“Se acercaron unos fariseos y le preguntaron a Jesús para ponerlo a prueba: ¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?. Él les replicó: …… Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre.” (Mc 10, 2-9)
El Evangelio de esta semana trata del siempre difícil y siempre actual problema del divorcio. La prueba de su dificultad está en que los fariseos se lo plantearon a Jesús “para ponerlo a prueba”. Sabían de la misericordia del Señor y buscaban ponerle en un aprieto, teniendo que decidir entre el complacer a los que buscan en el divorcio una solución a su fracaso matrimonial y el respeto a la ley divina.
Jesús da una sentencia que no deja lugar a dudas: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. Pero no se conforma con eso. Antes, incluso, de afirmar esa defensa rotunda del vínculo matrimonial habla del amor, que se manifiesta en que los dos, la esposa y el esposo, llegan a ser una sola carne. De eso, precisamente, se tratará esta semana: de fomentar todo aquello que contribuye al amor, que favorece el amor. Las rupturas matrimoniales no llegan como por encanto, sino que se van gestando poco a poco. Antes de la ruptura definitiva hay mil pequeños desencuentros cotidianos. Es como si una gruesa soga formada por mil hebras de hilo fuera deshaciéndose hasta que ya no queda nada más que una fina unión que se rompe con un último golpe. Se trata, pues, de aplicar una medicina preventiva. Se trata de creer en el matrimonio, tanto desde el punto de vista social como desde el sacramental. Y porque se cree en el valor del matrimonio para toda la vida y en el valor de la familia es por lo que merece la pena sacrificarse por ellos. Sin olvidar que si bien la familia tiene un precio, el divorcio y la ruptura tiene otro, que suele ser más caro.