Isaías 45, 1. 4-6; 1 Tesalonicenses 1, 1-5b; Mateo 22, 15-21
«Entonces les replicó: - Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»
«Le pido a Dios que limpie mi mirada para mirar sin sospecha, con limpieza, sin doblez. Quiero ver la belleza. Descubrir lo que hay de verdad que complementa lo mío. Quiero vivir en la luz»
«Entonces les replicó: - Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»
«Le pido a Dios que limpie mi mirada para mirar sin sospecha, con limpieza, sin doblez. Quiero ver la belleza. Descubrir lo que hay de verdad que complementa lo mío. Quiero vivir en la luz»
No sé bien cómo manejar la incertidumbre en mi propia vida. Cómo hacer para no temer ante el futuro incierto, cuando no consigo tener certezas. Me da miedo enfrentarme a lo que no controlo. No ser dueño de los tiempos. Ni del resultado de mis apuestas en la vida. Me asusta ver que la paz o la guerra no dependen del deseo de mi corazón. No quiero dejar que me lleve la rabia al vislumbrar caminos que no deseo. Ni que el miedo me impida avanzar cuando todo parece difícil e incierto. No quiero que el fin justifique los medios que empleo para alcanzarlo. Aunque el fin sea bueno a veces los medios puede que no sean tan buenos. No quiero ofuscarme por poseer lo que deseo. No quiero que los sueños e ideales que escucho y se apoderan de mí lleguen a manejar mi alma. No quiero confundirme y pensar que lo que logro hacer es todo lo que se puede hacer y nada más. No sé bien qué hacer cuando las posiciones opuestas se enfrentan sin un aparente camino de salida. Todo es oscuro a mi alrededor. Y a la vez hay mucha luz, mucha esperanza. Es verdad que no sé qué ocurrirá mañana. Ni los días siguientes. No sé bien cuál es el deseo de Dios para mi vida. No conozco su deseo más íntimo. Lo pronuncia dentro de mí pero yo no lo oigo. Tal vez el ruido del mundo me perturba. Siguiendo los pasos de S. Ignacio leía: «Buscar la voluntad de Dios. Una propuesta inmensa y difícil al tiempo. ¿Nunca te lo has preguntado? ¿Qué quiere Dios de mí? ¿Nunca te lo ha planteado alguien, llenándote de incertidumbre? En la vida te conviene buscar la voluntad de Dios»[1]. Buscar el querer de Dios cuando todo se llena de dudas y miedos. Buscar su voluntad cuando yo pretendo seguir sólo mis deseos. Buscar su voluntad cuando no controlo mis pasos en medio de la noche. ¿Cómo elegir la posición correcta? ¿Cómo saber lo que de verdad me conviene? ¿No me equivocaré y erraré el camino? ¿Y si fracaso en mis opciones de vida y pierdo amigos, seres queridos, incluso la vida entera? A veces sólo pretendo asegurarme el futuro. Temo tanto la muerte. Me da tanto miedo perder lo que amo. Lo único que debería preocuparme es vivir de verdad cada momento. Amar sin poner barreras. Soñar con lo más alto, con lo bueno, con lo noble, con lo bello. Pero en este mundo inquieto y lleno cambios, me turbo. Y no sé bien cómo hacer para elegir la posición correcta, el bando adecuado, el lugar pacífico. Unos me dicen que siga un camino. Otros me señalan el contrario. En los dos hay algo de verdad. En los dos algo es atractivo. En los dos hay también mentiras. No sé cómo optar por mi camino. Reza un proverbio hindú: «Dondequiera que el hombre pone su pie, pisa cien senderos». ¿Y si no sé descubrir mi camino entre tantos posibles? ¿Cómo hacer para no errar mis pasos, para no dejar heridos con mis opciones de vida, para no hacer más daño? ¡Hay tantas cosas inciertas en este camino que recorro! ¿Cómo saber lo que Dios me pide? ¿Cómo saber dónde quiere que entregue mis fuerzas? ¿Cómo saber cuándo camino tomado de su mano? Jesús pasó por la tierra liberando los corazones. Acogió a unos y a otros. Le pusieron tantas veces en la misma encrucijada: «En aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta». Buscaron encasillarle en una postura, en un grupo. Quisieron hacerle enemigo de los contrarios. Quisieron que decidiera del lado de quién estaba. Su posición. ¿Había venido Jesús para todos o sólo para algunos? Jesús no se dejó engañar. No cayó en el juego de los hombres. No se alineó con unos dejando de lado a otros. Eso siempre me impresiona. Podía haber optado por los poderosos del mundo para imponer su reino. Podía haber elegido a los más sabios y conocedores de la ley para allanar su camino. Podía haberse protegido. Pero no lo hizo. No cayó en el juego de los engaños. Buscaban su ruina. Él vino a salvar a todos. A los buenos y a los malos. A los puros y a los impuros. A los de un lado y a los del otro. A los que nadie quería y a los que todos amaban. Jesús se hizo carne de todos. Alma de un mundo herido. Y quiso amar a los que tantos rechazaban. Su corazón inmenso me muestra un camino a seguir. Jesús fue un hombre libre que amó a todos hasta el extremo de la cruz. Su libertad estuvo en el amor, no en el odio. No defendió con odio su postura. No recurrió a la violencia para hacer vencer sus puntos de vista. El que usa la violencia pierde la razón. Tagore decía: «La verdad no está de parte de quien grita más». Él guardó silencio. Otros gritaban. Jesús me ha mostrado cómo tengo que vivir yo. Quiere que yo ame hasta la muerte. Quiere que entregue mi corazón y al mismo tiempo viva libre para darme. Quiere que lo deje todo por seguir siempre sus pasos: «Jesús les invita a dejar la casa donde viven, la familia y las tierras pertenecientes al grupo familiar. No es fácil. La casa es todo: refugio afectivo, lugar de trabajo, símbolo de la posición social. Romper con la casa es una ofensa grave para la familia y una deshonra para todos. Pero sobre todo significa lanzarse a una inseguridad total»[2]. Jesús me invita a vivir en la incertidumbre de los caminos sin buscar seguridades. Me invita a no aliarme con los poderosos, a no esconderme entre los que protegen mis pasos. Me quiere libre, sin ataduras, sin cadenas. Así quiero vivir yo.
