir mi vida. La prudencia me lleva a actuar, no me deja en un estado permanente de indecisión. La persona prudente y sensata valora la realidad antes de decidir. Ve los pros y los contras de una decisión. Valora la realidad y la aprecia como es. Muchas veces no veo la realidad como es sino como quiero que sea. O me dejo llevar por los prejuicios que tengo frente a ella. Al no ver la realidad en su verdad no puedo decidir bien. Quiero ser prudente. Eso me exige mirar mi alma antes de tomar cualquier decisión. Escuchar a Dios en ella. Ver lo que me dice. Ver lo que es más beneficioso para las personas que amo, para mí mismo, para el mundo. Me pregunto qué es lo que Dios quiere. Es prudente aceptar que las cosas con como son y que muchas veces la realidad me hará sufrir. El P. Kentenich recomendaba: «Sería prudente de nuestra parte inculcar a nuestras vocaciones, desde temprano, que no hay vida cristiana o vida sacerdotal sin sufrimientos»[8]. Miro las cosas como son y acepto el sufrimiento que forma parte de mis pasos. Es prudente mirar mi vida en su verdad. Quiero ser prudente y sensato a la hora de pensar en el mañana. Miro hacia delante y veo los desafíos que se me presentan. Son muchos. Mi sensatez me lleva a calcular, a sopesar, a medir. Evito así hablar más de la cuenta. Callo y escucho. Sé comportarme con las personas que buscan en mí un lugar de descanso. Veo los peligros y mido las consecuencias de mis actos. La prudencia evita que dé malos pasos, o que asuma riesgos excesivos. Quiero ser prudente, como las vírgenes que llenan la alcuza de aceite porque no saben ni el día ni la hora. Hacen cálculos y guardan. No se arriesgan a quedarse sin aceite. En la vida quiero ser así, prudente. Guardo pensando en el futuro cuando no tenga. Pero no me obsesiono. Pongo los medios necesarios para lograr el fin que anhelo. El realismo me ayuda a enfrentar la vida de una manera sensata. No hago locuras innecesarias. No pongo en juego la vida que Dios me ha dado por cualquier cosa. Me gusta ser prudente. Medir, pensar, calcular. Pero me da miedo ser demasiado prudente. Necesito algo de locura en mi sangre para perseguir grandes sueños. No me basta con ser prudente. A veces la excesiva prudencia me puede hacer temeroso y me lleva a la inactividad. Creo que el P. Kentenich no fue precisamente muy prudente en muchos momentos de su vida. Fue veraz siempre y decidió de acuerdo a lo que pensaba que era su misión. La suerte de profeta. Una misión grande sobre débiles hombros. Quiso seguir hasta el final el camino soñado. Esa imprudencia lo llevó a un campo de concentración y al exilio en Estados Unidos. Confiaba en el amor protector de Dios su Padre. Para los más cercanos no fue prudente su actuar. Pero así son los santos. Su imprudencia santa mueve sus corazones por caminos peligrosos. Me da miedo convertirme en un hombre excesivamente prudente. Me gustaría tener un corazón de profeta. Más audaz, más valiente. Un corazón capaz de soñar con lo imposible. Esa es la fe que me pide Dios. Me pide que guarde, que calcule, que sea prudente. Pero me pide que ame hasta el extremo. Que no me conforme con lo mínimo. Que ame sin medida, sin miedo. Que no viva calculando los riesgos de todos mis actos. Es la actitud de los santos la que quiero seguir. Una prudencia necesaria. Una imprudencia santa. Una audacia que me permita arriesgar en muchos momentos. No quiero vivir atenazado por los miedos que despierta mi sensatez. No quiero vivir pensando en todo lo malo que me puede ocurrir si amo en exceso. Me aburren a veces las personas demasiado prudentes. No se salen del camino marcado. No cometen errores. No exageran. No deciden nada fuera de lo normal. No se arriesgan. No son temerarias. Les falta sangre en las venas. Me parecen a veces funcionarios de Dios que han aprendido a amar en cuotas prudentes. No en exceso, porque luego se sufre mucho. Me recuerda lo que decía el P. Kentenich hablando de la espiritualidad: «Si las prácticas de devoción no están fecundadas por el amor, se convierten en fríos automatismos que no duran mucho. Lo que no ha cuajado en nuestro interior, finalmente lo hacemos a un lado»[9]. Una prudencia sin amor convierte mi vida en una repetición monótona de gestos, de formas aprendidas pero vacías de pasión. La prudencia es necesaria. Pero necesito que mi corazón esté lleno de pasión y de vida. Una locura santa. Una canción de Marina Rossell dice: «Sal de la cordura y entra en calma hasta la locura sana y salva y ven, conmigo a mecer la luna. Dale otra vueltita al sentimiento, sal de esta maldita fe en el miedo y ven, descúbrete en el desierto». Necesito poner todo lo que llevo dentro para conseguir lo que sueño. Amar en exceso. No basta con ser prudente. Quiero que lo que haga esté lleno de pasión, de amor. Que no se quede en frías medidas. En pasos calculados carentes de luz.
