No somos lo suficientemente conscientes de todo lo que los cristianos hemos aportado para hacer del mundo un lugar mejor. Sin el impacto de la fe, nuestro mundo sería un lugar mil veces más inhóspito. Y no hablo sólo de costumbres, legislación o mentalidades, sino también de cuestiones mucho más materiales. Dos curiosas noticias recientes me han confirmado lo adecuado de esta reflexión.
Por un lado, acabo de enterarme de que cuando los misioneros jesuitas portugueses llegaron a Japón en el siglo XVI, empezaron a freír gambas que comían los días en que estaba mandado abstenerse de comer carne. Se trataba de los días de Témporas, una antigua práctica católica que seguía las cuatro estaciones del año, en latín Quatour Tempora. De ahí el plato “japonés” tempura, que aunque pensemos que forma parte de la tradición culinaria nipona en realidad es una aportación católica debida a la práctica de la abstinencia periódica de carne.
Otra historia sobre el impacto católico en nuestra dieta es la que acaban de sacar a la luz un equipo de arqueólogos de Oxford. Resulta que han encontrado en los restos fósiles a partir del siglo IX d.C. un notorio aumento de huesos de pollo. Al analizar esos huesos han podido identificar un gen que es una de las causas primarias de la reducción de agresiones entre pollos y del incremento en la capacidad de poner huevos de las gallinas.
¿Y a qué se debió esta modificación genética? Pues resulta que durante los periodos de abstinencia, la carne blanca de pollo era permitida, con lo que aumentó la demanda de pollos. Los monjes benedictinos empezaron a domesticarlos, realizando una selección artificial de aquellos más dóciles y menos agresivos, provocando que el gen TSHR fuera cada vez más predominante y creando así la raza de pollos que hoy se ha extendido por todo el mundo y alimenta a millones de personas... gracias a los monjes benedictinos.
Ya lo ven: jesuitas, benedictinos y un mundo gastronómicamente mejor gracias a las consecuencias de las prácticas católicas.