Jesús me invita a caminar por la vida llevado de su mano. Me conduce con su paso rápido y ligero porque su carga es liviana. Quiere que lo deje todo por amor a Él. Lo que me da seguridad. Lo que me pesa. Quiere que renuncie incluso a mis deseos más profundos por un amor más grande. Quiere que busque mi seguridad sólo en Él. Hoy escucho: «Te llamé por tu nombre, te di un título, aunque no me conocías. Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí, no hay dios». No hay otro Dios fuera de Él. A veces busco el dios del poder, del dinero, del éxito. Todo lo oriento persiguiendo a esos dioses fugaces e inciertos. Pero no soy feliz. Ni cuando los busco. Ni cuando los retengo con mano firme pensando que durarán siempre. No es lo que me da paz. No es lo que me llena de verdad. Puede ser que no sepa bien lo que Dios me pide. Con frecuencia no distingo el camino correcto ni sé la forma cómo quiere que actúe. Pero sí sé que quiere que esté a su lado en medio de la tormenta y aprenda a caminar por sus caminos cuando nada parezca claro. Quiere que confíe y aprenda a vivir tranquilo en la incertidumbre. Aunque no pueda controlarlo todo. A menudo tengo miedo del poder de los hombres. Me asustan el odio y la mentira que crea ese deseo enfermizo por ser poderoso, en esa lucha por marcar el rumbo de los caminos, el destino de los hombres. A veces no sé siquiera manejar el pequeño poder que tengo. Es tan difícil ser justo, amar desde el poder, permanecer humilde. ¡Qué fácil despreciar al que tiene menos poder! Decía Jean Vanier: «A veces, aquellos de nosotros que tenemos más poder, más dinero, más tiempo o más conocimientos nos inclinamos ante quienes tienen menos poder, menos conocimiento o menos riqueza; hay un movimiento desde lo superior a lo inferior». Así lo hizo Jesús. Desde su poder se hizo impotente. Se abajo y pasó por uno de tantos. No hizo alarde de su fortaleza. A mí me cuesta renunciar a mi poder y descender sobre el que nada puede. Me escondo en mis poderes. No renuncio. Incluso el poder de la mentira me vale. ¡Cuánto poder puede tener la mentira que asumo como verdadera! Confundo muchas cosas en mi alma. Y me convenzo de estar haciendo lo que Dios me pide cuando tal vez sólo hago lo que yo deseo. No lo sé muy bien. Me abrazo al Dios de mi historia que me hizo un día dejarlo todo para seguir sus pasos. Por amor. Yo lo sigo. Tal vez tengo que aprender a vivir más en las profundidades de mi alma para conocer bien lo que hay dentro de mis mares. Y dejar de lado esas superficies de mis pasos donde no descanso. Allí en lo hondo sé que es donde puedo encontrarme con Dios escondido en los pliegues de mi alma. Tengo tantos deseos de hacer bien las cosas. Quiero construir un mundo nuevo, lleno de paz y esperanzas. Me gustaría unir los lazos rotos. Sanar las heridas profundas causadas por el odio, estando yo herido. Me gustaría calmar la ira que surge muy dentro de los hombres, desde mi propia rabia pacificada. Someter las mentiras que se confunden con verdades, renunciando a mis propias mentiras. Levantar puentes en medio de vidas rotas cuando hay tantas barreras elevadas hacia al cielo que me impiden el paso. Quiero salvar a los que están perdidos y no encuentran el rumbo. Quiero saber lo que Dios me pide a mí, sin compararme con otros, sin vivir ansiando ese poder que yo no tengo. Por eso elijo la verdad y no la mentira como estilo de vida. Opto por lo que construye, dejando de lado la violencia que me mata. Me abajo desde mi poder para acercarme al que no es poderoso. Desde arriba desciendo hacia abajo. Aunque en verdad no hay «arriba» ni «abajo», sólo somos hombres en camino. Quiero sembrar un mundo más humano a mi alrededor. Construir caminos de paz mientras el mundo viaja a la deriva en medio de guerras. Entre el ego personal que confunde las miradas elijo el amor al otro que siempre es un descenso de las alturas. Elijo el amor que es servicio y entrega. Salgo de mí mismo para no perderme por los caminos que no deseo. Acepto que las cosas no sean como yo quiero. Quizá otros tengan más razón que yo y su postura sea más verdadera. Decido vivir seguro en medio de las incertidumbres que no controlo. Esas que me duelen tanto y me hacen temer por lo que aún no sucede. Quiero elegir la verdad siempre. Quiero que Jesús me enseñe cómo se ama. Que sea de verdad mi maestro. Decía el P. Kentenich: «Nadie puede quitar el idealismo a quien trabaje en su propia purificación. Él experimentará en sí mismo el poder de las ideas de la verdad y del bien»[3]. Quiero que Jesús me enseñe la verdad de mi vida y así no perder nunca mi idealismo. La verdad del camino que me manda seguir. Si me esfuerzo por amar la verdad y el bien en mi interior. Dios me dará la gracia de vivir en la verdad. Es el camino que deseo seguir.
Me gusta pensar que estas palabras hoy me las dirige Dios a mí: «Bien sabemos, hermanos amados de Dios, que Él os ha elegido y que, cuando se proclamó el Evangelio entre vosotros, no hubo sólo palabras, sino además fuerza del Espíritu Santo y convicción profunda». La acción del Espíritu obra milagros en mi vida. El Espíritu cambia mi corazón. Me gusta pensar que soy un amado de Dios. Él me ama tanto. Me envía su Espíritu para darme la vida, para darme su amor. Me colma de bendiciones. Me elige y me llama por mi nombre. Esa predilección de Dios conmigo me conmueve. Su llamada a estar con Él me calma. Soy suyo, le pertenezco para siempre. No quiero pertenecer a la iglesia sólo por inercia. Me gusta pensar en el camino de Dios conmigo y volver a optar por Él. Pienso en los momentos en los que se escondía en medio de mi noche. Recuerdo mis momentos de luz en los que me decía que me amaba. Me gusta saberme amado por Él. Me ama y me lo muestra, para que no me olvide. Es verdad que me hace tanto bien el amor humano. Sé que los amores humanos me llevan al amor de Dios. Y al mismo tiempo no puedo exigirle a ese amor humano lo que sólo será posible en el cielo. Comenta en la Exhortación Amoris Laetitia el Papa Francisco: «Es preciso que el camino espiritual de cada uno le ayude a desilusionarse del otro, a dejar de esperar de esa persona lo que sólo es propio del amor de Dios. Esto exige un despojo interior. El espacio exclusivo que cada uno de los cónyuges reserva a su trato solitario con Dios, no sólo permite sanar las heridas de la convivencia, sino que posibilita encontrar en el amor de Dios el sentido de la propia existencia. Hay que dejar de exigir a las relaciones interpersonales una perfección, una pureza de intenciones y una coherencia que sólo podremos encontrar en el Reino definitivo». No quiero exigir al amor humano una perfección que sólo me será dada en la vida eterna. Es cierto que ese amor infinito es lo que deseo. Para ese amor estoy hecho. Pero aquí en la tierra sólo puedo amar y ser amado de forma imperfecta. Será sólo un reflejo del amor eterno. Dios me ha amado antes de que yo lo amara. Siempre esa exclusividad en el amor de Dios hacia mí me conmueve. Decía S. Francisco de Sales: «¡Créete amado, siéntete amado, sábete amado!». No quiero que se me olvide. Dios no me ama porque yo lo ame. No me ama porque se sienta en deuda conmigo. No me ama cuando lo hago todo bien. Es así de increíble, Dios me ama de forma