Parece ser que en la vida no todo se puede compartir: «Y las necias dijeron a las sensatas: - Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas. Pero las sensatas contestaron: - Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis». Es cierto que me cuesta el lenguaje. Si soy sincero, ¿cómo me va a parecer bien que las cinco vírgenes no compartan su aceite? No me cuadra con Jesús que lo dio todo sin medir nada. No me gustan esas palabras. Me gustaría meterme en el corazón de Jesús y saber lo que quería decir. A veces hay algo más detrás de lo que parece. Eso es lo primero que veo al leer esta parábola. Quiero a Jesús, lo conozco. Lo he visto comiendo con necios, caminando con cualquiera, sanando heridos, dando su corazón a los perdidos. Y estas palabras me chocan. Pero creo en Él. Quizás soy yo el que veo mal, el que lo he entendido mal. Sé quién es Jesús. Es el que calma mi corazón cada día y saca lo mejor de mí. El que me ama incondicionalmente y sin tregua. Así que, hoy, frente a esta parábola, sé que hay algo detrás de lo que parece. De lo que no me encaja. Jesús no está animando a los que tienen luz a vivir sin misericordia frente a los que no la tienen. ¿Entonces? ¿Qué les quería decir Jesús a esos hombres que lo oían? ¿Qué me dice a mí hoy? Necesito un poco de luz parar mirar mis pasos, para intuir el paso siguiente. No quiero que se me pase la vida sin ver a Dios caminando a mi lado. Mi sueño es mirar al Maestro cara a cara. Mirarlo a los ojos. Es mi sed de toda la vida. Mi búsqueda más profunda, más allá de todas mis otras búsquedas. Mirar su rostro. Y Dios ha puesto una lámpara en mi alma para verlo. Ese es el misterio de mi vida. Desde mi corazón puedo intuirlo a veces, aunque es verdad que, como las diez vírgenes, vivo dormido. La luz está en mi alma. Dios mismo la enciende cuando comulgo, cuando oro y me toca, cuando camino con honestidad y me doy del todo a otros. María cuida mi aceite, para que nunca se acabe. El aceite es para mí la pureza del corazón, la inocencia de creer, de esperar, de confiar, de caer y pedir ayuda. Es la actitud del que cree que no puede caminar solo. A veces busco luces fuera, experiencias fuertes que me iluminen el camino, personas que me digan por dónde está la luz. Pero eso se escapa entre los dedos al cabo de un tiempo. Dios ha puesto en mi alma una lámpara interior. Es una luz que me marca lo que es mío y lo que no. Es una lámpara que sólo marca el amor. Que me dice por dónde está Dios. A veces vivo hacia fuera y no soy capaz de encontrarla. Eso es lo que les pasó a las vírgenes necias. Perdieron su lámpara interior. Construimos muros hacia el interior y cuando llega el Señor estoy lejos. Vivo desparramado en miles de cosas. Aun así, sé que Dios vendrá de nuevo, una y otra vez. No hay una única oportunidad. Vendrá siempre viene de nuevo. Siempre es Él el que llega. No soy yo el que llega a Él. Sé que hay cosas que no se pueden compartir. La fe. La esperanza. El amor. Son dones propios que yo recibo. No son compartibles. No es fácil. No puedo compartir la juventud ni tampoco mi experiencia. No puedo regalar a otros mi belleza, ni darles mi inteligencia. No puedo hacer que tengan mis capacidades. Ni puedo regalarles mi manera de amar. No puedo repartir mi bondad ni mi sabiduría. Sé que puedo conseguir lo que otros tienen. Pero a mí medida, según mi manera, según mi alma. En el mundo de la espiritualidad puedo aprender a rezar, pero no puedo darles a otros mi hondura. Tendrán que hacer el camino que yo he hecho. Tendrán que vivir mis experiencias. No basta con dar lo que uno tiene. A veces en la educación pretendo proteger a quien educo, a quien amo. No le permito hacer su camino, recorrer sus pasos. El miedo a que cometa errores hace que lo detenga al borde del precipicio. Lo cuido. Lo guardo. Lo sobreprotejo. Para que no peque, para que no hiera ni se hiera. Soy prudente ya que él no es prudente. Me vuelvo sensato cuando él no lo es. Y pretendo llenar su alcuza para que tenga siempre aceite. Pero no puedo vivir su vida. No puedo habitar en su alma. No quiero empeñarme en salvarlo, sólo Dios lo salva. Él tiene que hacer su camino. Yo hago el mío.
