¿Qué es la piedad sino un recogimiento sereno de nuestras potencias, que las pone en contacto con el misterio? (J. Guitton).
Y el arte de la dirección espiritual acaso tenga su centro en enseñar a recoger las potencias, a que la atención no esté dispersa, dividida y afanada por tantas cosas y se ponga en Dios. Elevatio mentis in Deum, así definían clásicamente la oración. Porque la cuestión está en dónde recogerla.

Pero también en cómo hacerlo. Aunque sensiblemente no la sintamos, si no lo impedimos con nuestra soberbia, nuestro trabajo ascético se realiza con la ayuda de la gracia. Esto, en concreto, se hace a través del ejercicio de la soledad, del silencio y la quietud que nos ayudan a un acto interior de pobreza: soltar todo aquello a lo que se aferra la  atención interior. Y esto es posible humillándola interiormente.

Todo lo cual no se lleva a cabo sin gran sacrificio, como nos enseña S. Juan de la Cruz; con una ejercitación espiritual constante y prolongada en el tiempo. Y lo que al principio no se hacía sin trabajo, salvo esos momentos de consolación por Dios regalados, acaba haciéndose hábito espiritual.

Y ahí, en el misterio, donde ya estamos estando en gracia, aunque nuestra atención ande dispersa y en él no recogida, ¿qué encontraremos? Podemos abrir los ojos al día, pero que brille el Sol o esté nublado no depende de nosotros. Sea lo que fuere, será lo que Dios quiera para cada uno en ese momento, será amoroso  diálogo con Él.