gratuita. Sin esperar nada a cambio. Y esa experiencia despierta en mi corazón el amor: «Cuando no nos asusta entrar en nuestro propio centro, introducirnos hacia la agitación de lo más íntimo de nuestra alma, llegamos a conocer que estar vivo significa ser amado. Esta experiencia nos dice que podemos amar, sólo porque hemos nacido del amor; dar, porque nuestra vida es un don, y liberar a los demás porque hemos sido liberados por Aquel cuyo corazón es más grande que el nuestro»[4]. He nacido de un amor más grande. No estoy en la tierra por azar. Dios tiene un plan de amor para mí. Me ha creado desde el amor. Me sé amado en mi pobreza. Amado en lo que soy. Eso me sostiene. No tengo que hacer grandes cosas para recibir amor. Ni alcanzar grandes metas. No hay que cumplir muchas exigencias. Me gusta sentir ese amor gratuito que me ama y se alegra en mí haga lo que haga. Decía el P. Kentenich: «Alegría es siempre el estar-en-todo-momento-cobijado-en-Dios. El Padre me quiere. Vive con alegría, el Señor dirige su mirada hacia ti y te mira. El que lo logra es un portador de alegría, un maestro de alegría»[5]. Esa forma de amar es la de Dios. No es la mía. Porque yo exijo siempre algo a cambio de mi amor. Quiero que se cumplan ciertas condiciones para dar todo mi amor. Pero un amor que no espera nada me parece imposible. Así lo hace Dios en mí. Me llama y me ama porque así lo quiere. Se rompe para que su amor me cubra y me sostenga. Me sé amado por Él y eso hace más firmes mis pasos en la noche. Más confiados. Sé que el amor de Dios llega a todo hombre. Sea cual sea su comportamiento. Eso me impresiona. ¿Es posible ese amor tan grande? A veces no experimento en mi vida ese amor tan generoso. Y me duele. Sé que y yo no soy así en mi amor. Amo esperando algo. Amo cuando me aman. Y si no me aman surge en mí el desprecio, la indiferencia, el odio, la rabia. Pero no el amor. Yo no reacciono así ante el que me ofende. Ante el que habla mal de mí. Ante aquel que me critica. De cara o a mis espaldas. No devuelvo amor por odio. No doy abrazos ante los golpes que recibo. No tengo un corazón tan grande en el que quepan los que no piensan como yo. Los rechazo y levanto muros que los alejen de mi vida. Cuando no me siento amado por los hombres surge en mí el desamor. No amo pase lo que pase. No puedo hacerlo. Sé que el amor es lo que me sana por dentro. Es el amor de donde vengo. Es el amor hacia el que voy: «La clave no está en hacer muchas o pocas cosas, ni siquiera en tener éxito en el intento, en el proyecto, en la huella… sino en amar. Vivir con una pasión que nos empuje a arriesgar, a emprender, a dar todo lo posible, y a veces un poco más. No por voluntarismo. No porque «hay que» hacerlo. Porque algo te quema dentro, y te dice que es posible. Porque cuando das un paso, luego viene otro, y otro, y otro más, y con ellos la alegría honda. Porque la vida es para darla, y eso no tiene que ver con cómo morir, sino con cómo vivirla. Buscando. Amando. Creciendo por dentro y construyendo por fuera. Dejándose envolver por un Dios distinto»[6]. Desde el momento en que me sé amado es posible emprender un camino nuevo. Puedo así recorrer la vida de forma diferente. Amar como respuesta al odio. Abrazar ante los rechazos. Es ese amor de Dios el que me salva.
Hoy los fariseos quieren poner a prueba a Jesús: «Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?». No les importa la respuesta. Quieren sólo que se posicione. Que diga lo que piensa. Que se aclare en su postura. Buscan su descrédito y su muerte. Muchas veces en la vida quiero que los demás se posicionen. Que digan lo que de verdad piensan. Y opten por una postura clara. Quizás cuando tengo al otro encasillado en su respuesta me es más fácil atacarlo, o descalificarlo, o incluirlo en el grupo de aquellos a los que desprecio, o ignoro, o no admiro. En la vida muchos quieren que yo también opte. Que diga de qué lado estoy. A quién apoyo. A quién rechazo. Que diga si soy blanco o soy negro, del norte o del sur. De izquierdas o derechas. Para tenerme localizado en un punto exacto. En un grupo. En unas ideas determinadas. De esa forma soy más controlable. Así mis opiniones estarán marcadas por mi pertenencia. Estaré posicionado para siempre. Diga lo que diga. Haga lo que haga. Tendrá valor mi vida o dejará de tenerlo dependiendo de la posición de quien me escucha. Los fariseos querían que Jesús hiciera lo mismo. Querían que tomara una posición. Querían quedar bien ellos y dejar en evidencia a Jesús delante de la gente. Me conmueve y entristece pensar en Jesús recibiendo palabras engañosas. Hay doblez en ellos. Murmuran contra Él. Son las estrategias del mundo. Pero Jesús no es así. Él vino a buscar a todos. Aunque no todos lo siguieron. Algunos no lo siguieron pero fueron honestos con Él. Otros quizás le conocieron fugazmente pero continuaron con su vida lejos de Él. A algunos les cambió el corazón, les cambió la vida. Otros se posicionaron contra Él y actuaron con engaño. ¡Qué duro el corazón de los que le juzgan creyéndose en posesión de la verdad, dueños de la religión! ¡Qué dureza en aquellos que se burlan y buscan que Jesús pierda autoridad delante de la gente! Son los que murmuran. Jesús vivió en su vida lo que vivo yo mismo. Me cuestan las personas con doblez. Las que no son claras y directas. Las que murmuran a mis espaldas. Las que no tienen una sola intención y lo que dicen o hacen va siempre con segundas. Me cuesta estar con personas que te dicen una cosa hoy pero piensan otra distinta. Te adulan, pero por detrás hablan mal de ti. Tienen intenciones ocultas. Guardan cartas debajo de la manga. Elaboran estrategias buscando tu caída. Urden planes contra ti, disfrazados, ocultos. Me da pena la gente que no es directa, ni trasparente. Aquellos que han perdido la inocencia. Lo reconozco, me gusta la gente pura. Los que se enfadan y piden perdón acto seguido. Los que te miran sin doblez, y te hablan sin indirectas. Sabes por dónde vienen. No hay segundas intenciones. Me gustan los que son capaces de alabar lo bello. Admiro a los que se dejan complementar y no buscan imponer su verdad a toda costa. Me gustan los que dicen su opinión sin miedo a mi respuesta, de frente. No tienen pliegues ocultos. Me gustan las personas con luz. Nunca me van a engañar. Me duele la falta de inocencia de los fariseos. Jesús, que es la verdad, tuvo que enfrentarse con la mentira. Él que es la luz tuvo que enfrentarse con la oscuridad. Veo cuánto le cuesta a Jesús la falsedad. Recibió ese dolor de no ser querido por todos. Mucha gente lo seguía y tal vez su fama despertó envidia en otros acostumbrados a tener poder y autoridad. ¡Qué humano es todo! Quieren rebajar a Jesús delante de los demás para brillar ellos. Quieren que renuncie a su libertad fundamental acotando sus opciones. Que renuncie a su esencia de hombre libre, de hijo de Dios. Quieren que tome posiciones que dividen. Adopte opciones que excluyen. Tal vez da miedo aquel que no está posicionado. Da miedo el hombre libre porque uno no sabe cómo va a reaccionar. No lo tengo encasillado en una postura rígida donde conozco sus opciones de vida, su forma de pensar. Bien acotado el hombre posicionado es controlable. El hombre libre se escapa de todo control.