Sé que Jesús vendrá a buscarme. Pero yo no sé ni el día ni la hora de mi muerte. No sé el momento en el que Dios me visitará para llevarme con Él: «Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora». Pero además en el camino viene a visitarme muchas veces. Viene a estar conmigo. Yo puedo estar atento o dormido. Llega cuando menos lo espero. Es la hora de mi vida. Quizás lo esperaba en un momento místico y la llamada de amor a mi alma sucede en medio de la vorágine. O tiene lugar ante un amor humano, o ante una crisis fuerte. Dios puede usar todo para encontrarse conmigo. Me gusta pensar que para que yo me encuentre con Dios, es Él quien llega a mí. Pero sin mí no hay encuentro ni cambia mi vida. Soy libre. Dios respeta mi sagrada libertad. Permanece respetuoso ante mi puerta. Aguarda, llama, espera. Esa libertad es la que no puedo darle a nadie. Es mía. Y hace que pueda encontrarme con Dios en un momento de oscuridad enorme. Y que lo deje pasar de largo en medio de la luz. Es el aceite. Abrir el corazón en pobreza, tal como estoy, sin tapar ni esconder. «Así soy yo, Señor». Jesús habla hoy del encuentro con Él como una boda. Una boda de amor. Me encanta esa imagen del alma como una novia que se guarda para el esposo, en intimidad. Mi alma está hecha para Dios. Dios ha dejado una huella que sólo se sana cuando me encuentro con Él de forma profunda. Hay algo exclusivo entre Dios y yo. Íntimo. Sagrado. S. Juan de la Cruz escribió un poema, «Noche oscura del alma», que habla de esto: «En la noche dichosa, en secreto que nadie me veía, ni yo miraba cosa, sin otra luz y guía, sino la que en el corazón ardía. Aquesta me guiaba más cierto que la luz del mediodía adonde me esperaba quien yo bien me sabía en sitio donde nadie aparecía. ¡Oh noche, que guiaste! ¡Oh noche amable más que la alborada! ¡Oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada!». Dios me llena de paz, da sentido a mi vida cuando llega. Dios responde a mi sed particular. Y nadie más lo puede hacer de forma total. Él pronuncia mi nombre y ante Él me reconozco. Él tiene las palabras que mis silencios desean. Creo que mi vida es buscar, encontrarme y perderme en Dios, una y otra vez. Cerca y lejos. Así hasta el cielo. En la tierra ayudo a otros en el camino. Otros me ayudan y sostienen. El amor humano suele ser el camino que Dios transita para llegar a mí. Pero el último paso es mío y de Dios, en soledad, en el desierto. Ese es el momento que cuenta Jesús en esta parábola. Nadie puede hacerlo por mí. Nadie puede forzar mi puerta. Pero sé que Dios vendrá una y otra vez, tocará mi puerta, caminará conmigo aunque mi lámpara apagada me impida verlo. Y un día, mi día, a una hora, me encontraré con Él. Él nunca dejará de venir, de hacerse el encontradizo, de hablar a mi corazón hasta que yo lo escuche. Hasta que me despierte y abra los ojos. Le pido a María que encienda la lámpara en mi alma, para mirar mi vida con los ojos de Dios. Pienso en la Virgen de la Almudena que fue escondida en un muro con una lámpara encendida. Al abrir el muro años después, la vela seguía encendida. María mantiene con luz mi alma. Con esa lámpara no tengo miedo a la oscuridad del mar. Jesús habla hoy del sentido último de mi vida, mi encuentro con Dios, aquí en la tierra de forma incompleta, en el cielo de forma plena. Dios vuelve, llega, sale al encuentro en cada esquina de mi día. Es mi luz interior la que me marca dónde. Es necesario orar mucho para mantener viva la luz. Pensar ante Dios, cada noche, ¿dónde me salió al encuentro hoy? Y amar mucho, dejándome el corazón, para que el muro interior se rompa y mi luz pueda iluminar un poco el siguiente paso en el camino. La luz surge dentro, en el corazón, donde quiero vivir con Dios. En ese lugar me encuentro con el Dios de mi historia que se hace roca para mi vida. No desde fuera, desde lo que marcan otros en el mundo. ¿No es verdad que a veces me dejo vivir según las sensaciones externas? ¿Dónde está mi alma? ¿Qué me pasa por dentro? ¿Qué espero, qué guardo? Ahí, en lo hondo, está la luz que Dios puso. Una luz preciosa que tengo que cuidar. Una luz que vela al lado de los que amo. Una luz que María protege. Aunque pase a veces por la oscuridad y el desierto. Cuando no veo. Cuando no sé y no comprendo. Cuando no siento nada. Esa oscuridad me ayuda a comprender a otros. Pero, ¡qué alegría cuando comienzo a ver! Esa luz me llena de esperanza. Dios llega y es una fiesta. Quiero cuidar mi lámpara siempre.
