El Papa Francisco, el pasado domingo
Tras el rezo del ángelus el pasado domingo, el Papa Francisco recordó a los beatos Mateo Casals, Teófilo Casajús, Fernando Saperas y a sus 106 compañeros mártires, pertenecientes a la Congregación de los Claretianos, asesinados por odio a la fe durante los días de la persecución religiosa española, en 1936 y 1937.
“Su heroico ejemplo y su intercesión apoyen a los cristianos que también en nuestros días, en diversas partes del mundo, sufren discriminaciones y persecuciones”, declaró Francisco.
LOS BEATOS MÁRTIRES CLARETIANOS DE SALLENT
La comunidad claretiana de Sallent (Barcelona) en julio de 1936
Desde 1920 la comunidad claretiana de Sallent ocupaba la casa familiar del Santo (bajo estas líneas, edificio que se levantó sobre la casa de San Antonio Mª Claret), y en los años 30 puso un modesto colegio en el edificio adyacente.
En 1936 tenía como Superior al padre José Capdevila, y con él, en auténtica familia, al anciano padre Juan Mercer, al joven director del Colegio padre Jaume Payás y a los hermanos Marcelino Mur y Mariano Binefar, pequeña comunidad que abrirá la gloriosa página de los mártires vicenses.
En la mañana del 20 de julio se presentaba en la casa una patrulla de milicianos para hacer un registro, y a mediodía el Ayuntamiento ordenaba la inmediata salida de los claretianos.
Buscaron refugio en domicilios de la población, cuyos titulares se exponían a graves riesgos al acogerlos. En una pequeña ciudad el anonimato era imposible, y al poco serían denunciados, y por su único delito de ser religiosos, llevados a la cárcel, y de allí al cementerio.
P. José Capdevila Portet
El padre Capdevila y el padre Payás fueron bien acogidos en casa de la familia Soldevila, pero al entrar fueron reconocidos por varios niños alumnos del Colegio, por lo que hubo que extremar las precauciones, y, temiendo un registro, acordaron pasar la noche en la cueva de un huerto vecino.
A las dos de la tarde del siguiente día, 21 de julio, una patrulla llamó a la puerta diciendo iban en busca de armas. Doña Rosa, dueña de casa, logró entretenerlos mientras los padres, saltando por la escalera posterior, pudieron esconderse en el sótano.
Aquella tarde fueron recibiendo noticias de los desmanes que se hacían en el pueblo, incendiando la iglesia, quemando imágenes y destruyendo el monumento del P. Claret. Sacaron el Santísimo que llevaban consigo, y colocándolo sobre la mesa, se arrodillaron ante Él todos los de la casa e hicieron acto de desagravio al Señor. A las nueve de la noche volvió la patrulla y, al abrir la puerta, sonó un tiro que hirió a la dueña de la casa. Como disculpa, y sin ocultar sus intenciones, le dijeron que al verla vestida de negro, creyeron era un cura, lo que justificaba que le dispararan. Los padres huyeron al huerto y se perdieron en la oscuridad.
El P. Capdevila contó que pasó la noche oculto entre unas cañas e intentó en vano dar con el paradero del padre Payás, por lo que a las tres de la mañana emprendió la fuga a través de los huertos. Lleno de barro y con los vestidos desgarrados por las alambradas, llegó al rio, cuyo cauce fue siguiendo a lo largo de cuatro kilómetros. Ramón Pujol, que pasaba con su auto por la carretera lo encontró extenuado y sin fuerzas en una cuneta. Lo subió al coche y lo llevó a can Cerarols, cerca del pueblo de Cornet, a cuya caridad lo dejó encomendado. Allí permaneció cuatro o cinco días entre continuos sobresaltos, durmiendo en el bosque. Muy preocupado por la suerte de sus hermanos quería volver a Sallent, pero le disuadieron, sin querer revelarle que sus compañeros ya habían sido asesinados.
Determinó marcharse a Vic con su familia, llegando el lunes 27 a su casa paterna, la masía "Caborca", en las inmediaciones de la ciudad. En compañía de los suyos vivió unos dos meses, hasta que el 24 de septiembre, fiesta de Nuestra Señora de la Merced, una patrulla dio con él, y al despedirse de su madre que amorosa le retenía, le dijo cariñoso: ¡Adiós, madre, hasta el Cielo! Pasó el día 25 en la cárcel de Vic, y a las 11 de la noche, caía acribillado a balazos en la carretera a la entrada de Manlleu.