Jesús es siempre tierno y misericordioso con los pecadores. No juzga al que cae, lo acoge, lo abraza, lo sana y lo perdona. Levanta a la adúltera y al ladrón, al recaudador de impuestos. Pero no soporta la hipocresía: «¿Por qué me tentáis, hipócritas?». La hipocresía es dura como la piedra. El hipócrita es soberbio y no se deja perdonar. Los fariseos se confabulan contra Jesús. Se trata de algo premeditado que han hablado antes. Jesús conoce su corazón y los ve por dentro. Le duele en el alma la mentira. En realidad es su fracaso. No pudo llegar a ellos porque tenían un corazón duro. Eran los primeros invitados a la mesa del banquete del reino, y no quisieron ir. Adulan a Jesús con palabras verdaderas: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; además, no te importa de nadie, porque Tú no miras lo que la gente sea». Saben cómo es Jesús. Buscan su mal con mentiras y le llaman maestro de la verdad. Es fácil adular para conseguir otros fines. El corazón humano es tan frágil. El mío se deja llevar por las adulaciones. Ellos saben que a Jesús no le gusta el engaño. Que es verdadero y auténtico. Que ama la verdad y le cuesta la mentira. Son palabras aduladoras, pero ciertas. A Jesús no le importa con quién habla, acoge a todos. A mí me gustaría mirar como Jesús mira. Sin hacer distinciones. Sin quererme ganar el favor de nadie. Un corazón puro y verdadero. Un corazón sin doblez y libre. Me impresiona lo diferente que es el corazón de los fariseos. La verdad es que prefiero al hijo pródigo que peca pero sin disfrazarse de bueno. Me gusta la adúltera que cae pero sin querer parecer otra cosa. Si no somos ni siquiera capaces de ser honestos con nosotros mismos, ¿cómo vamos serlo con los demás y con Dios? Jesús detesta la hipocresía, la falsedad, la mentira. Los fariseos son hipócritas. Tal vez piensan que el fin justifica los medios que nos permiten alcanzarlo. Sean estos legítimos o no. Sean verdad o mentira. Parece que el fin es lo importante. Y entonces merece la pena usar todos los caminos para lograrlo. Incluso la mentira y la oscuridad. La murmuración y la crítica. Incluso el odio. Todo vale para quitar de en medio a este agitador llamado Jesús de Nazaret. El que estaba aferrado al poder y a la posesión de la verdad ve en Jesús una amenaza. Es lo que pasa hoy también. El conservador es el que teme perder lo que tiene. El revolucionario quiere cambiar lo que ahora vive. Quiere mejorar. Yo temo caer en la hipocresía. A veces temo que lo nuevo me saque de mi zona de confort, donde lo controlo todo. Y prefiero desvalorizar al que me habla de lo nuevo, antes que ponerme con honestidad frente a Dios y preguntarle: «¿Qué hago, Señor? ¿Cuál es tu voluntad?». Veo a los fariseos y la imagen que me viene es la de cerrazón absoluta. Quiero estar siempre abierto y no cerrado. Quiero romperme y ser capaz de abrir el corazón a Dios. Quiero ser veraz y no vivir en la mentira. Quiero dejar que venga a mí Jesús cada día en lo nuevo y en lo viejo. Le pido que limpie mi mirada para saber mirar a los demás sin sospecha, con limpieza, sin doblez. Quiero saber ver la belleza del otro. Saber descubrir lo que hay de verdad en aquel que me complementa. Quiero vivir en la luz.
Pero Jesús no cae en la trampa y no se deja tentar por sus palabras. Jesús actúa con inteligencia: «Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: - Enseñadme la moneda del impuesto. Le presentaron un denario. Él les preguntó: - ¿De quién son esta cara y esta inscripción? Le respondieron: - Del César. Entonces les replicó: - Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Quieren que Jesús opte pero no lo consiguen. Jesús sabía que si decía que era lícito pagar al César, estaba del lado de los romanos. Y si no estaba de acuerdo con el pago de los impuestos, era un rebelde. Quieren pillarlo en una trampa. Las palabras a veces son engañosas. Quieren que se posicione. Es una estrategia. Según responda quedará mal con la gente o con las autoridades romanas. A ellos les da igual la pregunta. Jesús comprende su mala voluntad. Él ve la intención oscura. Ve el corazón. Se entristece. Responde con mucha inteligencia. Diríamos que en esta discusión gana Jesús. Pero la pena permanece en su alma. En realidad, ha perdido. Se trata de un pequeño fracaso en su misión de amar. Algo se ha roto en su vínculo con los fariseos. Los llama hipócritas, falsos. Y les da una respuesta que hoy sigue resonando en nuestro corazón. Dar al César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios. Contestó con verdad. Usó algo oscuro para dar luz. ¿Qué me quiere decir Jesús con esto? ¿Que Dios no debe estar en la vida pública? ¿Que la política es para los hombres y la vida de oración es el mundo de Dios? Pienso que quizás Jesús quiere decir algo distinto. Por un lado me pide que sea cumplidor en mi deber como ciudadano. Me dice que tengo que ser fiel en lo pequeño, en lo cotidiano, en el trabajo, en la sociedad. Que no viva una doble moral. Por un lado Dios y mi misa. Por otro lado mi forma de actuar con el dinero, enlos negocios. La justicia social. Quiere que le dé a Dios lo que le pertenece. ¿A qué se refiere Jesús? En primer lugar me pide que le dé mi corazón. Mi vida. Mi tiempo. Mis deseos. Eso es lo que quiero darle a Dios. A Él le pertenezco. Y sólo a Él. Mis opciones de vida son por Él. Mis decisiones en el trabajo y con mi familia son por Él. Lo mejor de mi corazón y de mis sueños es para Él. Mi voluntad entera es suya. A veces me pierdo en el mundo y relego a Dios a la misa del domingo o al rato de oración con mi grupo cristiano. Lo relego al momento «religioso» del día, de la semana. Y el resto se lo doy «al César». Es curioso, porque Jesús, con esa frase, me empuja a que libremente y en conciencia, me pregunte: ¿Qué parte de mí corresponde a Dios? ¿Qué parte de mí le corresponde al mundo? ¿Cómo es mi entrega en mi trabajo, en la sociedad, con mi dinero, con mis bienes? ¿Se me nota que sigo a Jesús en mi apego a la verdad, en mi honestidad, en mi fidelidad, en mi integridad? Hoy puedo hacer un ejercicio sincero. Quiero ver cómo pongo mis pies en la tierra, mientras mantengo mi mirada en el cielo. Me pregunto si vivo como decía el P. Kentenich: «Con la mano en el pulso del tiempo y el oído en el corazón de Dios». ¿Cómo son mis elecciones? Miro mi forma de vivir en oración: ¿Plasma mi vida más cotidiana? ¿Tomo las decisiones de mi vida de la mano de Dios? En mi vida diaria, en el ajetreo del mundo, en mi trabajo y en mis retos cotidianos, ¿vivo unido a Dios en oración? No hay una parte de mí para el mundo y otra parte para Dios. Mi corazón no se puede dividir. Dios y el mundo son las dos caras de la misma moneda. Pienso que en lo más humano está Dios y en lo más sagrado de mi vida está el mundo, lo más humano. Eso es lo que me enseña Jesús. Me enseña a ir con Él caminando sea