A veces siento que me queda grande hablar de santidad. Quizás porque me he acostumbrado a hablar de hombres santos que son modelos por su forma de vivir, por la heroicidad con la que vivieron las virtudes cristianas. Los he puesto en un pedestal y yo me siento demasiado lejos de llevar una vida ejemplar. Me gusta pensar que la santidad no es para ser vista. Que más bien la santidad es la forma habitual de ser cristiano. Su camino ordinario hasta el cielo. Como su traje de diario. El otro día leía: «A Dios le encanta que la santidad de sus amigos permanezca oculta y especialmente para ellos mismos»[2]. Santo anónimo no es el que no es conocido en su vida de santidad. Sino más bien el que es santo sin él saberlo. Y quizás sin que otros lo sepan. Quiero ser uno de esos. No aspiro a que mi vida sea ejemplar. No aspiro a esa radicalidad de mi entrega en la que no hay errores. Porque en mi vida sí que los hay. No soy ejemplo en lo que hago. Y no me siento orgulloso de mis caídas. Pero caigo. Vuelvo a pensar que lo que Dios me pide es que sea un santo feliz. O quizás en la misma palabra santidad está contenida una buena dosis de carcajadas. Porque no hay santo triste. Me alegra imaginar a Dios feliz al verme feliz. Como el padre que sonríe al ver reírse a su hijo. Es la alegría que uno siente al ver al otro alegre. En una ocasión el P. Kentenich hablaba así del Santuario: «María ha escogido esta tierra santa; en el transcurso de los años, de los decenios y de los siglos, desde este lugar surgirán, crecerán y trabajarán fecundamente hombres santos. Este es un lugar santo porque desde aquí se impondrán santas tareas, tareas que santifican, sobre débiles hombros»[3]. Hay lugares que santifican. Lugares en los que recibimos misiones que nos hacen santos. Es como si Dios necesitara contar con débiles hombros para que su presencia fuera más visible. Entonces me queda claro que ser santo no es ser fuerte, sino débil. Y al ser santo es posible que los demás vean a Dios en mí, con un poder asombroso. Y yo sólo tengo que reír y alegrarme con la vida. No necesito apretar los dientes. A veces me duele vivir exigido, contenido, forzado. Quiero vivir con más paz y con más luz. El P. Kentenich aclara: «Lo que nuestra época necesita son santos nuevos, grandes, convincentes, que arrastren con su ejemplo; hombres nuevos, hombres íntegros, cristianos nuevos, verdaderos, de vida interior, cristianos perfectos»[4]. Pero no perfectos en el sentido como entendemos nosotros la perfección. Hombres que se dejan hacer por Dios. Porque la santidad no es fruto de mi esfuerzo. Es más bien una gracia, un don, algo que recibo. Dios me santifica. Trabaja sobre mis débiles hombros. Sobre mi barro enfermo. Me rescata de mi mediocridad y me levanta sobre la fría noche. Y de la fría roca sin forma saca una figura sagrada. Los santos son esa luz que brilla en medio de la noche. Yo quiero ser luz para los que viven en tinieblas. Quiero ser luz que ilumine a los que no encuentran un sentido a sus pasos. Me gusta pensar que tengo un camino original de santidad. No tengo que imitar a nadie. No repito moldes. No copio caminos de otros. Decido que Dios me quiere suyo. Quiere que sea de su propiedad. Eso es ser santo. Soy consagrado. Me saca de mi vulgaridad, de la medianía de mis ideales y me sienta en el camino de la santidad. En sus brazos podré sonreír en medio de mis cruces y sufrimientos. Y miraré a Jesús caminando a mi lado, abrazándome por la espalda. Como ese buen amigo que cree en mí más de lo que yo creo. Y confía en mi fidelidad cuando yo estoy flaqueando. Y se alegra de la honestidad de mi mirada. Y de la pureza de mis intenciones aun cuando mis actos no sean perfectos. Creo en esa santidad que no es jactanciosa ni se engríe. Esa santidad oculta, anónima, escondida. Donde el que la lleva en su corazón no es consciente de su existencia. Esa luz que no me pertenece a mí y brilla entre mis dedos sin que apenas me dé yo cuenta. Tal vez no es una santidad de gestas heroicas. De esas que se cuentan como relatando una gran epopeya. De héroes y personajes encumbrados. No persigo esa santidad de grandes nombres y adjetivos. Quiero esa otra santidad pequeña, no por eso menos generosa. Esa santidad de la vida diaria, oculta en medio de la rutina. Donde lo más extraordinario es lo que pasa desapercibido a los ojos. Y donde no hay nada milagroso ni espectacular. Aspiro a vivir la santidad del que obedece la voluntad de Dios para su vida. Aunque sea permanecer oculto y firme en la grieta del muro. Sujetando a los que están luchando en el frente en los primeros lugares. Mientras yo me quedo atrás sosteniendo con mi fe sus vidas. Haciendo de mi oración un acto sagrado. Es la santidad de los niños. Oculta tal vez para los adultos grandes. Santo en medio de las circunstancias adversas que no me dejan respirar. Comenta Viktor Frankl: «En los campos de concentración, en aquel laboratorio vivo, en aquel banco de pruebas, comprobamos y fuimos testigos de la actitud de nuestros camaradas: mientras unos actuaron como cerdos otros se comportaron como santos. El hombre goza de ambas potencialidades: de sus decisiones, y no tanto de las condiciones, según cuál de las dos pone en juego»[5]. En mi mano está optar por el camino de la santidad o de la mediocridad. En mi mano las decisiones que voy tomando en tiempos difíciles, de guerra, oscuros. Se abre la puerta de mi corazón a la gracia cuando digo que sí con el alma alzada. Y Dios me va asemejando cada vez más a Él. Y yo me dejo hacer en sus manos. Así, simplemente.
