El ambiente de la misa que retransmite 13 TV no es el de un concierto de Metallica: hay mucha más modernidad en el anciano que avanza con el andador hacia el cura para tomar la comunión que en el treintañero que trasiega cerveza mientras escucha un solo de batería de Lars Ulrich. Y no sólo porque la malta fermentada que tiene entre manos provenga del legado vikingo, aunque él crea que la inventó Mahou, sino porque el anciano se dirige hacia la vida eterna mientras que el joven permanece inactivo, que es como lo quiere el relativismo, esa corriente que, al hacerle creer que el futuro es suyo, propicia que el joven se burle del anciano que comulga.
Jamás me burlaría de un anciano que comulga. Ni siquiera en mi época menos católica dejé de admitir que la misa era un ejemplo de puntualidad, buena educación y silencio. Por el contrario, nunca he asistido a un recital que empezara a su hora ni a uno en el que no se produjeran peleas. Para qué hablar de los bafles. En las iglesias, sin embargo, los sacristanes no andan a tortas con los monaguillos ni lo sacerdotes le pegan fuego al laúd, que es lo más parecido a la guitarra eléctrica que maneja el coro, aunque lo que al laúd le gusta ser es el violín del pueblo.
El violín, sin embargo, prefiere que lo toque Celtas Cortos a que lo haga un viejo en un coro. También los jóvenes prefieren el rap a la homilía. Tiene su explicación: si los sermones no resultan atractivos para los jóvenes es porque desconocen que el Imagine, de Lennon, es una versión azucarada de cualquier parábola de Jesús cimentada en el amor. Los jóvenes desconocen que la influencia de Jesús en la modernidad es absoluta. Ahí está la iconografía católica, que lo representa con melena y barba, y ahí están los evangelios, que reflejan su alta consideración por la mujer y su apuesta por los marginados. Habría que recordar a los jóvenes que en las iglesias, como en las discotecas, también hay música y también hay vino.