Padre Jaime Payás Fargas
El Padre Jaime Payás, con 29 años no cumplidos, era el director del colegio de Sallent. El 20 de julio se refugió con el padre Capdevila en casa Soldevila. Ante un primer registro logró ocultarse en el sótano hasta que marcharon los patrulleros, pero al volver al comedor se sentía molesto por su actitud y confesaba sus ansias de martirio: "No hemos de ser así, hemos de ser más valientes. Me duele tenerme que esconder, porque mi gusto sería presentarme en público como sacerdote y con la cara bien alta…Me encanta la muerte de San Pedro Mártir, rezando el Credo mientras se desangraba, y escribiendo en tierra, cuando ya no podía hablar, con las últimas gotas de su sangre".
En la noche del día siguiente, al presentarse de nuevo en la casa los patrulleros, tuvo que huir por los huertos en medio de la oscuridad hasta las márgenes del Llobregat, pero cayó en un pozo negro de desagüe con aguas pútridas que le llegaban hasta la cintura, del que, embadurnado de barro e inmundicias, no pudo salir en toda la noche. Allí lo encontró al día siguiente un muchacho de la familia que salió en su busca. Llevado a la casa, lo asean, pero está consumido por la fiebre. Temiendo nuevo registro, ante el dolor de la familia, a las nueve de la noche tiene que marchar en busca de otro refugio en una casa de campo, siguiendo a un niño que le precedía a distancia. Pero no viéndose con ánimos para recorrer tan largo camino, al pasar por la casa de un discípulo suyo, viendo abierta la puerta, se introdujo en ella. De momento fue bien recibido, aunque comprendió que debería marcharse cuando volviera el dueño, entonces ausente. La dueña procuró buscarle otro alojamiento en familias que el padre creyó que no se lo negarían, pero se lo negaron. Vista la imposibilidad de hallar nuevo alojamiento, el dueño de la casa, lo echó a la calle. Consumido por la fiebre, pasó dos días llamando de casa en casa, y viendo como se le cerraban todas las puertas, incluso las más amigas que creía seguras, siendo rechazado en todas ellas.
Al fin lo acoge la familia Busquets, que dice de él que: “se sentía desfallecer por la fiebre y una sed ardorosa le inflamaba la sangre. Solo pidió agua. “Pero le habían seguido de cerca, y hacia las dos de la tarde, se presentó en la casa una patrulla del Comité exigiendo la entrega del Padre y llevándoselo al Ayuntamiento. El padre Payás dirá con profundo dolor: “Si me matan, no se deberá a las balas anarquistas, sino al abandono de mis amigos”, y escribe desgarradoras notas en las que muestra perdón para quienes le habían abandonado agradeciéndoles hayan sido instrumento para unirle más a Dios. En ellas confiesa:
No confiaré más en las personas; solamente en Vos, Jesucristo. Los hombres, cuando más se necesitan, es cuando fallan y te vuelven las espaldas. Señor, he visto más corazón y más entrañas en gente que no esperaba, que en gente falsamente amiga. ¡Gracias, Dios mío por poder padecer por Vos! Tengo el gusto de sufrir el desengaño de las amistades. ¡Oh Jesús! perdono a todos los que me quieren mal y les doy un abrazo de amistad; no tengo rencor a nadie, ni a los que me han echado de su casa como a un perro. También a Vos os lo hicieron. Amo a todos de corazón, como hermanos, tal como Vos mandáis hacerlo Estos son mis sentimientos en estas horas de tribulación. Todo sea por Vos, Jesús. Os adoro, os amo y quiero imitaros. Vuestro hijo y servidor, Jaime Payás.
En la cárcel se ganó las simpatías de todos, que trataban de salvarlo atrayéndolo a la causa de la revolución. El detenido Dalmau, hombre rudo y descreído pero de buen corazón, le va trayendo agua, lo que más necesitaba. Durante horas mantiene con él este conmovedor diálogo, tratando el Padre ganarle para Dios, pero Dalmau está sólo interesado en salvar la vida del Padre:
Dalmau le dice:
“Mire usted, si quiere salvarse, cuando vengan los del Comité, dígales que se hace como uno de ellos y póngase a su disposición”.