Tiene la muerte un peso que me llena el alma de esperanza. No quiero la muerte. No la deseo. Pero al pensar en ella se me abre un camino al cielo que sí anhelo. La resurrección me llena el corazón de dicha. De esperanza. De alegría. El morir me da miedo. El vivir para siempre me alegra. Sueño con morir para tener vida. Valoro mucho la vida. Me importan tanto los días con sus horas que Dios me regala. Pero me asusta perder con la muerte el presente al que me he acostumbrado. Del que me he hecho esclavo. Y temo ese azar o esa suerte que puede acabar con mi vida en cualquier momento. Viktor Frankl escribe sobre la fragilidad de la vida en el campo de concentración: «¿Sobreviviremos a este campo? Pues en otro caso, estos sufrimientos no tienen sentido. Sin embargo, yo me cuestionaba otra pregunta: - ¿Estas muertes y el sufrimiento de estas gentes tan cercanas, guardan algún sentido? Así debía de ser, pues en caso contrario, definitivamente el sobrevivir perdía su sentido, porque la vida cuyo sentido último dependa del azar o de la casualidad para mantenerse vivo seguramente no merece la pena ser vivida»[6]. En medio del dolor y el sufrimiento de esa prisión, tenía todo un sentido sólo si había después una vida en libertad. Una vida después de esa posible muerte a la que se enfrentaban cada día. Merece entonces la pena vivir con un sentido. Cuando sueño con algo mejor que va a llegar después de lo que ahora sufro. Cuando espero la realización de mis sueños. No sólo en el cielo, también en esta tierra. Un mundo que le dé un sentido a la cruz de ahora, a mi dolor, a mi sufrimiento presentes. Un mundo en el que mis cadenas merezcan la pena pensando en lo que vendrá después. Sueño con el sentido último de mis pasos de hoy, de mañana. El filósofo anglopolaco Zygmunt Bauman escribía sobre la «retropía». Simboliza un lugar imposible, «pero no porque no haya existido alguna vez, sino porque ya no existe. Soñamos con un mundo seguro, en el que poder confiar». Una vuelta a un pasado que un día fue tal vez mejor, depende de la mirada. Una vuelta a lo que un día fue seguro, por miedo a enfrentar ahora un futuro incierto, donde mis seguridades desaparecen. Una mirada negativa a lo que viene, echando de menos lo que ya no poseo. Esa mirada sobre el pasado me puede paralizar a la hora de enfrentar el futuro. Me incapacita para abrirme a lo nuevo. Me ancla en un pasado inexistente. Sueño con lo que ya no es. Tiene poco que ver esta actitud con la esperanza cristiana. El otro día leía: «No tememos a la muerte en sí misma. Es una vuelta a casa, el regreso del hijo pródigo, quizá, a los brazos abiertos de un padre amoroso. La esperamos como la esperan todos los hombres; pero lo hacemos con confianza e incluso con alegría, anclados en nuestra fe en Cristo y en su victoria sobre la muerte»[7]. La victoria final sobre la muerte es lo que nos llena de esperanza. Muero lentamente, sorbo a sorbo. En cada pérdida, en cada renuncia, muero un poco más a mí mismo. Creo que ese saber morir es lo que me capacita para la vida. Decía el Papa Francisco: «Creo en la muerte cotidiana, quemante, a la que huyo, pero que me sonríe invitándome a aceptarla». Quiero vivir más libre de mis apegos. Muriendo a mis deseos y mis sueños en cada segundo que pierdo. No deseo vivir apegado al presente que se escapa. Ni atrapado por esos años mejores que quizás no fueron tan buenos. Ya no lo sé. No quiero amargarme por no poseer plenamente lo que ahora veo en un espejo, no cara a cara. Me gusta por eso pensar que mis contados días son sólo gotas en el océano de Dios. Y estoy seguro que un día en su presencia es una eternidad. Mientras que mil días de mi vida caduca son un sólo día a su lado. Me conmueve la fragilidad del tiempo que se escapa entre mis dedos. En las agujas del reloj que no detengo. Es verdad que quiero retenerlo, para que no pasen los días que amo. Y me vuelvo canas, enfermedad, cansancio, pasado, vejez. Sin yo quererlo. Decido que quiero ser más de Dios para vivir menos apegado al polvo de mis pies, a los años que pasan, al tiempo que se escapa y me deja arrugas que no deseo. Y más anclado en el cielo. Ese cielo que ya comienzo a vivir en parte aquí en momentos, en personas, en lugares de paraíso. Quiero ser más puro de lo que soy, para que no me pese tanto la vida que construyo llena de las manchas que no he buscado. Sé que vivir la vida que yo quiero es sólo un sueño. Y me acostumbro a vivir con paz la vida que me toca vivir. Dispuesto a realizar esos sueños que sé que puedo realizar. Y dejar que se cumplan las promesas que se pueden cumplir. Sé que todo es un milagro. Pero acepto el reto de desangrarme por el camino dejando a mi paso un reguero de vida y esperanza. Amo tanto el presente que mis heridas son raíces hondas de un amor verdadero. No tengo prisa en construir la vida. Tengo todo el tiempo de Dios en mis manos.