lo que sea que esté viviendo ahora. En momentos de intimidad con Él en oración. Y en el bullicio de la vida atado a Él. En los dos campos de mi camino está su amor esperándome. Esta semana hemos celebrado el 18 de octubre. Ese día el P. Kentenich dio un salto de fe, un paso audaz. En el comienzo de la primera guerra mundial en 1914 le pidió a María que se estableciera en el Santuario. En medio de una crisis mundial pareciera como si se escondiera con miedo en las cuatro paredes de una capilla pequeña. Pero no era así. A Dios lo que es de Dios. Al César lo que es del César. Esos jóvenes no podían detener la guerra. Y seguramente serían llamados al frente. En ese momento necesitaban adentrarse en el silencio, en la oración, para vivir anclados en Dios. Luego, con el corazón en Dios, podrían ir al mundo. Podrían sanar heridos desde su herida. Y sostener a los desesperanzados dándoles esperanza. Era necesaria esa vida honda en Dios para poder ser fieles en medio de las bombas. Es un movimiento necesario hacia dentro para poder ir con fuerza y con paz hacia fuera, al mundo, al hombre que está tan roto y en guerra. Dos caras de una misma moneda. Dios y el mundo. Dios y César. Una armonía que deseamos. Estar en el mundo con raíces hondas. Llevar al mundo la paz recibida en el corazón de la mano de Dios. Contemplativos en acción. Hombres de Dios que aman la tierra. No tenemos un corazón divisible. Es el mismo. Para Dios, para los hombres. No podemos refugiarnos en Dios huyendo de los problemas del mundo. Pero sí podemos cargar el corazón en Dios, ser transformados, para salir al encuentro del hombre que sufre. «Desarrollemos la sensibilidad para rastrear a Dios, para detectarlo en todo lugar; ver realmente a Dios detrás de todo y acogerlo siempre, a Él y a sus deseos»[7]. Nada de lo humano le es ajeno a Dios. Me habla en todo y todo lo mío le importa. Se oculta en lo más mundano, esperando que vaya allí llevando las respuestas escuchadas en el corazón. Desde dentro hacia fuera. Desde el mundo al interior del alma. Todo está unido en Dios.
Jesús me invita a caminar por la vida llevado de su mano. Me conduce con su paso rápido y ligero porque su carga es liviana. Quiere que lo deje todo por amor a Él. Lo que me da seguridad. Lo que me pesa. Quiere que renuncie incluso a mis deseos más profundos por un amor más grande. Quiere que busque mi seguridad sólo en Él. Hoy escucho: «Te llamé por tu nombre, te di un título, aunque no me conocías. Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí, no hay dios». No hay otro Dios fuera de Él. A veces busco el dios del poder, del dinero, del éxito. Todo lo oriento persiguiendo a esos dioses fugaces e inciertos. Pero no soy feliz. Ni cuando los busco. Ni cuando los retengo con mano firme pensando que durarán siempre. No es lo que me da paz. No es lo que me llena de verdad. Puede ser que no sepa bien lo que Dios me pide. Con frecuencia no distingo el camino correcto ni sé la forma cómo quiere que actúe. Pero sí sé que quiere que esté a su lado en medio de la tormenta y aprenda a caminar por sus caminos cuando nada parezca claro. Quiere que confíe y aprenda a vivir tranquilo en la incertidumbre. Aunque no pueda controlarlo todo. A menudo tengo miedo del poder de los hombres. Me asustan el odio y la mentira que crea ese deseo enfermizo por ser poderoso, en esa lucha por marcar el rumbo de los caminos, el destino de los hombres. A veces no sé siquiera manejar el pequeño poder que tengo. Es tan difícil ser justo, amar desde el poder, permanecer humilde. ¡Qué fácil despreciar al que tiene menos poder! Decía Jean Vanier: «A veces, aquellos de nosotros que tenemos más poder, más dinero, más tiempo o más conocimientos nos inclinamos ante quienes tienen menos poder, menos conocimiento o menos riqueza; hay un movimiento desde lo superior a lo inferior». Así lo hizo Jesús. Desde su poder se hizo impotente. Se abajo y pasó por uno de tantos. No hizo alarde de su fortaleza. A mí me cuesta renunciar a mi poder y descender sobre el que nada puede. Me escondo en mis poderes. No renuncio. Incluso el poder de la mentira me vale. ¡Cuánto poder puede tener la mentira que asumo como verdadera! Confundo muchas cosas en mi alma. Y me convenzo de estar haciendo lo que Dios me pide cuando tal vez sólo hago lo que yo deseo. No lo sé muy bien. Me abrazo al Dios de mi historia que me hizo un día dejarlo todo para seguir sus pasos. Por amor. Yo lo sigo. Tal vez tengo que aprender a vivir más en las profundidades de mi alma para conocer bien lo que hay dentro de mis mares. Y dejar de lado esas superficies de mis pasos donde no descanso. Allí en lo hondo sé que es donde puedo encontrarme con Dios escondido en los pliegues de mi alma. Tengo tantos deseos de hacer bien las cosas. Quiero construir un mundo nuevo, lleno de paz y esperanzas. Me gustaría unir los lazos rotos. Sanar las heridas profundas causadas por el odio, estando yo herido. Me gustaría calmar la ira que surge muy dentro de los hombres, desde mi propia rabia pacificada. Someter las mentiras que se confunden con verdades, renunciando a mis propias mentiras. Levantar puentes en medio de vidas rotas cuando hay tantas barreras elevadas hacia al cielo que me impiden el paso. Quiero salvar a los que están perdidos y no encuentran el rumbo. Quiero saber lo que Dios me pide a mí, sin compararme con otros, sin vivir ansiando ese poder que yo no tengo. Por eso elijo la verdad y no la mentira como estilo de vida. Opto por lo que construye, dejando de lado la violencia que me mata. Me abajo desde mi poder para acercarme al que no es poderoso. Desde arriba desciendo hacia abajo. Aunque en verdad no hay «arriba» ni «abajo», sólo somos hombres en camino. Quiero sembrar un mundo más humano a mi alrededor. Construir caminos de paz mientras el mundo viaja a la deriva en medio de guerras. Entre el ego personal que confunde las miradas elijo el amor al otro que siempre es un descenso de las alturas. Elijo el amor que es servicio y entrega. Salgo de mí mismo para no perderme por los caminos que no deseo. Acepto que las cosas no sean como yo quiero. Quizá otros tengan más razón que yo y su postura sea más verdadera. Decido vivir seguro en medio de las incertidumbres que no controlo. Esas que me duelen tanto y me hacen temer por lo que aún no sucede. Quiero elegir la verdad siempre. Quiero que Jesús me enseñe cómo se ama. Que sea de verdad mi maestro. Decía el P. Kentenich: «Nadie puede quitar el idealismo a quien trabaje en su propia purificación. Él experimentará en sí mismo el poder de las ideas de la verdad y del bien»[3]. Quiero que Jesús me enseñe la verdad de mi vida y así no perder nunca mi idealismo. La verdad del camino que me manda seguir. Si me esfuerzo por amar la verdad y el bien en mi interior. Dios me dará la gracia de vivir en la verdad. Es el camino que deseo seguir.