Replica el padre Payás:
“¡No; eso, no!”
“Pues, entonces, no hay salvación. Total, renegar de la religión. Decirlo solamente, ¡y ya estará!”.
“No puede ser, amo mucho a Dios y a la Virgen”.
“Aunque no sea más que decir que ya no tiene usted intención de volver a la vida que llevaba...”.
“Eso tampoco. Sería mentir, y estoy contentísimo con la vida religiosa...”.
El padre, termina con un: “Gracias Dalmau, ¡hasta el Cielo!”, a lo que este le responde: “No; hasta el Cielo no, porque yo no creo en nada de eso”.
“Bueno, yo rogaré a Dios por usted, y allí nos encontraremos”.
Fracasadas todas las propuestas de que disimulara, respondió resignado a cuantos querían salvarle a cambio de una claudicación: “¡Qué le vamos a hacer! También a Jesús le trataron así”.
Vencidos en su intento los del Comité, pero animados con la detención del primero de los Padres, se dedicaron toda aquella tarde a buscar a los restantes hasta por las alcantarillas con petardos y bombas de mano.
Padre Juan Mercer y hermano Marcelino Mur
Con la noticia de la detención del padre Payás cundió el miedo en las familias que tenían clérigos escondidos en casa; y el padre Mercer y el hermano Marcelino Mur, conscientes del temor de sus bienhechores, decidieron esconderse en alguna casa de campo. Al anochecer del día 24 salieron de su refugio en la calle Salmerón por calles solitarias; pero al llegar a la calle Torres Amat, alguien, al verlos, gritó: “¡Curas! ¡Curas!”. Los transeúntes se arremolinaran en torno a ellos y llegó gente armada, que entre patadas, escupitajos, golpes con las culatas de los fusiles y gritos blasfemos, empujaron a los religiosos calle adelante hasta el Comité.
Hermano Mariano Binéfar
Con la llegada de estos dos nuevos presos sólo faltaba en el Comité el hermano Binéfar, que a las once de aquella noche era detenido en el domicilio donde se hallaba oculto. Durante el registro, ante la amenaza de muerte de los milicianos si no lo hallaban, el dueño de la casa gritó espantado: “¡Mariano! ¡Haz el favor de salir; si no, me matan a mí!”.
El Hermano Binéfar, al reconocer la voz y el apuro de su protector, abandonando el escondite, salió a entregarse, siendo llevado al Comité donde se encontró con sus tres hermanos de Comunidad. Les hicieron declarar a los cuatro; y sin más cargo que su confesión de que eran religiosos, se les dio sentencia de muerte.
El padre Payás pidió que no se molestase a las familias en que habían tenido que pedir refugio, y en prueba de gratitud para todas ellas terminó su ruego con estas palabras:
“Acabo de ver que habéis derribado la estatua del P. Claret del pedestal que tenía en la plaza. Pues bien; es tal la gratitud que nosotros sentimos por nuestros bienhechores, que gustosos les cederíamos aquel sitial de honor que hasta ahora venía ocupando nuestro Padre”.
Poco después los cuatro eran conducidos al cementerio rodeados por una caterva de curiosos. Reiteraron darles libertad si “os quitáis esos hábitos con los que parecéis unos fantasmas”, pero el Padre, recordando era la víspera de la fiesta de su patrón Santiago, contestó: “Mañana, día de mi santo, ya estaré en el Cielo”.
Llegados a la explanada que hay en la puerta del cementerio, cuando los asesinos ya apuntaban sus fusiles contra los cuatro misioneros, el P. Payás les dijo: Quiero bendeciros antes de morir, y al levantar su mano para hacerlo, sonó la descarga y todos cayeron desplomados. Sus restos fueron sepultados juntos en la fosa común. El enterrador tuvo la previsión de apuntar en una libreta el orden de colocación y los datos de cada uno para facilitar su futura identificación, no enterrando a otros en la misma fosa sobre ellos. Así el 25 de abril de 1940 pudieron ser exhumados.