Hoy me fijo en las vírgenes prudentes de las que me habla Jesús. Cinco vírgenes que guardaron la alcuza llena: «Se parecerá el reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas». Cinco vírgenes sensatas y cinco necias. El otro día leía que la sensatez es la actitud de los que muestran buen juicio y prudencia en sus actos. Y la prudencia tiene que ver con esa virtud que me enseña a decidir correctamente en la vida en los temas importantes. La prudencia es la virtud que ha de conducir mi vida. La prudencia me lleva a actuar, no me deja en un estado permanente de indecisión. La persona prudente y sensata valora la realidad antes de decidir. Ve los pros y los contras de una decisión. Valora la realidad y la aprecia como es. Muchas veces no veo la realidad como es sino como quiero que sea. O me dejo llevar por los prejuicios que tengo frente a ella. Al no ver la realidad en su verdad no puedo decidir bien. Quiero ser prudente. Eso me exige mirar mi alma antes de tomar cualquier decisión. Escuchar a Dios en ella. Ver lo que me dice. Ver lo que es más beneficioso para las personas que amo, para mí mismo, para el mundo. Me pregunto qué es lo que Dios quiere. Es prudente aceptar que las cosas con como son y que muchas veces la realidad me hará sufrir. El P. Kentenich recomendaba: «Sería prudente de nuestra parte inculcar a nuestras vocaciones, desde temprano, que no hay vida cristiana o vida sacerdotal sin sufrimientos»[8]. Miro las cosas como son y acepto el sufrimiento que forma parte de mis pasos. Es prudente mirar mi vida en su verdad. Quiero ser prudente y sensato a la hora de pensar en el mañana. Miro hacia delante y veo los desafíos que se me presentan. Son muchos. Mi sensatez me lleva a calcular, a sopesar, a medir. Evito así hablar más de la cuenta. Callo y escucho. Sé comportarme con las personas que buscan en mí un lugar de descanso. Veo los peligros y mido las consecuencias de mis actos. La prudencia evita que dé malos pasos, o que asuma riesgos excesivos. Quiero ser prudente, como las vírgenes que llenan la alcuza de aceite porque no saben ni el día ni la hora. Hacen cálculos y guardan. No se arriesgan a quedarse sin aceite. En la vida quiero ser así, prudente. Guardo pensando en el futuro cuando no tenga. Pero no me obsesiono. Pongo los medios necesarios para lograr el fin que anhelo. El realismo me ayuda a enfrentar la vida de una manera sensata. No hago locuras innecesarias. No pongo en juego la vida que Dios me ha dado por cualquier cosa. Me gusta ser prudente. Medir, pensar, calcular. Pero me da miedo ser demasiado prudente. Necesito algo de locura en mi sangre para perseguir grandes sueños. No me basta con ser prudente. A veces la excesiva prudencia me puede hacer temeroso y me lleva a la inactividad. Creo que el P. Kentenich no fue precisamente muy prudente en muchos momentos de su vida. Fue veraz siempre y decidió de acuerdo a lo que pensaba que era su misión. La suerte de profeta. Una misión grande sobre débiles hombros. Quiso seguir hasta el final el camino soñado. Esa imprudencia lo llevó a un campo de concentración y al exilio en Estados Unidos. Confiaba en el amor protector de Dios su Padre. Para los más cercanos no fue prudente su actuar. Pero así son los santos. Su imprudencia santa mueve sus corazones por caminos peligrosos. Me da miedo convertirme en un hombre excesivamente prudente. Me gustaría tener un corazón de profeta. Más audaz, más valiente. Un corazón capaz de soñar con lo imposible. Esa es la fe que me pide Dios. Me pide que guarde, que calcule, que sea prudente. Pero me pide que ame hasta el extremo. Que no me conforme con lo mínimo. Que ame sin medida, sin miedo. Que no viva calculando los riesgos de todos mis actos. Es la actitud de los santos la que quiero seguir. Una prudencia necesaria. Una imprudencia santa. Una audacia que me permita arriesgar en muchos momentos. No quiero vivir atenazado por los miedos que despierta mi sensatez. No quiero vivir pensando en todo lo malo que me puede ocurrir si amo en exceso. Me aburren a veces las personas demasiado prudentes. No se salen del camino marcado. No cometen errores. No exageran. No deciden nada fuera de lo normal. No se arriesgan. No son temerarias. Les falta sangre en las venas. Me parecen a veces funcionarios de Dios que han aprendido a amar en cuotas prudentes. No en exceso, porque luego se sufre mucho. Me recuerda lo que decía el P. Kentenich hablando de la espiritualidad: «Si las prácticas de devoción no están fecundadas por el amor, se convierten en fríos automatismos que no duran mucho. Lo que no ha cuajado en nuestro interior, finalmente lo hacemos a un lado»[9]. Una prudencia sin amor convierte mi vida en una repetición monótona de gestos, de formas aprendidas pero vacías de pasión. La prudencia es necesaria. Pero necesito que mi corazón esté lleno de pasión y de vida. Una locura santa. Una canción de Marina Rossell dice: «Sal de la cordura y entra en calma hasta la locura sana y salva y ven, conmigo a mecer la luna. Dale otra vueltita al sentimiento, sal de esta maldita fe en el miedo y ven, descúbrete en el desierto». Necesito poner todo lo que llevo dentro para conseguir lo que sueño. Amar en exceso. No basta con ser prudente. Quiero que lo que haga esté lleno de pasión, de amor. Que no se quede en frías medidas. En pasos calculados carentes de luz.