Me gusta pensar que estas palabras hoy me las dirige Dios a mí: «Bien sabemos, hermanos amados de Dios, que Él os ha elegido y que, cuando se proclamó el Evangelio entre vosotros, no hubo sólo palabras, sino además fuerza del Espíritu Santo y convicción profunda». La acción del Espíritu obra milagros en mi vida. El Espíritu cambia mi corazón. Me gusta pensar que soy un amado de Dios. Él me ama tanto. Me envía su Espíritu para darme la vida, para darme su amor. Me colma de bendiciones. Me elige y me llama por mi nombre. Esa predilección de Dios conmigo me conmueve. Su llamada a estar con Él me calma. Soy suyo, le pertenezco para siempre. No quiero pertenecer a la iglesia sólo por inercia. Me gusta pensar en el camino de Dios conmigo y volver a optar por Él. Pienso en los momentos en los que se escondía en medio de mi noche. Recuerdo mis momentos de luz en los que me decía que me amaba. Me gusta saberme amado por Él. Me ama y me lo muestra, para que no me olvide. Es verdad que me hace tanto bien el amor humano. Sé que los amores humanos me llevan al amor de Dios. Y al mismo tiempo no puedo exigirle a ese amor humano lo que sólo será posible en el cielo. Comenta en la Exhortación Amoris Laetitia el Papa Francisco: «Es preciso que el camino espiritual de cada uno le ayude a desilusionarse del otro, a dejar de esperar de esa persona lo que sólo es propio del amor de Dios. Esto exige un despojo interior. El espacio exclusivo que cada uno de los cónyuges reserva a su trato solitario con Dios, no sólo permite sanar las heridas de la convivencia, sino que posibilita encontrar en el amor de Dios el sentido de la propia existencia. Hay que dejar de exigir a las relaciones interpersonales una perfección, una pureza de intenciones y una coherencia que sólo podremos encontrar en el Reino definitivo». No quiero exigir al amor humano una perfección que sólo me será dada en la vida eterna. Es cierto que ese amor infinito es lo que deseo. Para ese amor estoy hecho. Pero aquí en la tierra sólo puedo amar y ser amado de forma imperfecta. Será sólo un reflejo del amor eterno. Dios me ha amado antes de que yo lo amara. Siempre esa exclusividad en el amor de Dios hacia mí me conmueve. Decía S. Francisco de Sales: «¡Créete amado, siéntete amado, sábete amado!». No quiero que se me olvide. Dios no me ama porque yo lo ame. No me ama porque se sienta en deuda conmigo. No me ama cuando lo hago todo bien. Es así de increíble, Dios me ama de forma gratuita. Sin esperar nada a cambio. Y esa experiencia despierta en mi corazón el amor: «Cuando no nos asusta entrar en nuestro propio centro, introducirnos hacia la agitación de lo más íntimo de nuestra alma, llegamos a conocer que estar vivo significa ser amado. Esta experiencia nos dice que podemos amar, sólo porque hemos nacido del amor; dar, porque nuestra vida es un don, y liberar a los demás porque hemos sido liberados por Aquel cuyo corazón es más grande que el nuestro»[4]. He nacido de un amor más grande. No estoy en la tierra por azar. Dios tiene un plan de amor para mí. Me ha creado desde el amor. Me sé amado en mi pobreza. Amado en lo que soy. Eso me sostiene. No tengo que hacer grandes cosas para recibir amor. Ni alcanzar grandes metas. No hay que cumplir muchas exigencias. Me gusta sentir ese amor gratuito que me ama y se alegra en mí haga lo que haga. Decía el P. Kentenich: «Alegría es siempre el estar-en-todo-momento-cobijado-en-Dios. El Padre me quiere. Vive con alegría, el Señor dirige su mirada hacia ti y te mira. El que lo logra es un portador de alegría, un maestro de alegría»[5]. Esa forma de amar es la de Dios. No es la mía. Porque yo exijo siempre algo a cambio de mi amor. Quiero que se cumplan ciertas condiciones para dar todo mi amor. Pero un amor que no espera nada me parece imposible. Así lo hace Dios en mí. Me llama y me ama porque así lo quiere. Se rompe para que su amor me cubra y me sostenga. Me sé amado por Él y eso hace más firmes mis pasos en la noche. Más confiados. Sé que el amor de Dios llega a todo hombre. Sea cual sea su comportamiento. Eso me impresiona. ¿Es posible ese amor tan grande? A veces no experimento en mi vida ese amor tan generoso. Y me duele. Sé que y yo no soy así en mi amor. Amo esperando algo. Amo cuando me aman. Y si no me aman surge en mí el desprecio, la indiferencia, el odio, la rabia. Pero no el amor. Yo no reacciono así ante el que me ofende. Ante el que habla mal de mí. Ante aquel que me critica. De cara o a mis espaldas. No devuelvo amor por odio. No doy abrazos ante los golpes que recibo. No tengo un corazón tan grande en el que quepan los que no piensan como yo. Los rechazo y levanto muros que los alejen de mi vida. Cuando no me siento amado por los hombres surge en mí el desamor. No amo pase lo que pase. No puedo hacerlo. Sé que el amor es lo que me sana por dentro. Es el amor de donde vengo. Es el amor hacia el que voy: «La clave no está en hacer muchas o pocas cosas, ni siquiera en tener éxito en el intento, en el proyecto, en la huella… sino en amar. Vivir con una pasión que nos empuje a arriesgar, a emprender, a dar todo lo posible, y a veces un poco más. No por voluntarismo. No porque «hay que» hacerlo. Porque algo te quema dentro, y te dice que es posible. Porque cuando das un paso, luego viene otro, y otro, y otro más, y con ellos la alegría honda. Porque la vida es para darla, y eso no tiene que ver con cómo morir, sino con cómo vivirla. Buscando. Amando. Creciendo por dentro y construyendo por fuera. Dejándose envolver por un Dios distinto»[6]. Desde el momento en que me sé amado es posible emprender un camino nuevo. Puedo así recorrer la vida de forma diferente. Amar como respuesta al odio. Abrazar ante los rechazos. Es ese amor de Dios el que me salva.