Tras el rezo del ángelus el pasado domingo, el Papa Francisco recordó a los beatos Mateo Casals, Teófilo Casajús, Fernando Saperas y a sus 106 compañeros mártires, pertenecientes a la Congregación de los Claretianos, asesinados por odio a la fe durante los días de la persecución religiosa española, en 1936 y 1937.
“Su heroico ejemplo y su intercesión apoyen a los cristianos que también en nuestros días, en diversas partes del mundo, sufren discriminaciones y persecuciones”, declaró Francisco.
LOS BEATOS MÁRTIRES CLARETIANOS DE SALLENT
La comunidad claretiana de Sallent (Barcelona) en julio de 1936
Desde 1920 la comunidad claretiana de Sallent ocupaba la casa familiar del Santo (bajo estas líneas, edificio que se levantó sobre la casa de San Antonio Mª Claret), y en los años 30 puso un modesto colegio en el edificio adyacente.
En 1936 tenía como Superior al padre José Capdevila, y con él, en auténtica familia, al anciano padre Juan Mercer, al joven director del Colegio padre Jaume Payás y a los hermanos Marcelino Mur y Mariano Binefar, pequeña comunidad que abrirá la gloriosa página de los mártires vicenses.
En la mañana del 20 de julio se presentaba en la casa una patrulla de milicianos para hacer un registro, y a mediodía el Ayuntamiento ordenaba la inmediata salida de los claretianos.
Buscaron refugio en domicilios de la población, cuyos titulares se exponían a graves riesgos al acogerlos. En una pequeña ciudad el anonimato era imposible, y al poco serían denunciados, y por su único delito de ser religiosos, llevados a la cárcel, y de allí al cementerio.
P. José Capdevila Portet
El padre Capdevila y el padre Payás fueron bien acogidos en casa de la familia Soldevila, pero al entrar fueron reconocidos por varios niños alumnos del Colegio, por lo que hubo que extremar las precauciones, y, temiendo un registro, acordaron pasar la noche en la cueva de un huerto vecino.
A las dos de la tarde del siguiente día, 21 de julio, una patrulla llamó a la puerta diciendo iban en busca de armas. Doña Rosa, dueña de casa, logró entretenerlos mientras los padres, saltando por la escalera posterior, pudieron esconderse en el sótano.
Aquella tarde fueron recibiendo noticias de los desmanes que se hacían en el pueblo, incendiando la iglesia, quemando imágenes y destruyendo el monumento del P. Claret. Sacaron el Santísimo que llevaban consigo, y colocándolo sobre la mesa, se arrodillaron ante Él todos los de la casa e hicieron acto de desagravio al Señor. A las nueve de la noche volvió la patrulla y, al abrir la puerta, sonó un tiro que hirió a la dueña de la casa. Como disculpa, y sin ocultar sus intenciones, le dijeron que al verla vestida de negro, creyeron era un cura, lo que justificaba que le dispararan. Los padres huyeron al huerto y se perdieron en la oscuridad.
El P. Capdevila contó que pasó la noche oculto entre unas cañas e intentó en vano dar con el paradero del padre Payás, por lo que a las tres de la mañana emprendió la fuga a través de los huertos. Lleno de barro y con los vestidos desgarrados por las alambradas, llegó al rio, cuyo cauce fue siguiendo a lo largo de cuatro kilómetros. Ramón Pujol, que pasaba con su auto por la carretera lo encontró extenuado y sin fuerzas en una cuneta. Lo subió al coche y lo llevó a can Cerarols, cerca del pueblo de Cornet, a cuya caridad lo dejó encomendado. Allí permaneció cuatro o cinco días entre continuos sobresaltos, durmiendo en el bosque. Muy preocupado por la suerte de sus hermanos quería volver a Sallent, pero le disuadieron, sin querer revelarle que sus compañeros ya habían sido asesinados.
Determinó marcharse a Vic con su familia, llegando el lunes 27 a su casa paterna, la masía "Caborca", en las inmediaciones de la ciudad. En compañía de los suyos vivió unos dos meses, hasta que el 24 de septiembre, fiesta de Nuestra Señora de la Merced, una patrulla dio con él, y al despedirse de su madre que amorosa le retenía, le dijo cariñoso: ¡Adiós, madre, hasta el Cielo! Pasó el día 25 en la cárcel de Vic, y a las 11 de la noche, caía acribillado a balazos en la carretera a la entrada de Manlleu.