Parece ser que en la vida no todo se puede compartir: «Y las necias dijeron a las sensatas: - Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas. Pero las sensatas contestaron: - Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis». Es cierto que me cuesta el lenguaje. Si soy sincero, ¿cómo me va a parecer bien que las cinco vírgenes no compartan su aceite? No me cuadra con Jesús que lo dio todo sin medir nada. No me gustan esas palabras. Me gustaría meterme en el corazón de Jesús y saber lo que quería decir. A veces hay algo más detrás de lo que parece. Eso es lo primero que veo al leer esta parábola. Quiero a Jesús, lo conozco. Lo he visto comiendo con necios, caminando con cualquiera, sanando heridos, dando su corazón a los perdidos. Y estas palabras me chocan. Pero creo en Él. Quizás soy yo el que veo mal, el que lo he entendido mal. Sé quién es Jesús. Es el que calma mi corazón cada día y saca lo mejor de mí. El que me ama incondicionalmente y sin tregua. Así que, hoy, frente a esta parábola, sé que hay algo detrás de lo que parece. De lo que no me encaja. Jesús no está animando a los que tienen luz a vivir sin misericordia frente a los que no la tienen. ¿Entonces? ¿Qué les quería decir Jesús a esos hombres que lo oían? ¿Qué me dice a mí hoy? Necesito un poco de luz parar mirar mis pasos, para intuir el paso siguiente. No quiero que se me pase la vida sin ver a Dios caminando a mi lado. Mi sueño es mirar al Maestro cara a cara. Mirarlo a los ojos. Es mi sed de toda la vida. Mi búsqueda más profunda, más allá de todas mis otras búsquedas. Mirar su rostro. Y Dios ha puesto una lámpara en mi alma para verlo. Ese es el misterio de mi vida. Desde mi corazón puedo intuirlo a veces, aunque es verdad que, como las diez vírgenes, vivo dormido. La luz está en mi alma. Dios mismo la enciende cuando comulgo, cuando oro y me toca, cuando camino con honestidad y me doy del todo a otros. María cuida mi aceite, para que nunca se acabe. El aceite es para mí la pureza del corazón, la inocencia de creer, de esperar, de confiar, de caer y pedir ayuda. Es la actitud del que cree que no puede caminar solo. A veces busco luces fuera, experiencias fuertes que me iluminen el camino, personas que me digan por dónde está la luz. Pero eso se escapa entre los dedos al cabo de un tiempo. Dios ha puesto en mi alma una lámpara interior. Es una luz que me marca lo que es mío y lo que no. Es una lámpara que sólo marca el amor. Que me dice por dónde está Dios. A veces vivo hacia fuera y no soy capaz de encontrarla. Eso es lo que les pasó a las vírgenes necias. Perdieron su lámpara interior. Construimos muros hacia el interior y cuando llega el Señor estoy lejos. Vivo desparramado en miles de cosas. Aun así, sé que Dios vendrá de nuevo, una y otra vez. No hay una única oportunidad. Vendrá siempre viene de nuevo. Siempre es Él el que llega. No soy yo el que llega a Él. Sé que hay cosas que no se pueden compartir. La fe. La esperanza. El amor. Son dones propios que yo recibo. No son compartibles. No es fácil. No puedo compartir la juventud ni tampoco mi experiencia. No puedo regalar a otros mi belleza, ni darles mi inteligencia. No puedo hacer que tengan mis capacidades. Ni puedo regalarles mi manera de amar. No puedo repartir mi bondad ni mi sabiduría. Sé que puedo conseguir lo que otros tienen. Pero a mí medida, según mi manera, según mi alma. En el mundo de la espiritualidad puedo aprender a rezar, pero no puedo darles a otros mi hondura. Tendrán que hacer el camino que yo he hecho. Tendrán que vivir mis experiencias. No basta con dar lo que uno tiene. A veces en la educación pretendo proteger a quien educo, a quien amo. No le permito hacer su camino, recorrer sus pasos. El miedo a que cometa errores hace que lo detenga al borde del precipicio. Lo cuido. Lo guardo. Lo sobreprotejo. Para que no peque, para que no hiera ni se hiera. Soy prudente ya que él no es prudente. Me vuelvo sensato cuando él no lo es. Y pretendo llenar su alcuza para que tenga siempre aceite. Pero no puedo vivir su vida. No puedo habitar en su alma. No quiero empeñarme en salvarlo, sólo Dios lo salva. Él tiene que hacer su camino. Yo hago el mío.