Hoy los fariseos quieren poner a prueba a Jesús: «Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?». No les importa la respuesta. Quieren sólo que se posicione. Que diga lo que piensa. Que se aclare en su postura. Buscan su descrédito y su muerte. Muchas veces en la vida quiero que los demás se posicionen. Que digan lo que de verdad piensan. Y opten por una postura clara. Quizás cuando tengo al otro encasillado en su respuesta me es más fácil atacarlo, o descalificarlo, o incluirlo en el grupo de aquellos a los que desprecio, o ignoro, o no admiro. En la vida muchos quieren que yo también opte. Que diga de qué lado estoy. A quién apoyo. A quién rechazo. Que diga si soy blanco o soy negro, del norte o del sur. De izquierdas o derechas. Para tenerme localizado en un punto exacto. En un grupo. En unas ideas determinadas. De esa forma soy más controlable. Así mis opiniones estarán marcadas por mi pertenencia. Estaré posicionado para siempre. Diga lo que diga. Haga lo que haga. Tendrá valor mi vida o dejará de tenerlo dependiendo de la posición de quien me escucha. Los fariseos querían que Jesús hiciera lo mismo. Querían que tomara una posición. Querían quedar bien ellos y dejar en evidencia a Jesús delante de la gente. Me conmueve y entristece pensar en Jesús recibiendo palabras engañosas. Hay doblez en ellos. Murmuran contra Él. Son las estrategias del mundo. Pero Jesús no es así. Él vino a buscar a todos. Aunque no todos lo siguieron. Algunos no lo siguieron pero fueron honestos con Él. Otros quizás le conocieron fugazmente pero continuaron con su vida lejos de Él. A algunos les cambió el corazón, les cambió la vida. Otros se posicionaron contra Él y actuaron con engaño. ¡Qué duro el corazón de los que le juzgan creyéndose en posesión de la verdad, dueños de la religión! ¡Qué dureza en aquellos que se burlan y buscan que Jesús pierda autoridad delante de la gente! Son los que murmuran. Jesús vivió en su vida lo que vivo yo mismo. Me cuestan las personas con doblez. Las que no son claras y directas. Las que murmuran a mis espaldas. Las que no tienen una sola intención y lo que dicen o hacen va siempre con segundas. Me cuesta estar con personas que te dicen una cosa hoy pero piensan otra distinta. Te adulan, pero por detrás hablan mal de ti. Tienen intenciones ocultas. Guardan cartas debajo de la manga. Elaboran estrategias buscando tu caída. Urden planes contra ti, disfrazados, ocultos. Me da pena la gente que no es directa, ni trasparente. Aquellos que han perdido la inocencia. Lo reconozco, me gusta la gente pura. Los que se enfadan y piden perdón acto seguido. Los que te miran sin doblez, y te hablan sin indirectas. Sabes por dónde vienen. No hay segundas intenciones. Me gustan los que son capaces de alabar lo bello. Admiro a los que se dejan complementar y no buscan imponer su verdad a toda costa. Me gustan los que dicen su opinión sin miedo a mi respuesta, de frente. No tienen pliegues ocultos. Me gustan las personas con luz. Nunca me van a engañar. Me duele la falta de inocencia de los fariseos. Jesús, que es la verdad, tuvo que enfrentarse con la mentira. Él que es la luz tuvo que enfrentarse con la oscuridad. Veo cuánto le cuesta a Jesús la falsedad. Recibió ese dolor de no ser querido por todos. Mucha gente lo seguía y tal vez su fama despertó envidia en otros acostumbrados a tener poder y autoridad. ¡Qué humano es todo! Quieren rebajar a Jesús delante de los demás para brillar ellos. Quieren que renuncie a su libertad fundamental acotando sus opciones. Que renuncie a su esencia de hombre libre, de hijo de Dios. Quieren que tome posiciones que dividen. Adopte opciones que excluyen. Tal vez da miedo aquel que no está posicionado. Da miedo el hombre libre porque uno no sabe cómo va a reaccionar. No lo tengo encasillado en una postura rígida donde conozco sus opciones de vida, su forma de pensar. Bien acotado el hombre posicionado es controlable. El hombre libre se escapa de todo control.
Jesús es siempre tierno y misericordioso con los pecadores. No juzga al que cae, lo acoge, lo abraza, lo sana y lo perdona. Levanta a la adúltera y al ladrón, al recaudador de impuestos. Pero no soporta la hipocresía: «¿Por qué me tentáis, hipócritas?». La hipocresía es dura como la piedra. El hipócrita es soberbio y no se deja perdonar. Los fariseos se confabulan contra Jesús. Se trata de algo premeditado que han hablado antes. Jesús conoce su corazón y los ve por dentro. Le duele en el alma la mentira. En realidad es su fracaso. No pudo llegar a ellos porque tenían un corazón duro. Eran los primeros invitados a la mesa del banquete del reino, y no quisieron ir. Adulan a Jesús con palabras verdaderas: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; además, no te importa de nadie, porque Tú no miras lo que la gente sea». Saben cómo es Jesús. Buscan su mal con mentiras y le llaman maestro de la verdad. Es fácil adular para conseguir otros fines. El corazón humano es tan frágil. El mío se deja llevar por las adulaciones. Ellos saben que a Jesús no le gusta el engaño. Que es verdadero y auténtico. Que ama la verdad y le cuesta la mentira. Son palabras aduladoras, pero ciertas. A Jesús no le importa con quién habla, acoge a todos. A mí me gustaría mirar como Jesús mira. Sin hacer distinciones. Sin quererme ganar el favor de nadie. Un corazón puro y verdadero. Un corazón sin doblez y libre. Me impresiona lo diferente que es el corazón de los fariseos. La verdad es que prefiero al hijo pródigo que peca pero sin disfrazarse de bueno. Me gusta la adúltera que cae pero sin querer parecer otra cosa. Si no somos ni siquiera capaces de ser honestos con nosotros mismos, ¿cómo vamos serlo con los demás y con Dios? Jesús detesta la hipocresía, la falsedad, la mentira. Los fariseos son hipócritas. Tal vez piensan que el fin justifica los medios que nos permiten alcanzarlo. Sean estos legítimos o no. Sean verdad o mentira. Parece que el fin es lo importante. Y entonces merece la pena usar todos los caminos para lograrlo. Incluso la mentira y la oscuridad. La murmuración y la crítica. Incluso el odio. Todo vale para quitar de en medio a este agitador llamado Jesús de Nazaret. El que estaba aferrado al poder y a la posesión de la verdad ve en Jesús una amenaza. Es lo que pasa hoy también. El conservador es el que teme perder lo que tiene. El revolucionario quiere cambiar lo que ahora vive. Quiere mejorar. Yo temo caer en la hipocresía. A veces temo que lo nuevo me saque de mi zona de confort, donde lo controlo todo. Y prefiero desvalorizar al que me habla de lo nuevo, antes que ponerme con honestidad frente a Dios y preguntarle: «¿Qué hago, Señor? ¿Cuál es tu voluntad?». Veo a los fariseos y la imagen que me viene es la de cerrazón absoluta. Quiero estar siempre abierto y no cerrado. Quiero romperme y ser capaz de abrir el corazón a Dios. Quiero ser veraz y no vivir en la mentira. Quiero dejar que venga a mí Jesús cada día en lo nuevo y en lo viejo. Le pido que limpie mi mirada para saber mirar a los demás sin sospecha, con limpieza, sin doblez. Quiero saber ver la belleza del otro. Saber descubrir lo que hay de verdad en aquel que me complementa. Quiero vivir en la luz.