Padre Jaime Payás Fargas
El Padre Jaime Payás, con 29 años no cumplidos, era el director del colegio de Sallent. El 20 de julio se refugió con el padre Capdevila en casa Soldevila. Ante un primer registro logró ocultarse en el sótano hasta que marcharon los patrulleros, pero al volver al comedor se sentía molesto por su actitud y confesaba sus ansias de martirio: "No hemos de ser así, hemos de ser más valientes. Me duele tenerme que esconder, porque mi gusto sería presentarme en público como sacerdote y con la cara bien alta…Me encanta la muerte de San Pedro Mártir, rezando el Credo mientras se desangraba, y escribiendo en tierra, cuando ya no podía hablar, con las últimas gotas de su sangre".
En la noche del día siguiente, al presentarse de nuevo en la casa los patrulleros, tuvo que huir por los huertos en medio de la oscuridad hasta las márgenes del Llobregat, pero cayó en un pozo negro de desagüe con aguas pútridas que le llegaban hasta la cintura, del que, embadurnado de barro e inmundicias, no pudo salir en toda la noche. Allí lo encontró al día siguiente un muchacho de la familia que salió en su busca. Llevado a la casa, lo asean, pero está consumido por la fiebre. Temiendo nuevo registro, ante el dolor de la familia, a las nueve de la noche tiene que marchar en busca de otro refugio en una casa de campo, siguiendo a un niño que le precedía a distancia. Pero no viéndose con ánimos para recorrer tan largo camino, al pasar por la casa de un discípulo suyo, viendo abierta la puerta, se introdujo en ella. De momento fue bien recibido, aunque comprendió que debería marcharse cuando volviera el dueño, entonces ausente. La dueña procuró buscarle otro alojamiento en familias que el padre creyó que no se lo negarían, pero se lo negaron. Vista la imposibilidad de hallar nuevo alojamiento, el dueño de la casa, lo echó a la calle. Consumido por la fiebre, pasó dos días llamando de casa en casa, y viendo como se le cerraban todas las puertas, incluso las más amigas que creía seguras, siendo rechazado en todas ellas.
Al fin lo acoge la familia Busquets, que dice de él que: “se sentía desfallecer por la fiebre y una sed ardorosa le inflamaba la sangre. Solo pidió agua. “Pero le habían seguido de cerca, y hacia las dos de la tarde, se presentó en la casa una patrulla del Comité exigiendo la entrega del Padre y llevándoselo al Ayuntamiento. El padre Payás dirá con profundo dolor: “Si me matan, no se deberá a las balas anarquistas, sino al abandono de mis amigos”, y escribe desgarradoras notas en las que muestra perdón para quienes le habían abandonado agradeciéndoles hayan sido instrumento para unirle más a Dios. En ellas confiesa:
No confiaré más en las personas; solamente en Vos, Jesucristo. Los hombres, cuando más se necesitan, es cuando fallan y te vuelven las espaldas. Señor, he visto más corazón y más entrañas en gente que no esperaba, que en gente falsamente amiga. ¡Gracias, Dios mío por poder padecer por Vos! Tengo el gusto de sufrir el desengaño de las amistades. ¡Oh Jesús! perdono a todos los que me quieren mal y les doy un abrazo de amistad; no tengo rencor a nadie, ni a los que me han echado de su casa como a un perro. También a Vos os lo hicieron. Amo a todos de corazón, como hermanos, tal como Vos mandáis hacerlo Estos son mis sentimientos en estas horas de tribulación. Todo sea por Vos, Jesús. Os adoro, os amo y quiero imitaros. Vuestro hijo y servidor, Jaime Payás.
En la cárcel se ganó las simpatías de todos, que trataban de salvarlo atrayéndolo a la causa de la revolución. El detenido Dalmau, hombre rudo y descreído pero de buen corazón, le va trayendo agua, lo que más necesitaba. Durante horas mantiene con él este conmovedor diálogo, tratando el Padre ganarle para Dios, pero Dalmau está sólo interesado en salvar la vida del Padre:
Dalmau le dice:
“Mire usted, si quiere salvarse, cuando vengan los del Comité, dígales que se hace como uno de ellos y póngase a su disposición”.