Sé que Jesús vendrá a buscarme. Pero yo no sé ni el día ni la hora de mi muerte. No sé el momento en el que Dios me visitará para llevarme con Él: «Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora». Pero además en el camino viene a visitarme muchas veces. Viene a estar conmigo. Yo puedo estar atento o dormido. Llega cuando menos lo espero. Es la hora de mi vida. Quizás lo esperaba en un momento místico y la llamada de amor a mi alma sucede en medio de la vorágine. O tiene lugar ante un amor humano, o ante una crisis fuerte. Dios puede usar todo para encontrarse conmigo. Me gusta pensar que para que yo me encuentre con Dios, es Él quien llega a mí. Pero sin mí no hay encuentro ni cambia mi vida. Soy libre. Dios respeta mi sagrada libertad. Permanece respetuoso ante mi puerta. Aguarda, llama, espera. Esa libertad es la que no puedo darle a nadie. Es mía. Y hace que pueda encontrarme con Dios en un momento de oscuridad enorme. Y que lo deje pasar de largo en medio de la luz. Es el aceite. Abrir el corazón en pobreza, tal como estoy, sin tapar ni esconder. «Así soy yo, Señor». Jesús habla hoy del encuentro con Él como una boda. Una boda de amor. Me encanta esa imagen del alma como una novia que se guarda para el esposo, en intimidad. Mi alma está hecha para Dios. Dios ha dejado una huella que sólo se sana cuando me encuentro con Él de forma profunda. Hay algo exclusivo entre Dios y yo. Íntimo. Sagrado. S. Juan de la Cruz escribió un poema, «Noche oscura del alma», que habla de esto: «En la noche dichosa, en secreto que nadie me veía, ni yo miraba cosa, sin otra luz y guía, sino la que en el corazón ardía. Aquesta me guiaba más cierto que la luz del mediodía adonde me esperaba quien yo bien me sabía en sitio donde nadie aparecía. ¡Oh noche, que guiaste! ¡Oh noche amable más que la alborada! ¡Oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada!». Dios me llena de paz, da sentido a mi vida cuando llega. Dios responde a mi sed particular. Y nadie más lo puede hacer de forma total. Él pronuncia mi nombre y ante Él me reconozco. Él tiene las palabras que mis silencios desean. Creo que mi vida es buscar, encontrarme y perderme en Dios, una y otra vez. Cerca y lejos. Así hasta el cielo. En la tierra ayudo a otros en el camino. Otros me ayudan y sostienen. El amor humano suele ser el camino que Dios transita para llegar a mí. Pero el último paso es mío y de Dios, en soledad, en el desierto. Ese es el momento que cuenta Jesús en esta parábola. Nadie puede hacerlo por mí. Nadie puede forzar mi puerta. Pero sé que Dios vendrá una y otra vez, tocará mi puerta, caminará conmigo aunque mi lámpara apagada me impida verlo. Y un día, mi día, a una hora, me encontraré con Él. Él nunca dejará de venir, de hacerse el encontradizo, de hablar a mi corazón hasta que yo lo escuche. Hasta que me despierte y abra los ojos. Le pido a María que encienda la lámpara en mi alma, para mirar mi vida con los ojos de Dios. Pienso en la Virgen de la Almudena que fue escondida en un muro con una lámpara encendida. Al abrir el muro años después, la vela seguía encendida. María mantiene con luz mi alma. Con esa lámpara no tengo miedo a la oscuridad del mar. Jesús habla hoy del sentido último de mi vida, mi encuentro con Dios, aquí en la tierra de forma incompleta, en el cielo de forma plena. Dios vuelve, llega, sale al encuentro en cada esquina de mi día. Es mi luz interior la que me marca dónde. Es necesario orar mucho para mantener viva la luz. Pensar ante Dios, cada noche, ¿dónde me salió al encuentro hoy? Y amar mucho, dejándome el corazón, para que el muro interior se rompa y mi luz pueda iluminar un poco el siguiente paso en el camino. La luz surge dentro, en el corazón, donde quiero vivir con Dios. En ese lugar me encuentro con el Dios de mi historia que se hace roca para mi vida. No desde fuera, desde lo que marcan otros en el mundo. ¿No es verdad que a veces me dejo vivir según las sensaciones externas? ¿Dónde está mi alma? ¿Qué me pasa por dentro? ¿Qué espero, qué guardo? Ahí, en lo hondo, está la luz que Dios puso. Una luz preciosa que tengo que cuidar. Una luz que vela al lado de los que amo. Una luz que María protege. Aunque pase a veces por la oscuridad y el desierto. Cuando no veo. Cuando no sé y no comprendo. Cuando no siento nada. Esa oscuridad me ayuda a comprender a otros. Pero, ¡qué alegría cuando comienzo a ver! Esa luz me llena de esperanza. Dios llega y es una fiesta. Quiero cuidar mi lámpara siempre.
[1] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
[2] Thomas Keating, Mente abierta, corazón abierto
[3] J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández
[4] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[5] Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido
[6] Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido
[7] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[8] J. Kentenich, Niños ante Dios
[9] J. Kentenich, Niños ante Dios