Pero Jesús no cae en la trampa y no se deja tentar por sus palabras. Jesús actúa con inteligencia: «Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: - Enseñadme la moneda del impuesto. Le presentaron un denario. Él les preguntó: - ¿De quién son esta cara y esta inscripción? Le respondieron: - Del César. Entonces les replicó: - Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Quieren que Jesús opte pero no lo consiguen. Jesús sabía que si decía que era lícito pagar al César, estaba del lado de los romanos. Y si no estaba de acuerdo con el pago de los impuestos, era un rebelde. Quieren pillarlo en una trampa. Las palabras a veces son engañosas. Quieren que se posicione. Es una estrategia. Según responda quedará mal con la gente o con las autoridades romanas. A ellos les da igual la pregunta. Jesús comprende su mala voluntad. Él ve la intención oscura. Ve el corazón. Se entristece. Responde con mucha inteligencia. Diríamos que en esta discusión gana Jesús. Pero la pena permanece en su alma. En realidad, ha perdido. Se trata de un pequeño fracaso en su misión de amar. Algo se ha roto en su vínculo con los fariseos. Los llama hipócritas, falsos. Y les da una respuesta que hoy sigue resonando en nuestro corazón. Dar al César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios. Contestó con verdad. Usó algo oscuro para dar luz. ¿Qué me quiere decir Jesús con esto? ¿Que Dios no debe estar en la vida pública? ¿Que la política es para los hombres y la vida de oración es el mundo de Dios? Pienso que quizás Jesús quiere decir algo distinto. Por un lado me pide que sea cumplidor en mi deber como ciudadano. Me dice que tengo que ser fiel en lo pequeño, en lo cotidiano, en el trabajo, en la sociedad. Que no viva una doble moral. Por un lado Dios y mi misa. Por otro lado mi forma de actuar con el dinero, enlos negocios. La justicia social. Quiere que le dé a Dios lo que le pertenece. ¿A qué se refiere Jesús? En primer lugar me pide que le dé mi corazón. Mi vida. Mi tiempo. Mis deseos. Eso es lo que quiero darle a Dios. A Él le pertenezco. Y sólo a Él. Mis opciones de vida son por Él. Mis decisiones en el trabajo y con mi familia son por Él. Lo mejor de mi corazón y de mis sueños es para Él. Mi voluntad entera es suya. A veces me pierdo en el mundo y relego a Dios a la misa del domingo o al rato de oración con mi grupo cristiano. Lo relego al momento «religioso» del día, de la semana. Y el resto se lo doy «al César». Es curioso, porque Jesús, con esa frase, me empuja a que libremente y en conciencia, me pregunte: ¿Qué parte de mí corresponde a Dios? ¿Qué parte de mí le corresponde al mundo? ¿Cómo es mi entrega en mi trabajo, en la sociedad, con mi dinero, con mis bienes? ¿Se me nota que sigo a Jesús en mi apego a la verdad, en mi honestidad, en mi fidelidad, en mi integridad? Hoy puedo hacer un ejercicio sincero. Quiero ver cómo pongo mis pies en la tierra, mientras mantengo mi mirada en el cielo. Me pregunto si vivo como decía el P. Kentenich: «Con la mano en el pulso del tiempo y el oído en el corazón de Dios». ¿Cómo son mis elecciones? Miro mi forma de vivir en oración: ¿Plasma mi vida más cotidiana? ¿Tomo las decisiones de mi vida de la mano de Dios? En mi vida diaria, en el ajetreo del mundo, en mi trabajo y en mis retos cotidianos, ¿vivo unido a Dios en oración? No hay una parte de mí para el mundo y otra parte para Dios. Mi corazón no se puede dividir. Dios y el mundo son las dos caras de la misma moneda. Pienso que en lo más humano está Dios y en lo más sagrado de mi vida está el mundo, lo más humano. Eso es lo que me enseña Jesús. Me enseña a ir con Él caminando sea lo que sea que esté viviendo ahora. En momentos de intimidad con Él en oración. Y en el bullicio de la vida atado a Él. En los dos campos de mi camino está su amor esperándome. Esta semana hemos celebrado el 18 de octubre. Ese día el P. Kentenich dio un salto de fe, un paso audaz. En el comienzo de la primera guerra mundial en 1914 le pidió a María que se estableciera en el Santuario. En medio de una crisis mundial pareciera como si se escondiera con miedo en las cuatro paredes de una capilla pequeña. Pero no era así. A Dios lo que es de Dios. Al César lo que es del César. Esos jóvenes no podían detener la guerra. Y seguramente serían llamados al frente. En ese momento necesitaban adentrarse en el silencio, en la oración, para vivir anclados en Dios. Luego, con el corazón en Dios, podrían ir al mundo. Podrían sanar heridos desde su herida. Y sostener a los desesperanzados dándoles esperanza. Era necesaria esa vida honda en Dios para poder ser fieles en medio de las bombas. Es un movimiento necesario hacia dentro para poder ir con fuerza y con paz hacia fuera, al mundo, al hombre que está tan roto y en guerra. Dos caras de una misma moneda. Dios y el mundo. Dios y César. Una armonía que deseamos. Estar en el mundo con raíces hondas. Llevar al mundo la paz recibida en el corazón de la mano de Dios. Contemplativos en acción. Hombres de Dios que aman la tierra. No tenemos un corazón divisible. Es el mismo. Para Dios, para los hombres. No podemos refugiarnos en Dios huyendo de los problemas del mundo. Pero sí podemos cargar el corazón en Dios, ser transformados, para salir al encuentro del hombre que sufre. «Desarrollemos la sensibilidad para rastrear a Dios, para detectarlo en todo lugar; ver realmente a Dios detrás de todo y acogerlo siempre, a Él y a sus deseos»[7]. Nada de lo humano le es ajeno a Dios. Me habla en todo y todo lo mío le importa. Se oculta en lo más mundano, esperando que vaya allí llevando las respuestas escuchadas en el corazón. Desde dentro hacia fuera. Desde el mundo al interior del alma. Todo está unido en Dios.
[1] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
[2] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[3] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[4] H. Nouwen, El Sanador herido
[5] J. Kentenich. Las Fuentes de la Alegría
[6] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
[7] J. Kentenich, Envía tu Espíritu