Replica el padre Payás:
“¡No; eso, no!”
“Pues, entonces, no hay salvación. Total, renegar de la religión. Decirlo solamente, ¡y ya estará!”.
“No puede ser, amo mucho a Dios y a la Virgen”.
“Aunque no sea más que decir que ya no tiene usted intención de volver a la vida que llevaba...”.
“Eso tampoco. Sería mentir, y estoy contentísimo con la vida religiosa...”.
El padre, termina con un: “Gracias Dalmau, ¡hasta el Cielo!”, a lo que este le responde: “No; hasta el Cielo no, porque yo no creo en nada de eso”.
“Bueno, yo rogaré a Dios por usted, y allí nos encontraremos”.
Fracasadas todas las propuestas de que disimulara, respondió resignado a cuantos querían salvarle a cambio de una claudicación: “¡Qué le vamos a hacer! También a Jesús le trataron así”.
Vencidos en su intento los del Comité, pero animados con la detención del primero de los Padres, se dedicaron toda aquella tarde a buscar a los restantes hasta por las alcantarillas con petardos y bombas de mano.
Padre Juan Mercer y hermano Marcelino Mur
Con la noticia de la detención del padre Payás cundió el miedo en las familias que tenían clérigos escondidos en casa; y el padre Mercer y el hermano Marcelino Mur, conscientes del temor de sus bienhechores, decidieron esconderse en alguna casa de campo. Al anochecer del día 24 salieron de su refugio en la calle Salmerón por calles solitarias; pero al llegar a la calle Torres Amat, alguien, al verlos, gritó: “¡Curas! ¡Curas!”. Los transeúntes se arremolinaran en torno a ellos y llegó gente armada, que entre patadas, escupitajos, golpes con las culatas de los fusiles y gritos blasfemos, empujaron a los religiosos calle adelante hasta el Comité.
Hermano Mariano Binéfar
Con la llegada de estos dos nuevos presos sólo faltaba en el Comité el hermano Binéfar, que a las once de aquella noche era detenido en el domicilio donde se hallaba oculto. Durante el registro, ante la amenaza de muerte de los milicianos si no lo hallaban, el dueño de la casa gritó espantado: “¡Mariano! ¡Haz el favor de salir; si no, me matan a mí!”.
El Hermano Binéfar, al reconocer la voz y el apuro de su protector, abandonando el escondite, salió a entregarse, siendo llevado al Comité donde se encontró con sus tres hermanos de Comunidad. Les hicieron declarar a los cuatro; y sin más cargo que su confesión de que eran religiosos, se les dio sentencia de muerte.
El padre Payás pidió que no se molestase a las familias en que habían tenido que pedir refugio, y en prueba de gratitud para todas ellas terminó su ruego con estas palabras:
“Acabo de ver que habéis derribado la estatua del P. Claret del pedestal que tenía en la plaza. Pues bien; es tal la gratitud que nosotros sentimos por nuestros bienhechores, que gustosos les cederíamos aquel sitial de honor que hasta ahora venía ocupando nuestro Padre”.
Poco después los cuatro eran conducidos al cementerio rodeados por una caterva de curiosos. Reiteraron darles libertad si “os quitáis esos hábitos con los que parecéis unos fantasmas”, pero el Padre, recordando era la víspera de la fiesta de su patrón Santiago, contestó: “Mañana, día de mi santo, ya estaré en el Cielo”.
Llegados a la explanada que hay en la puerta del cementerio, cuando los asesinos ya apuntaban sus fusiles contra los cuatro misioneros, el P. Payás les dijo: Quiero bendeciros antes de morir, y al levantar su mano para hacerlo, sonó la descarga y todos cayeron desplomados. Sus restos fueron sepultados juntos en la fosa común. El enterrador tuvo la previsión de apuntar en una libreta el orden de colocación y los datos de cada uno para facilitar su futura identificación, no enterrando a otros en la misma fosa sobre ellos. Así el 25 de abril de 1940 pudieron ser exhumados.