Preferimos pensar en que “los demás” no han querido venir al banquete y que “nosotros”, elegidos por Dios, nos lo merecemos todo. Cuando nos centramos en la primera parte revivimos la parábola del Fariseo y el Publicano. Nos sentimos pletóricos y miramos de reojo a quien se oculta tras la sombras del templo. Quizás lo más importante para el momento eclesial que vivimos sea precisamente el final de la Parábola. ¿Por qué? Porque nos duele y cuando algo nos toca la herida, se hace evidente la necesidad de la Cura y el Médico. ¿Qué nos dice San Agustín?
¿Cuál es el vestido de boda, el traje nupcial? El Apóstol nos dice: Los preceptos no tienen otro objeto que el amor, que brota del corazón limpio, de la buena conciencia y de la fe sincera» (1Tm 1,5). Este es el traje de fiesta. Pero no un amor cualquiera, pues muchas veces parecen amarse incluso hombres cómplices de una mala conciencia. Pero en ellos no hallamos ese amor. Pero estos que se someten juntos al bandidaje, a los maleficios, estos que se reúnen comediantes del amor, cocheros y gladiadores, se aman generalmente entre ellos, pero no es la caridad que nace de un corazón puro, de la buena conciencia y de la fe sincera: pues, un amor así es el traje de fiesta.
Revestíos pues del traje nupcial, si es que aún no lo tenéis. Ya vosotros habéis entrado en la sala del festín, podéis acercaros a la mesa del Señor, pero no tenéis todavía el honor del esposo, el traje nupcial: buscáis aún vuestros intereses y no los de Jesucristo. El vestido nupcial tiene como finalidad honrar la unión conyugal, es decir, al Esposo y la Esposa. Conocéis al Esposo: es Cristo. Conocéis a la Esposa: es la Iglesia. Rendid honor a la que es esposa, rendid honor también al que es el esposo. Si honráis como es debido a los que se casan, seréis sus hijos. Progresad, pues, también en esto. (San Agustín. Sermón 90,5-6)
Cuando miramos de reojo a quien creemos indigno y le llamamos fariseo, rigorista, cara de pepinillo en vinagre, no podemos decir que estemos revestidos de amor. Más bien la envidia nos corroe y la propia soberbia nos aplasta. Cuando vamos buscando a quien maltratar para sentirnos maravillosos cristianos, no estamos revestidos del traje del amor. Cuando lo hacemos en cuadrilla, invocando a la Iglesia, al Papa o a quien nos parezca más adecuado para tener más fuerza y superioridad, es aún más terrible. Para esta actitud San Agustín tiene un nombre: complicidad. Complicidad que no es Amor por mucho que se disfrase de Él. Por desgracia, la complicidad abunda en todas las dimensiones eclesiales. Estamos demasiado predispuestos a ser “comediantes del amor”. Comediantes que representan simulacros llenos de apariencias externas, pero vacíos de Espíritu Santo.
San Agustín nos llama a dejar de lado la complicidad y los simulacros eclesiales. Cuando algo se planea desde la vacuidad, la ausencia de amor se hace evidente a los pocos minutos. Tenemos que vestir el traje nupcial adecuado. Cualquier otro traje es una mentira que asumimos como realidad. El verdadero traje de bodas nos permite ver en nosotros los mismos pecados que veamos en los demás. El traje que nos permite estar en sintonía con quienes tenemos a nuestro lado y ni repudiarlos ni representar una farsa. La Comunión de los Santos representa esta sintonía en el amor. Un amor que nos permita ser herramientas en manos de Dios. Sintonía en el entender, sentir y actuar, aunque esto vaya en contra de la iglesia plural que nos venden como panacea universal.
¿Qué nos está pasando? Vivimos una fe aparente, hipócrita. Una apariencia de fe que se esconde detrás las apariencias para no dar visivilidad a lo sustancial. Actuamos como si nada pasara, ocultando con sonrisas bobas la vacuidad que llevamos dentro. Cuando aparezcamos con este vestido no creo que el Esposo nos encuentre vestidos con el traje adecuado. El Esposo y la Esposa no atienden a apariencias socio-culturales a las que tanto valor damos actualmente. Ellos ven corazón de cada uno de nosotros: la centralidad de entendimiento, sentimiento y voluntad, que nos mueve minuto a minuto. No podemos engañarles por mucho que nos revistamos de honores, mandatos, discursos, shows y responsabilidades humanas.
Dejar este falso vestido a un lado, no es sencillo. Conlleva renacer en Cristo. Una renacimiento que actualmente no está nada bien visto, porque evidencia la falsedad en la que nos hemos instalado.
Nicodemo le dijo: ¿Cómo puede un hombre nacer siendo ya viejo? ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer? Jesús respondió: En verdad, en verdad te digo que el que no nace de agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es, y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. (Jn 3, 4-6)