La Iglesia está celebrando el 25 aniversario de la promulgación del Nuevo Catecismo. Es una de las grandes obras del pontificado de San Juan Pablo II, que tuvo en el entonces cardenal Ratzinger y en el actual arzobispo de Viena, cardenal Schönborn, sus principales artífices.
Con motivo de esta efeméride, el Papa ha pedido que se modifique el artículo 2267 del Catecismo, referido a la posibilidad, aunque remota, de que se pueda aplicar la pena de muerte, para que ésta quede excluida definitivamente y sea considerada como inmoral para un católico. Esta petición del Pontífice ha saltado rápidamente a los medios de comunicación y ha recibido encendidos elogios y también agudas críticas, sobre todo por parte de aquellos que viven en países donde sí es legal la aplicación de esa sentencia.
Personalmente estoy en contra de la pena de muerte y no voy a entrar a plantear si un católico que trabaja en un centro de ejecuciones de Texas, por ejemplo, comete pecado mortal al ejecutar a un reo, si lo comete el juez que lo sentencia o si lo comete algún miembro del jurado cuando lo declara culpable. Quiero fijarme en otra cosa. En un momento tan especial como la celebración del veinticinco aniversario del Nuevo Catecismo, el Papa podría haber pedido que se derogara o que se actualizara, por ejemplo, el artículo 1650, que establece con claridad que los divorciados vueltos a casar no pueden recibir la comunión si no viven en castidad. Puestos a introducir cambios, ésta hubiera sido una buena ocasión para hacerlo o, al menos, para haber insinuado que se debía hacer. No ha sido así. Y no será porque no se haya discutido sobre el asunto con intensidad durante los últimos años. Desde luego muchísimo más que sobre la licitud moral de la pena de muerte. No creo, por lo tanto, que el Santo Padre haya dejado de referirse a este tema por despiste. Más bien me parece que voluntariamente no ha querido hablar de ello, porque no ha considerado necesario hacerlo. Es decir, para el Papa sigue vigente de manera plena la prohibición de que comulguen los divorciados vueltos a casar. Otra cosa será si, en algunos casos muy excepcionales, pueden darse las condiciones que reduzcan o incluso anulen la libertad del que vive en esa situación. Pero esto, como digo, se podría presentar en casos tan poco frecuentes que de ningún modo pueden utilizarse para derogar una ley de la Iglesia basada en el Evangelio, como muchos están haciendo ahora. Menos aún, por lo tanto, para derogar otras normas morales concernientes a las relaciones extramatrimoniales, a la convivencia sin casarse o a las relaciones homosexuales.
Entonces, ¿qué hacemos con las palabras que le atribuyen al Papa en tal o cual conversación telefónica, o incluso con frases sueltas pronunciadas en una conversación con periodistas? ¿Qué hacemos con lo que dicen o hacen los supuestos amigos del Papa y que va claramente contra la doctrina de la Iglesia? Simplemente, creo que hay que seguir defendiendo la doctrina verdadera porque ésta no se ha cambiado oficialmente y el Papa, ciertamente, ha tenido ocasiones sobradas de hacerlo. No podemos elevar al rango de Magisterio de la Iglesia una opinión o una respuesta a un periodista y mucho menos la opinión de los que se presentan como los auténticos intérpretes del Santo Padre. Lo que la Iglesia enseña no ha cambiado y eso es lo que de verdad tiene que importarnos, porque esa es la piedra sobre la que dijo el Señor que edificaría su Iglesia cuando dio a San Pedro las llaves de la misma.
Recemos por el Papa y recemos para que la confusión que hay en la Iglesia desaparezca lo antes posible.